Leonardo Delgado Navarro
En el 2011, le escribí este cuento a mi sobrino Alonso. Tendría diez años en ese entonces. La idea del cuento nace después de leer “Mi vida con la ola” de Paz. Años después, leyendo un libro de cuentos de Eduardo Galeano me topé con el cuento “El Bagre”. Ese día le empecé a “dar casco” al “inconsciente colectivo” de Jung que hasta ese momento me parecía pseudociencia. Aquí les dejo el cuento que escribí para Alonso.
LDN
Pescando atrapé un tiburoncito. Pequeñito de algunas 20 pulgadas. Hermoso. De un color gris tirando a verde y de ojos blancos enigmáticos. Justo cuando sacaba el anzuelo de su boca, lo miré detenidamente y percibí en ese instante que entre el tiburoncito y yo existía un pasado en común. Le miré a los ojos y pareció entenderme. Le pedí que se fuera conmigo y asintió.
Al principio fue difícil. Tenía tanques con agua por toda la casa. Lo cambiaba de uno a otro según él me iba indicando. A veces, en la mañana lo ponía en el tanque al lado de la mesa y así desayunábamos juntos; cuando me marchaba, lo dejaba en el tanque del balcón entre las papayas, el limón, y las guanábanas. Le encantaba estar allí. Siempre dejaba el radio encendido en 89.7FM, Radio Universidad, y así aprendió nuevas palabras y descubrió la música, de la cual se apasionó locamente.
Sucedió que oyendo la radio aprendió sobre una cosa llamada “Teoría de la Evolución”. Entonces, me comunicó que quería aprender a vivir fuera del agua. Propuso un extraño experimento. Cada día yo debía sacarlo del agua hasta que casi (hay que resaltar el casi) muriera de asfixia. Era su teoría que según pasara el tiempo, aguantaría más tiempo sin necesidad de volver al agua. Con mucho temor comenzamos el experimento.
Todas las mañanas lo sacaba del agua y lo dejaba afuera hasta que desfallecía. Entonces yo, muerto de miedo, lo metía al agua y lo movía colando agua por sus branquias hasta que revivía. Era tanto mi temor que aprendí a orar a los dioses del mar. Oraba fuertemente mientras lo sacudía para que respirara. Le rogaba a Mama Kalunga, a Yemayá, a Olokum que me lo devolvieran. Siempre recobró el aliento.
Así pasamos meses hasta que aquello comenzó a funcionar. Cada día tiburoncito pasaba más tiempo fuera del agua. Al cabo de un mes podía estar unas horas. Al cabo de un año, no necesitó más el agua para respirar. Entonces, se adueñó de la casa, aprendió a cambiar el radio de estación y aprendió tantas palabras que, a veces, se me hacía imposible seguirle el rastro a una conversación.
Como pasaba el día solo, se aburría, y cuando regresaba yo del trabajo me exigía que le compensara las horas de silencio que él pasó con conversaciones. En mas de una ocasión, nos amanecíamos hablando. Él estaba loco por entender la naturaleza humana. Sospecho que me volví su sujeto de estudio.
Un día, le hablé de mi niñez y lo mucho que amo la mar. Como un chiquillo, él se entusiasmó y me pidió que lo llevara a la playa. Planificamos ir temprano en la mañana, rayando el amanecer. Cuando llegamos al mar se estremeció de la emoción. El amor de él hacía el mar superaba el mío. De repente, en un ataque de pasión corrió al agua y se zambulló. Yo lo observé nadar pegado al fondo. Desde la orilla yo podía percibir su emoción. Nuevamente se encontraba con las algas, las caracolas y los peces que en un pasado fueron sus compañeros. Al rato lo vi flotando. Me estuvo cómica la forma en que lo hacía por lo que decidí meterme al agua y acompañarlo. Nadé hasta alcanzarlo. Cuando llegué a su lado estaba tieso. Se había ahogado.