Lo que no se toca con las manos según el escultor Omar Ortiz

Especial para En Rojo

 

Mario Benedetti, en su poema Asunción de ti, escribe: “He conservado intacto tu paisaje, pero no sé hasta dónde queda intacto sin ti.” Se contrapone la presencia y la ausencia, hasta que lo ausente se presenta, se vuelve tan importante como lo que se encuentra ahí, tangible, a la mano. Por un instante se completa el vacío, sentimos lo esencial, la presencia de la ausencia que plasma la obra de Omar Ortiz.

En la entrada de su hogar en San Sebastián, frente a la escalera, hay un busto del poeta, hecho por su mano. Desde allí, en la escarpada colina, se ve la cordillera, el gigante dormido, y todo el verdor circundante. Nace en 1971 en Nueva York, y al mes de su nacimiento sus padres, quienes habían sido parte de la diáspora puertorriqueña de los cincuentas, deciden volver a la isla.

Su taller se desplaza entre espacios abiertos y cerrados, se desborda y fluye entre cuartos hasta el espacio bajo su hogar. Por un lado, la obra en potencia: la piedra recinto, volcánica, oscura y porosa, traída desde Méjico como modo de conectar sus obras a la tierra latinoamericana, de hacer presente la importancia del material. El acero inoxidable, el bronce y la madera se contraponen a la fuerza dialéctica de transformación: los martillos, las gubias, los cinceles, los moldes, la prensa, el cortador de plasma.

Para 1990 ingresa en la Escuela de Artes Plásticas del Instituto de Cultura Puertorriqueña, concentrado en la obra gráfica. Pero allí descubre su inclinación por la expresión física en tres dimensiones, por la escultura, y se desarrolla bajo la tutela de quien sería su máximo maestro, Rafael López del Campo. Hoy Omar Ortiz es heredero de su tradición escultórica. López del Campo se ve en sus contornos, en sus líneas, en la nitidez de su obra. Se entendían en su amor al campo, a la tierra, al verdor que les rodeaba desde pequeños. A su vez, fue discípulo de Andrés Sierra Pagán, escultor barranquiteño. Recuerda cuando Sierra Pagán dibujó un árbol de gran copa en la pizarra, preguntándole, “Omar, usted que también es como yo, ¿alguna vez ha visto algo grande crecer bajo un árbol así?” “No, profesor.” respondió Ortiz “Siempre debemos recordar eso.”, notó Sierra Pagán, puntualizando la honestidad propia, el enfrentarse al sol.

Subimos la escalera y, al abrir la puerta, vemos las formas, numerosas, inequívocas de la historia del arte puertorriqueño. Las obras cubren las paredes de manera elegante y se erige estatuaria a nuestro alrededor. Nos acercamos a la estantería, y estamos frente a Múcaro hoja. El acero inoxidable de este plasma el ave nocturna, pero la abstrae a su esencia, rememorando una hoja caída, perchada de manera precisa en el extremo de la base. Como en la concepción taína, es el “depredador que piensa”, pero también el que había robado plumas a todas las aves para vestirse. A su vez, la figura del múcaro denota un acto de reverencia ante López del Campo, quien trabajaba la imagen.

“Es tan importante lo que falta como lo que está.”, dice el escultor. El instante de cómo funciona la mirada; en ese espacio de lo no representado, se impregna lo propio, y por un instante, se rompen las leyes del universo. Ortiz trata que no toquen el suelo, buscando que cuestionemos, ya sea por un instante, si la obra flota. A su lado se posa el boceto para un monumento al escritor Enrique Laguerre; un busto elevado tras un azar de crucigrama con los títulos de sus obras literarias, en el que se pierde el soporte; levita sobre nosotros. “Nosotros nos manejamos bajo las leyes físicas, ellos (nuestros hombres y mujeres ilustres) no. Trascienden desde que estuvieron aquí.” comenta el artista. Recuerda a la virtud Confuciana del “Xiao”, que destaca la reverencia desde la humildad, el aceptar y venerar a aquellos que han estado por encima de nosotros. Ortiz busca elevar la representación de próceres, en su sentido pleno, a otro plano, porque plasmar su grandeza es materializar lo intangible.

En el 2005, Omar Ortiz crea un monumento que parte desde la reverencia: El monumento a Eugenio María de Hostos en su “Gesta Itinerante”, situada frente al Museo de Hostos en Mayagüez. Hostos no nos mira, se encuentra de espaldas a nuestra mirada, situando barcos de papel (elaborados en bronce) sobre el mapa de las Américas, en cada lugar donde difundió sus ideas. “Él es el maestro,” nos dice “él está frente a la pizarra, nosotros tenemos que mirarlo a él.” El barco de papel no viaja, pero las ideas se diseminan sobre este. Es una composición literaria, que nos plasma la vida, sus viajes, su influencia, su razón de ser “El Ciudadano de las Américas”. Se exalta eso que no se toca con las manos: las ideas. “El lenguaje del Hostos es el lenguaje que yo he tratado de perimetrar en todo lo que he hecho.” dice Ortiz.

El primar la idea y su capacidad de maravillarse constantemente le permite apreciar lo bello de lo cotidiano. Sus Mariposas utilizan de manera simbólica la forma de la pieza mecánica, la tuerca que, mediante sus dos pestañas, permite ser aflojada y ajustada con la mano. El vuelo que parte de las manos, la creación misma en la metamorfosis del material, de la idea a la obra, de lo intangible a lo tangible. En su taller, una de estas, de tamaño monumental, descansa sobre su costado en un soporte de madera. Se conectan de manera sutil, imperceptible. El aleteo de las mariposas envuelve a Torso de Mujer, obra conjunta entre él y López del Campo póstumamente, del quien, luego de fenecido, salva de su taller una escultura incompleta, un torso en guayacán, que completa en honor, deuda y herencia de su maestro.

Lo básico se sobrepone a una estética mayor, hay un intercambio entre el metal, la madera, la piedra, donde se mimetiza la naturaleza. La opacidad de la tierra, la brillantez de los astros. Hay algo primitivo, primal de manera más acertada, que captura lo intrínseco de lo que representa: el viento del aleteo de las garzas, la curvatura del brinco parabólico del sapo, la serenidad y protección de la paloma en su nido. A su vez, hay tensión entre las fuerzas: el diseño y su consecuencia gravitacional, la soledad del trabajo escultórico y la estructura de soporte, lo lustre y lo opaco.

Al fondo de su sala hay una escultura. Nos paramos frente a ella y subimos la mirada “Este es el David Negro” comenta Ortiz “Son los Proverbios del África Negra. Su cuerpo está escrito con los proverbios que heredamos sin saberlo.” El David se suspende sobre una caja de acrílico transparente, que guarda versos bíblicos, cadenas, un carimbo entre otros símbolos. Pero el David se eleva sobre todo ello, hay un despegue, una ausencia de conexión directa que se presencia en su lejanía, y una presencia que se ha ausentado. Mira por encima de todo sin mirar a nadie. En su pecho tiene escrito “Puesto que el corazón no es rodilla, no es lógico que se doble.” y Benedetti, en su poema Incitación, plasma un verso: “En el muro quedan los tatuajes del juego, el tiempo camina, pero no me doblego.” Y Omar Ortiz no se doblega.

 

 

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