La onda expansiva

Reproducido de la página de FB de Rafah Acevdo

La Onda Expansiva fue una reunión de tres generaciones de poetas (1970-2000) organizada por Aurea María Sotomayor, Vanessa Droz y José Luis Vega, del 17 al 22 de marzo. Se trató de un proyecto de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española con la colaboración de Humanidades Puerto Rico. Ofrecemos a los lectores dos testimonios sobre la creación poética de la autoría de John Torres (Undead) y Eddie Ortiz-González (Estrategias de combate)

POESÍA PUERTORRIQUEÑA

1970-2000

John Torres

La poesía comenzó como un juego en mi, me movía el ejercicio lúdico, la deformación de la forma y el sentido. Desde la imaginación desbordada, insistía en la búsqueda de comunicarme con lo inasible, con el espíritu, con el archivo de las voces, desde la heterogeneidad del ser. Inspirado por corrientes como el simbolismo, el dadaísmo y el surrealismo, navegué felizmente, suspendiendo la realidad y sus crudezas como en un juego de infancia que me llevaba a ese allí que no es un lugar más allá del placer. Los poetas me guiaron hacia una escritura que sondaba lo desconocido como las lejanas prácticas espiritistas de mis padres.

Con el tiempo y nuevos referentes y experiencias vividas me movió el deseo de usar la forma y los quiebres para explorar el sentido desde una escritura urgente, donde forma y sentido libraran duelo, como poseídos por las lenguas polvorientas de los pecadores. Armando y desarmando el lenguaje que nos amenaza como diría Lezama. La poesía cambió mi vida. Aprendí a renunciar a las convenciones y las conveniencias. Pedro Pietri me enseñó a renunciar un día en que me sentía demasiado feliz para ir al trabajo. Aunque pronto me di cuenta de mi error, y un amigo poeta, Julio César, me aconsejó regresar a mi empleo como si nada hubiese pasado. Llevé una libra de pan como señuelo, y funcionó por un tiempo, gracias a la confusión pasajera pude cobrar unas quincenas. Esa fue la lección de Pietri: la poesía es la reinvención del fracaso, la revancha de los nerdos, una ciudad nueva para los parias, de esa que escribe Pepe Liboy, el poeta que escribe cuentos.

Recuerdo a Lizza Fernanda decir sobre mi poesía que no recordaba a otro escritor tan interesado en el tema de la muerte desde la generación del setenta. Me pareció bien eso, pensar la muerte en colectivo, porque hay gente que piensa que uno se muere solo, sin ver que todos nos estamos muriendo.

Busqué en Google «onda expansiva» y encontré el horror de Gaza, la onda expansiva del imperialismo. Recordé la explosión del Humberto Vidal de Río Piedras, los muertos derramados por el viento en la plaza fueron treinta y tres, los huesos caían pesadamente, cuando todo era huesos revestidos de fuego. Recordé los miles de muertos tras Maria. Recordé mi infancia en las parcelas Falú. Las detonaciones cotidianas de aquellos tiempos y sus reverberos. Las balas perdidas que encontraban un hogar tras el techo de zinc de nuestra casita, las historias de detectives que mis tíos contaban, la música, las canciones, las despedidas, los silencios. Recuerdo a mis padres, él dijo adiós en calma y ella se nos fué de prisa. Las veces que he estado al borde de volver a verlos.

La poesía destila y reinventa todo, las arañas de luz, las puertas de escape sin salida, los sonidos, las formas, los romances químicos, los apagones, la falta de aliento, de signos vitales, el estar de vuelta, los colores de la muerte en las aceras regresan como un torrente que lo arropa todo cuando menos lo esperas. Recuerdo la explosión de la cocina en la que trabajaba que casi me mata, la muerte instantánea de quien me salvó. Recuerdo el asombro fúnebre dibujado en sus ojos después de muerto, y yo tampoco lo creía, era mi espanto dibujado en el rostro de otro que ya no estaba, uno nunca está sin el otro. Recuerdo una lenta multitud de personas perplejas, y me vi sordo y aturdido tras la onda expansiva del propano en llamas, una ola de presión que se propaga rápidamente desde el punto de la explosión, causando daños estructurales y lesiones neurofisiológicas que para que les cuento. Recuerdo a la buena amiga que me contó que la noche anterior tuvo que intervenir porque me había metido con gente que no debía, y me abrazó como nos abrazamos en los adioses, como diría Gamoneda, como queriendo que exista un poco de justicia en nuestro corazón.

Escribir es una deuda con el destino me dijo la poeta Lilliana Ramos. He perseguido el poema porque se que a mí no me fue mal, ni el gas ni el fuego ni las balas de la infancia lograron cegarme la voz. A otros que crecieron conmigo sí, y los recuerdo. Otros que no murieron son como fantasmas, aunque he vuelto a hablar con ellos no estoy seguro de que sigan vivos. Escribo desde los mellow breakdowns, ante las partidas de los amigos partidos. Aquí todos se han vuelto rotos, las despedidas tienen los ojos quebrados y el hocico partido, hasta el mas feo es un agujero negro que no toca fondo. El tiempo ya no está del lado del corazón. Ya no podremos escribir tonterías para decir que uno hace algo sin decir nada. La poesía es el arte de guardar silencio, por eso el contrasentido, porque también la luz está de tu lado, y para colmo me lo reprochas.

La escritura deviene de la pluralidad de nuestros cuerpos en crisis, de la disonancia de sus voces, desde nuestras islas todas, las alegóricas y las precarias, islas cicatrizadas por la sal de sus mares. En fin, si abrazo mis voces me caigo en pedazos, pero son nuestros pedazos. Como si la aflicción fuese una ficción que ocupa todos los mundos al mismo tiempo, una irrealizable adicción por lo numinoso, un gesto único que pueda separar lo uno de lo meramente relativo, lo perfecto y sumo, de uno de sus grados, de sus formas de nombrar la muerte.

Parafraseando a Angela Maria, a Nemir, a Vanessa, a Aurea, a Che, a Nestor, escribimos por nuestros muertos, porque los escuchamos, porque he a visto a Susan hablar con ellos, porque estamos vivos.

_____

La Onda Expansiva

POESÍA PUERTORRIQUEÑA

1970-2000

Eddie Ortiz-González

 

Informe a la Academia

(para Ana Marina y Eduardo, ambos amor y norte)

 A la memoria de Mara Negrón, de Fernando Cros.

 

He perseguido el poema. Debajo de un camión en un taller de mecánica, deshojando matas, cortando paneles con acetileno o cortadora de plasma. He logrado vislumbrarlo en medio de tareas repetitivas que no conducen a otra cosa que a los nùmeros de producción. Con las manos cansadas de tanto movimiento, con el embotamiento del sujeto al final de la jornada de trabajo. He logrado vislumbrar el poema. He logrado rozar la belleza.

Recuerdo a ese joven, el ímpetu vital conque prometía devorar libros y mundo. Por aquel entonces escribí un primer manuscrito titulado Requiem. Poemas insufribles. Es por ese momento ahì, que asomo a la apertura al mundo a raíz del descubrimiento y lectura obsesa de Lezama, quien todavía me acompaña en una foto enmarcada, allí en el pequeño studio en el que vivo.

Pero hubo otro más joven. Ese, el de la escuela superior, la vocacional Miguel Such y la profesora Hernández. Algunas tardes coincidíamos en la AMA de regreso luego de la escuela. Fue a ella a quien mostré mis primeros poemas, y con ella conocí a Julia de Burgos, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni. Ese joven, que acostumbrara caminar por la Barbosa hasta el terminal de Capetillo, comenzó a desviarse hacia la UPR por la entrada de Estudios Generales hacia el portón de Pedagogía primero, luego el del Camino Real. El roce con la belleza estaba ahí. El ojo comienza a discernir la presencia con el mundo.

De la mano de Lezama, llego a Darío, a Cavafis. De la mano de Cavafis, a Borges, Pessoa, Mallarmé, Rimbaud, Verlaine, William Carlos Williams, Ezra Pound, T.S. Eliot, Emily Dickinson, Wyston Hugh Auden. Ché Meléndes, Luz Ivonne Ochart, Marina Arzola, Ánjelamaría Dávila, Vanessa Droz, Evaristo Ribera Chevremont, Salvador Arana Soto, Manuel Ramos Otero, Roberto Net Carlo, Aguinaldo 1984, con Nora Dávila, Servando Echandía, Sofía Irene Cardona, Carlos Alberty. La biblioteca crece. El cubano Arcocha, el peruano Emilio Adolfo Westphalen, el mexicano Cardoza y Aragón, entre otros, me guiaron por una escritura supurante que lindara con lo esquizo. La revisión de Requiem pasa a llamarse La casa de las estaciones, que permanece inédito. Pero, aún.

El descubrimiento del psicoanálisis se convirtió en una segunda apertura a la que ya vislumbrara el mundo. Por aquellos días comencé sesiones en las que terminaba volcado en lectura y texto, lo que siempre agradezco a Otto Berdiel. Gracias a su silencio siempre oportuno, comencé a descubrir y entender que el poema, como el psicoanalista, habla justo cuando calla. Encontré en la mot juste el equivalente en la forma y entrenamiento marcial. Ché Meléndes, el regreso obseso a Pound, fueron y siguen siendo una refefencia indiscutible.

Como también lo han sido, entre muchos, Juan Gelman y Watanabe, mentores ambos de dos heterónimos de los varios que tengo presentes en mi escritura, y hermanados por un sólo nombre: Hiroshi Akatagawa. El primer Akatagawa surge por aquellos dos o tres años antes del cierre de La Tertulia, el segundo tras el cierre.

Todo este periplo para decir que cada día, insisto en la belleza a pesar del horror. Que tengo compañeros de labor que preguntan por qué llegué allí y no a otro lugar, que hacen lo posible por entender las cosas que hablo, y que, por ese tratar de entender, escucho la belleza, palpo la belleza.          El poema late ahí donde lo difícil y rutinario toman lugar. El poema es el aún, el a pesar de eso. A pesar de este uniforme de trabajo que no pocas veces deja de sentirse como uniforme de recluso, y que cuando me miro en el espejo, no pocas veces me humilla. No puedo aquí jactarme de becas, premios y menciones, así como tampoco burlarme de quienes lo hayan logrado. Tampoco ha sido esa mi meta. Agradezco el privilegio de estar sentado en esta mesa. No estoy donde habría querido estar, pero donde estoy, en la penumbra que colma, susurro este verso de Borges:

A los otros les queda el universo;
a mi penumbra, el hábito del verso.

 

Guaynabo, 12 de marzo de 2025

 

 

Artículo anteriorReescribir la historia desde la derecha
Artículo siguienteLo que no se toca con las manos según el escultor Omar Ortiz