La encrucijada: en riesgo nuestra infraestructura natural

 

 

Es evidente y alarmante la amenaza que se cierne sobre nuestros recursos naturales y bienes públicos. Existe una clara intención de frenar los esfuerzos diversos que en las pasadas décadas han procurado construir una especie de muro de contención que pueda soportar la embestida de sectores empresariales y financieros, cuya voracidad no tiene límites y cuyo propósito es succionar multimillonarias ganancias a costa de nuestros sistemas ecológicos y de la seguridad de toda la población. La amenaza es real y sale a flote sin disimulo desde distintos ámbitos y procedencias.

En el pasado, ese desenfreno costó la pérdida de playas y afectó las condiciones naturales de los ríos por la extracción de grava y arena. También, la destrucción de mogotes, bosques, valles y áreas de gran valor agrícola y ecológica para dar paso a la construcción de centros comerciales, urbanizaciones y a la infraestructura que la acompañan. A lo que hay que sumar la contaminación del aire, el mar, el suelo y el agua por las descargas de residuos peligrosos y tóxicos producto de los procesos manufactureros e industriales. Las consecuencias a la salud humana y de los ecosistemas está documentada. ¡Ha sido mucho el daño acumulado!

Lo anterior se complica ante el fenómeno del calentamiento del planeta y el cambio climático. Los pronósticos que anuncia el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) son alarmantes. Según su último Informe, el cambio climático es generalizado, rápido y se está intensificando. Y lo que es peor para nosotros, muchos de los cambios observados en el clima “no tienen precedentes en miles, sino en cientos de miles de años, y algunos de los cambios que ya se están produciendo, como el aumento continuo del nivel del mar, no se podrán revertir hasta dentro de varios siglos o milenios.”

Es evidente, que en los últimos siglos se han violado los límites biofísicos del Planeta con consecuencias devastadoras. Conocemos por experiencia propia lo que se advierte. Desde el 2014 al 2020, en solo 6 años, nuestro País experimentó dos sequías extremas (2014 y 2020) y dos huracanes intensos (Irma y María en 2017). Además, somos testigos de cómo en años recientes se ha estado modificando la línea de la costa y cómo se desplaza tierra adentro. Esto se ha corroborado por los datos registrados por los instrumentos científicos disponibles y que en el caso de Puerto Rico tienen información acumulada durante varios años. La pérdida de playas se observa en buena parte del litoral costero y es evidente la amenaza a las áreas residenciales y a la infraestructura construida.

Con ese cuadro, lo lógico y responsable es actuar ahora para prevenir y reducir los daños y el impacto que estos eventos están provocando y provocarán, sin duda alguna. Es lo sensato. En esa dirección es obvio que el gobierno debiera tomar la iniciativa y dirigir ese enorme esfuerzo colectivo, que requiere decisiones contundentes y urgentes de política pública y de movilización de todos los recursos de nuestra sociedad. Pero eso no está ocurriendo. Es exactamente lo contrario, a pesar de haberse aprobado la Ley 33 de 22 de mayo de 2019 conocida como Ley de Mitigación, Adaptación y Resiliencia al Cambio Climático de Puerto Rico. Peor aún, las recomendaciones del Comité de Expertos y Asesores sobre Cambio Climático, entregadas al gobernador Pedro Pierluisi el pasado 8 de octubre, que incluyen 103 cursos de acción para mitigar el cambio climático en las costas de la isla, aún espera respuesta de La Fortaleza.

La explicación a esa gran contradicción, entre lo que mandatan las políticas públicas y sus resultados reales, no es difícil y también la hemos observado en los pasados años. En efecto, se ha impuesto y ha prevalecido el afán de lucro del capital, de la banca, de los sectores empresariales vinculados a la construcción, y de aquellos que se dedican a la especulación de propiedades inmuebles. Sin embargo, el panorama ahora es de mayor gravedad por los factores mencionados.

De forma acelerada, se ha ido erosionando la capacidad de las agencias públicas vinculadas a la protección ambiental y a la planificación en general del País. Agencias como la Junta de Planificación, el Departamento de Recursos Naturales y Ambientales y la Junta de Calidad Ambiental, languidecen con menos presupuesto, personal y peritaje técnico. Que eso sea así, es intencional. Por ejemplo, en las pasadas dos décadas, al menos, el presupuesto de esas tres agencias, representan menos del 1% del presupuesto consolidado del gobierno. Pero, además, han sido “reestructuradas” y “reorganizadas” con la consecuencia de restarle importancia en el aparato gubernamental y en la política pública en general. En el balance, estas instituciones públicas se han debilitado y se han ido convirtiendo en irrelevantes en los momentos que más necesario es la defensa de los bienes públicos y la ecología del País. La situación se agrava con una Junta de Control Fiscal (JCF) que se propone de forma agresiva revisar las reglamentaciones, el Plan de Uso de Terrenos (PUT) y los planes territoriales de los municipios para flexibilizar y relajar su rigor.

A la par, y como si fuera su contraparte afín, han proliferado las leyes dirigidas a favorecer las exenciones, créditos contributivos, exclusiones, tasas preferenciales y todo tipo de instrumentos fiscales extremadamente favorables y generosos para las grandes empresas e inversionistas del exterior. Un dato, por ejemplo, que resulta alarmante y que fue revelado recientemente, tiene que ver con lo que le cuesta al erario tal paraguas de exenciones. Según la JCF, en tan solo un año, en el 2018, esa suma ascendió a $21,421 millones. Es decir, el doble del presupuesto del gobierno central. Por tanto, la lógica más sencilla dice que mientras más se favorece y se estimula al capital, a las grandes empresas y a los inversionistas externos, con más razón es un imperativo fortalecer la protección del ambiente, los recursos naturales, los bienes públicos y la planificación inteligente del País. La gran asimetría que hoy prevalece (y se ahonda), pone en grave riesgo nuestra infraestructura natural. Agresiones al ambiente y el saqueo continuo de bienes públicos, como los ocurridos en Rincón recientemente y ahora en Luquillo, se multiplicarán ante un gobierno y una Junta de Control Fiscal que lo fomenta. Esa es la encrucijada que se nos viene encima.

El autor es planificador.

Artículo anteriorEsta semana en la historia
Artículo siguienteAzerbaiyán-Ilham Aliyev: el presidente de la república más extensa del Cáucaso