Me preguntaron cuáles creía yo que eran mis fortalezas para enfrentar aquel mundo que me ofrecían; para plantarle cara y salir, si no indemne, al menos airosa. Supuse que sabían que cada día podía ser un reto dejar la casa para ir a asumirse en ese escenario, en la palestra de ese mundo, y lograr que las cosas se hicieran como tenían que hacerse. Supuse también que, entonces, el debido quehacer implicaba lo básico: no perder el control, conseguir el respeto y la atención que requiere llevar las riendas de la vida bajo aquellas circunstancias, dirigir el acto de la existencia en aquella faceta sin que nadie desertase, ni tú ni los demás. Ya sabía yo que el objetivo principal en esos casos siempre es la «retención»; no abortar la misión, y lograr que, tanto tú como los que están a tu cargo, se desempeñen satisfactoriamente. Es una cosa de conjunto, de comunidad, de colectivo. Se trata de un ejercicio que ejemplifica cómo es que el sentido de la vida de algunos habrá de consistir, a veces involuntariamente, en llenar de sentido la vida de los demás, en ayudar a cumplir los objetivos de la vida de otros, cosa que me parece muy bien. Lo malo fue que ese día yo no sentía tener ninguna fortaleza de la cual presumir, ni para eso ni para absolutamente ninguna otra cosa, porque a veces pasa que una no puede ni consigo misma.
Llegué al interrogatorio muerta en vida, muda, cansada y con hambre, y de esas sensaciones fue que derivé las que, en efecto, en aquel momento y quizá siempre, eran o habían sido mis fortalezas. «Soy tenaz y perseverante», dije; «no me quito fácilmente», añadí. «Además, creo que tengo facilidad para acercarme a la gente joven». El inquisidor, un poco sonrojado, -decepcionado tal vez-, tomó nota, aunque con poca convicción. Yo tampoco estaba convencida. Saber cuándo cerrar la boca o cuándo retirarme, en aquel momento pudo haber sido fortaleza mayor.
Me preguntaron también si yo consideraba que el personaje sobre el que me interrogaban, y para el que se supone que yo servía, tenía algún impacto en la sociedad, o sea si era materia de ejemplo. Me hubiese gustado responder que como no tenía hijos, no me afanaba demasiado en ser ejemplo de nada. Sin embargo, respondí que a pesar de no creerme ejemplo de nada sí tuve referentes, modelos que admiraba y me inspiraban, y que, en la medida de lo posible, hubiese deseado emular. «Esos personajes, desde el escenario en el que actuaban, definitivamente podían ser agentes de cambio», añadí. Esa fue, más o menos, otra de mis respuestas, escueta y contraproducente o desacertada como todas las demás, porque con una mayor disposición que la mía para mostrar los «talentos», lo lógico hubiese sido aprovechar la oportunidad para dejar establecido que, sin duda, no sólo éramos un modelo para seguir, sino que también teníamos la convicción de que lo éramos. Supongo que esa certidumbre la tomarían como un tipo de garantía. Así es como se convierte una en lo que los otros quieren que una sea. Pero hay días en los que por más que queremos algo, no conseguimos estar a la altura de nuestros deseos, como si nos faltara voluntad para demostrar cuánto es que lo queremos. Es entonces cuando como casi por accidente, dejamos pasar de largo la ocasión de evidenciar todo lo buenas que éramos para el papel que nos ofrecían.
Ya para la tercera pregunta todo se sentía perdido. Con cada respuesta me convencía más de que hubiese sido mejor no comparecer a la cita. «Pero vamos, un día malo lo tiene cualquiera», decía para mis adentros y mirando a la lontananza como si no tuviese a cuatro fiscales delante de mí, escrutándome, y como si ya no valiera la pena ni siquiera mantener el eye contact como un mínimo intento por mostrar, si acaso, algo de seguridad, credibilidad o control. Pensé en las personas que admiraba y a las que sentía deberles parte de lo bueno que hay en mí como ser humano y también como profesional. Pensé que si me vieran en esos momentos estarían defraudados. Luego recordé que una de esas mismas personas a las que admiro tanto, fue la que, en otro momento de frustración, para que no fuera tan dura conmigo misma, me dijo eso de que un mal día lo tenía cualquiera. Parece poco, pero uno toma las cosas según de quien vengan. Todas las personas que admiro son maestros que han sabido ofrecerles a sus estudiantes no únicamente grandes lecciones académicas, sino también palabras de ánimo, consejos, advertencias que han hecho la diferencia en el devenir de sus vidas. Gracias a sus saberes hemos aprendido a valorar el talento y el trabajo de otros, así como hemos afinado y sofisticado nuestros propios saberes. No son santos ni santas, ni héroes ni heroínas. Son hombres y mujeres cuya valiosa labor va quedando opacada por la desgracia de que la educación se haya convertido en un negocio y que ello conlleve el que la mejor maestra ya no sea con la que más aprendes, sino con la que apruebas el curso por el que pagaste, aunque no hayas puesto el pie en el salón ni una sola vez. El mejor maestro, según esto, será el que te de las lecturas más cortas o los «exámenes de bolitas», y la mejor clase de literatura será aquella en la que no tengas que leer.
Llegado el momento final, el decisivo momento del simulacro, yo, como se habrán fijado ustedes, ya me había olvidado del porqué estaba allí. Confundí el comité con otro en el que me había presentado con mayor éxito hacía unos meses, y ahora divagaba, como quien chochea, acerca del ensayar. Cuando decidí ponerle fin a mi miseria y abandonar lo que ya estaba perdido, uno de los inquisidores hizo la última pregunta. Ya no recuerdo cuál fue, tampoco recuerdo si escribía esto para dar un consejo o para burlarme de mí. De todas formas, lo que no debemos olvidar es que un mal día lo tiene cualquiera.