Cuento: El remolque

–A Daniel Torres

Poco después del fallecimiento de mi padre, me encontraba en una librería cuando pude ver a precio especial un volumen de historias sobre diversos aviones de la Segunda Guerra Mundial. Nítidamente colocados en una lista, estaban varios aviones que de niño había armado en el interior de un remolque que mi padre había comprado para quedarnos a dormir en diferentes sitios de la isla. En aquel entonces, me había tenido que quedar a dormir en el remolque porque la Autoridad de Acueductos cortaba el servicio de aguas constantemente. Sin que yo supiera por qué realmente mi padre había comprado el remolque, me había quedado a dormir en diversos sitios que los campesinos habían habilitado para que los dueños de los remolques se quedaran allí. En el “camping” había varias tomas de luz eléctrica y de agua potable. Una niña con la que años después estudiaría en la Universidad, se me había acercado para venderme una colección de tirillas cómicas. Aunque en el interior del remolque, mi padre me había puesto a montar modelos de aviones de guerra, trataba de pasar la mayor parte del tiempo afuera del remolque en una motorita que llevábamos con nosotros todo el tiempo. Los temas de guerra no me atraían especialmente, pero las tirillas cómicas que me había vendido la niña también eran de tema bélico. Historias bien barrocas sobre el Soldado Desconocido o el Sargento Furia poblaban mis sueños. Cuando en la Universidad, me le acerqué a la niña para hacer amistad con ella, supe que se había casado a los quince años y que tenía una hija pequeña, lo que era una especie de condición para poderla conocer. Además, el “camping” de Gurabo en el que la había conocido ya había cerrado y las razones que nos habían llevado a acampar allí los veranos seguían siendo tan enigmáticas como a los diez años, cuando armé los aviones de la guerra.

Cuando me divorcié de mi esposa, a los veintitrés años, mi padre me dejó volver a la casa. Para pasar la soledad lo mejor posible, había empezado a trabajar en una librería y con el dinero que me aportaba el trabajo, había comprado un tocadiscos y varios discos de jazz. La muchacha que me había vendido las tirillas cómicas en la niñez me había llamado por teléfono varias veces, porque ella, aunque divorciada también igual que yo, consideraba que ahora estábamos en igualdad de condiciones aunque yo no hubiera tenido hijos con mi esposa. Cuánto añoré entonces aquellos ratos de la infancia en que estuve sentado en el comedor del remolque, armando un avioncito de guerra, mientras la nena me hablaba de los comics que me iba a regalar. Aunque finalmente me los vendió y no me los regaló, ahora, quince años después, me imploraba que me casara con ella aunque tuviera una hija. Me explicaban mis padres que la hija que ella había tenido con su primer marido había sido la condición que le había impuesto su familia para entrar en relaciones conmigo años después, cuando fuéramos a la Universidad.

–Tienes que entender que la niña ha hecho un esfuerzo descomunal para que la dejen llamarte por teléfono– me dijo mi madre. –Tener esa hija ha sido el requisito que se le ha impuesto. Además, tú sabes que tienes un defecto en las manos y que cualquier muchacha que te quiera debiera ser bienvenida.

–Pero tú no te casaste antes para estar con mi papá– le dije. –Tú te pudiste casar sin cumplir con un requisito así.

–No importa– dijo mi madre. –Esta vez te ama una muchacha a la que se le han puesto muchas trabas y debes honrarla.

Mi familia estaba preparada entonces para que me casara con la niña que me había vendido las tirillas bélicas. Cuando empezaron a llamar por teléfono sus amigas, con un dejo de burlas, en esas noche en que sólo y recien divorciado escuchaba jazz, mi madre deploró que hubiéramos vendido el remolque, ya que allí al menos habríamos podido mudarnos de haber tenido que casarnos. No obstante, cuando las llamadas empezaron a ser insistentes, dejé el trabajo de la librería y me preparé para terminar mis estudios universitarios, ya que casado en segundas nupcias convenía que tuviera un título universitario que me favoreciera. Sucedió algo curioso, y es que vino a verme a mi casa otra muchacha a la que le habían dejado usar el nombre de la niña para que viviera libremente en la ciudad. Fue ella, y no la niña que me vendió las tirillas, la que vino a verme en esta ocasión. Como mis padres me seguían presionando para que me casara con la primera, acepté mudarme con la otra muy cerca de una represa. Los campesinos querían que me mudara cerca de la represa, no sé por qué, y que viviera allí de una manera informal con la otra, como si viviéramos en un estado de emergencia muy parecido al que había vivido yo a los diez años, cuando arme los aviones en el remolque. De ahí que aceptara mudarme con ella de esa manera informal.

Para pasar los días de modorra en la casa informal a la que me mudé con la otra, me puse a leer sobre los aviones de guerra. Un detalle que los hacía interesantes era el hecho de que se les pintara con un óxido de chatarra, cosa de que fuera fácil romperlos cuando terminaran las hostilidades. Para recordar al Junkers Stukka, o al B–17, la gente tenían que armar modelos de plástico como los que yo montaba de pequeño. La idea de que un país pobre los heredara de un país rico era no solamente inmoral sino imposible, justamente por el hecho de que el óxido de chatarra con el que estaban pintados los carcomía rápidamente. Metido en el interior de ese apartamento informal, cercano a la represa, pensaba que la vida no era tan injusta después de todo. No solamente había tenido la oportunidad de informarme sobre los aviones que armaba, sino que estaba ahora viviendo con una muchacha que fingía ser la que me habían vendido las tirillas de guerra. Seguí viviendo allí un tiempo más, en un estado de emergencia muy parecido al que había vivido en la infancia, y la lluvia no cesaba nunca de caer.

La muchacha con la que me había mudado ahora, aunque no era la misma que tenía una hija de un primer matrimonio, empezó a negociar conmigo la separación después de tres años de informal convivencia. Quiso saber, por supuesto, en qué estado me había dejado mi primera esposa y supo que la muchacha me había heredado una cepa en una clínica de Río Piedras. A la que estaba conmigo le habría bastado estar casada para que la clínica le cediera el embrión, pero a la larga no tuvo ni siquiera que casarse conmigo para que la dejaran ser la madre. Al parecer, la que me había vendido las tirillas había llegado a negociar con mi exmujer. Como había accecido a estar con la que usaba su nombre, no tuvo que insistir mucho para que mi exmujer le cediera la cepa a la que estaba conmigo. Para ser la madre de mi hijo, no tuvo que casarse conmigo.

El niño nació en el mismo hospital en el que yo nací. Igual que yo, tenía un defecto en la mano que impresionaba tremendamente a la nueva madre. Las condiciones para separarnos habían sido esas, que la dejara con el niño, sola, en el mismo apartamento informal en el que vivimos tres años. Felizmente, los campesinos construyeron una casa de cemento en el mismo sitio, que es donde vive mi hijo en la actualidad. Pronto regresé a mi casa para lamentarme de mi soledad. Si bien por un lado las mujeres eran justas conmigo, faltaba afecto en nuestras relaciones. La racionalidad de nuestro trato era producto de años de injusticia. Ahora que en la librería tenía la oportunidad de saber lo que había pasado con los aviones que armaba, y que sabía que estaban casi todos oxidados o inexistentes, pensaba no obstante que la vida había llegado a ser justa a un precio elevado para nuestros sentimientos. De cualquier manera, prefería el presente estado de vida más que cualquier otro estado de vida en otra época histórica de la Humanidad.

Poco a poco supe cada vez menos de la niña que me vendía las tirillas cómicas. La muchacha que usaba su nombre, madre de mi hijo ahora, me hablaba vagamente de su hija y todo parecía indicar que vivía lejos de mi vida. Jamás supe quién podría haber sido ella realmente, ni quiénes sus familiares. Un extraño dejo de sequedad en la garganta me decía que nuestra relación no era amorosa, sino forzada por las circunstancias. Eso me apenaba, aunque ahora en mi nueva vida hubiera podido conseguir de nuevo un tocadiscos para oir mis discos de jazz. Pensaba constantemente en los aviones de guerra. Me estaba aprendiendo de memoria sus historias, y no había uno solo de los que yo había armado, que no estuviera en la lista de artículos que conseguí después.

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