Claro de poesía-La piedra alada

 

Especial para En Rojo

Entre los enormes poetas de referencia que ha dado el Perú, José Watanabe (1946-2007) es una especie de planeta exógeno. Su producción poética está lo suficientemente alejada de las tormentas del astro Vallejo como para deslumbrar con fulgor propio, pero en ella encontramos las condiciones que hicieron de la de aquel territorio fecundo para la poesía que pervive. A la obra poética de Watanabe se regresa como a los lugares en que se ha vivido un hecho singular. Hablo de una escritura que parte de una imagen o arquetipo para desde allí dar forma a esa casa de la justeza que es el poema levantado para dejar resaca en la memoria lectora. Watanabe publicó su primer libro: Álbum de familia, en 1971; en 1989 apareció El huso de la palabra, el que lo encumbró entre los más grandes poetas de nuestra América. Con todo, yo me quedo con los textos de uno de sus últimos libros: La piedra alada, de 2005, escritos cuando ya el cáncer le pasaba factura y su sensibilidad poética se afinaba hasta alcanzar la perfección.

 

La piedra del río

 

Donde el río se remansaba para los muchachos

se elevaba una piedra.

No le viste ninguna otra forma:

solo era piedra, grande y anodina.

 

Cuando salíamos del agua turbia

trepábamos en ella como lagartijas. Sucedía entonces

algo extraño:

el barro seco en nuestra piel

acercaba todo nuestro cuerpo al paisaje:

el paisaje era de barro.

En ese momento

la piedra no era impermeable ni dura:

era el lomo de una gran madre

que acechaba camarones en el río. Ay poeta,

otra vez la tentación

de una inútil metáfora. La piedra

era piedra

y así se bastaba. No era madre. Y sé que ahora

asume su responsabilidad: nos guarda

en su impenetrable intimidad.

 

Mi madre, en cambio, ha muerto

y está desatendida de nosotros.

 

 La piedra alada

 

El pelícano, herido, se alejó del mar

y vino a morir

sobre esta breve piedra del desierto.

Buscó,

durante algunos días, una dignidad

para su postura final:

acabó como el bello movimiento congelado

de una danza.

 

Su carne todavía agónica

empezó a ser devorada por prolijas alimañas, y sus

huesos

blancos y leves

resbalaron y se dispersaron en la arena.

Extrañamente

en el lomo de la piedra persistió una de sus alas,

sus gelatinosos tendones se secaron

y se adhirieron

a la piedra

como si fueran un cuerpo.

 

Durante varios días

el viento marino

batió inútilmente el ala, batió sin entender

que podemos imaginar un ave, la más bella,

pero no hacerla volar.

 

El vado

Si vas por la playa donde se vadea el río

verás,

plantadas en el limo,

largas varas de eucalipto. Están allí

para los caminantes que van a la otra ribera.

Una será tu cayado:

con ella tantearás, sin riesgo, un camino

entre las aguas turbias

y las piedras de resbaloso musgo.

Cuida de dejar hundida la vara

con gratitud

en la otra orilla: otro viene:

acaso mi padre

que en las tierras amarillas busca sandías silvestres,

acaso yo

que regreso, retrasado y viejo,

mirando ansioso mi pueblo que detrás del río

ondula o se difumina en el vaho solar.

Allí,

según costumbre, sembraron mi ombligo

entre la juntura de dos adobes

para que yo tuviera patria.

 

Deja el cayado clavado en el limo.

 

Simeón, el estilita

 

Hagámosle caso a Simeón, oigamos

sus consejos, sus prédicas, sus advertencias

porque nos habla desde un sitio perfecto.

La sabiduría

consiste en encontrar el sitio desde el cual hablar.

 

Simeón nos habla desde lo alto de una columna

de piedra marmórea

que ha tallado

y plantado en medio del desierto.

 

No está, pues, ni en el cielo ni en la tierra.

Arriba, en el cielo,

vuelan los ángeles de ojos blancos

con sus pensamientos purísimos que

ninguna pasión humana agita

o enturbia.

 

Cuando Simeón baja la mirada a tierra

ve a los peregrinos

rodeando la base de su elevada columna, esperando

ansiosos

su palabra.

Observa tristemente

esos rostros demasiado afectados

por la inevitable vulgaridad de la vida terrestre, y luego

habla

y su palabra

es un fragor llameante que funde ángeles y rampantes.

 

 

 

 

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