De San Mateo a Santurce un paso no es: Sobre un libro de crónicas santurcinas

Soy de la Isla: esta escueta declaración sonará para una persona que no sea de Puerto Rico tautológica, en el mejor de los casos, y en el peor, tonta. Pero para los boricuas sonará sensata, aunque quizás sorpresiva; con ella claramente establezco que no nací en San Juan. Por esa razón tengo que hacer un esfuerzo mental para entender las paradas – la Once, la Diecinueve, la Veintidós – como hitos significativos a lo largo de la Avenida Ponce de León. Por ello mismo tengo que pensar dos veces cuando se menciona el nombre de un barrio: Alto del Cabro, Tras Talleres, Cantera. En fin, que como soy de la Isla y como no he vivido por largos años en la capital, su geografía no se me da con facilidad. Eso sí, tengo bien claro la diferencia entre ser de los Cangrejeros o de los Senadores: eso me lo inculcó desde muy temprano mi padre que era ávido aficionado al beisbol.

Quizás por esa misma razón leí el hermoso libro recopilado por Armindo Núñez Miranda, Santurce y 8 crónicas de viaje (San Juan, Museo de Arte Contemporáneos de Puerto Rico, 2018), con ojos algo diferentes a los que lo hubiese leído alguien que ha vivido desde niño en ese fascinante mundo que estos ocho cronistas y un planificador urbano y arquitecto parcialmente recrean. Aquí el adverbio – parcialmente – es de suma importancia ya que estas, como buenas crónicas, sólo intentan reconstruir aspectos específicos y limitados de esa compleja realidad urbana. Por el contrario, el epílogo del libro – un excelente ensayo de Edwin Quiles Rodríguez, el susodicho planificador y arquitecto – es el texto más abarcador del libro porque su propósito no es crear una crónica a partir una escena específica y particular de la vida en Santurce sino darnos una breve pero precisa historia del proceso urbanístico de la ciudad usando una avenida, la Ponce de León, como metáfora para así hacerlo. Este libro, pues, termina con una visión englobante de Santurce, pero su cuerpo lo componen textos que tienen como propósito enfocarse sólo en rasgos muy específicos de esa realidad urbana.

La introducción de Núñez Miranda es, también y en parte, una crónica ya que nos presenta su recuerdo del Santurce que conoció con su madre en su infancia. Pero su texto es, como debe ser, puerta o preámbulo a todo el libro. Por ello, en esas páginas introductorias este advierte a los lectores que “[l]a crónica como género periodístico es uno ambiguo” (11). Esa breve aclaración nos indica de manera indirecta que los ocho textos que componen el cuerpo del libro no son ni tienen que ser parecidos, pues la ambigüedad es uno de sus rasgos y aquí se es ambiguo de maneras distintas. El lector se dará cuenta de inmediato que los autores de estas crónicas tienen finalidades muy diversas – aunque todos ofrecen retratos parciales de la realidad santurcina – y adoptan, para así hacerlo, estilos muy diferentes. Marcadas son las diferencias, por ejemplo, entre el texto de lenguaje neobarroco de Manuel Clavell Carrasquillo y el de Carla Cavina Meléndez, texto, este segundo, compuesto con breves oraciones de sintaxis escueta y que, por la longitud del texto, llega a cansar, contrario a lo que ocurre, paradójicamente, con el de sintaxis convoluta de Clavell, texto que siempre nos fuerza a mantenernos alertas, dados los cambios lingüísticos y las vueltas y revueltas de su sintaxis juguetona. Apunto aquí a los dos casos extremos de las crónicas recogidas en el libro, pero hay que recalcar, primero, que en general estas crónicas emplean un estilo cuya finalidad es ser comunicativo –en ese sentido el texto de Clavell rompe con la norma– y, segundo, que más que por su estilo es por su contenido que nos importan ahora estos textos.

La mayoría de estos tiene como foco a personajes marginados que habitan barrios pobres de la ciudad. En ese sentido la crónica más característica del libro –y, para mí, la más lograda– es la primera, la de Luis Trelles Hernández. En la misma el narrador/personaje intenta seguir por un día a un adicto a heroína que recoge objetos de metal para venderlos y así ganar dinero para satisfacer su necesidad, para “curarse”. Esta crónica es ejemplar ya que tiene una estructura narrativa que mantiene la atención de los lectores. Como Núñez Miranda establece claramente en su introducción, la crónica es ambigua porque no sólo es un reportaje periodístico, sino porque se vale, en mayor o menor grado, de diversos elementos literarios, particularmente de los narrativos. Por ello la crónica es pariente cercana del cuento. Y Trelles Hernández maneja los elementos narrativos de manera ejemplar, especialmente al darle a su texto un final de sorpresa.

En otras de las crónicas aquí incluidas se produce un texto ejemplar dentro de los parámetros del género sin llegar a tener esta una estructura que se asemeje al cuento, tan obviamente como en el caso ya mencionado. Otras de estas quedan abiertas en un sentido narrativo o se crea una estructura cerrada por medio de una epígrafe que sirve de estribillo, como es el caso de “Monta mi guagua” de Laura Moscoso Candela, quien se vale muy hábilmente de los versos de una plena para crear una muy coherente estructura textual para su crónica. En fin, las ocho crónicas que aquí se incluyen sirven para demostrar una vez más que este es un género ambiguo por la variedad de recursos literarios de los que se vale.

Pero si estas ocho piezas son distintas por su estructura son semejantes y coherentes por su temática: todas ofrecen un pequeño cuadro de Santurce. Estilo y temática se dan aquí la mano, a pesar de las diferencias en los textos porque Santurce tiene un carácter de ambigüedad e hibridez que, paradójicamente sirve en este caso para darle unidad al libro.

La historia misma de este que fue originalmente poblado de negros libertos, San Mateo de Cangrejos, y que se convirtió en una barrio capitalino que lleva por nombre el de un pueblo vecino a la ciudad de Bilbao así lo confirma. La problemática transformación de San Mateo a Santurce se debió a Pablo Ubarri, un emigrante vasco incondicional al gobierno español en la Isla que se hizo rico con la especulación de terrenos y la construcción del tranvía que conectaba a San Juan con Río Piedras. (De ahí las paradas que nunca he llegado a dominar con seguridad.) El rico señor Ubarri compró un título nobiliario y se convirtió en el Marqués de Santurce, porque venía del Santurce vasco, venía de Santurzi. (Me aclara mi mejor y más querido informante bilbaíno que Santurzi es una derivación de san Jorge y que hay otros poblados en España con tan increíble transformación etimológica en su nombre: de Jorge a Turci un paso es, aunque no lo parezca.) El título nobiliario de don Pablo, pues, aunque se refiere al pueblo vizcaíno y no al barrio sanjuanero, es contradictorio pues engarza de manera violenta o contradictoria el título de marqués con una localidad pueblerina o, mejor, popular. Así es porque cuando en nuestra historia hablamos del Marqués de Santurce, obviamente pensamos en nuestro Santurce, no en el vizcaíno. Es que el nuestro, a pesar de tener su parte aristocrática en Miramar, es y ha sido siempre un barrio popular, populachero para algunos, que tiene sus orígenes en habitantes pobres, especialmente en los negros libertos que lo fundaron, y hasta tiene como símbolo un ordinario y hasta vulgar crustáceo, no un heráldico león, como la señorial ciudad de Ponce., ni un amenazante tiburón como mi pueblo.

Por ello mismo, por ser Santurce popular o hasta populachero, las crónicas que componen este libro se enfocan principalmente en seres marginados que van desde el adicto que recogen objetos de metales por las calles hasta los gais que por una noche, la del 31 de octubre, la noche de Halloween, se hacen dueños de diversas calles santurcinas. Estas crónicas por necesidad tienen que ofrecer cuadros muy parciales de esa realidad, aunque alguna, como la de Moscoso Candela, nos brinda uno más amplio valiéndose de un viaje en guagua. Pero por definición, la crónica es parcial; tiene que serlo. Por ello no podemos decir que Santurce y 8 crónicas de viaje nos dé un retrato completo o abarcador de este gran barrio capitalino. Pero no se le pide a un libro de crónicas que lo dé; no tiene que dar tal amplio cuadro.

Pero ese mismo rasgo –la limitada imagen que se ofrece si exceptuamos el ensayo de Quiles– nos deja con las ganas de otras crónicas más que nos ofrezcan distintas imágenes de Santurce. Para mí, el gran hueco del libro es la ausencia de una que retrate Miramar. Se entiende esa gran ausencia si se recuerda que estos cronistas tienen como objetivo o interés principal a los personajes marginados y, por ello, ponen su atención en secciones pobres del barrio. Pero creo que alguna otra cronista, siguiendo, si quiere, el ejemplo de la mexicana Guadalupe Loaeza en Las niñas bien (1988) y Las reinas de Polanco (1986), entre otros textos suyos, podría muy efectivamente darnos una excelente crónica de las doñitas de Miramar, una crónica que puede ser crítica y ambigua aunque trate de personajes de una clase social económicamente privilegiada. Magali García Ramis sería la candidata ideal para escribir esa crónica, como Luis Negrón sería el idóneo para darnos otra de la comunidad dominicana que hoy puebla gran parte de Santurce. (Me imagino cuán deleitoso sería leer una crónica de Negrón sobre “La Grilla”; ya me regusto sin que exista el texto.) Luis Rafael Sánchez, Ana Lydia Vega, Edgardo Rodríguez Juliá y Ana Teresa Toro, entre otros, se podrían añadir a la lista de posibles cronistas para ese otro libro todavía inexistente sobre Santurce. Hay muchas otras posibilidades de ampliar este excelente libro o de producir otro con más crónicas santurcinas.

En el fondo, lo que apunto es que Santurce y 8 crónicas de viaje, esta excelente recopilación de crónicas hecha por Armindo Núñez Miranda, cumple a cabalidad su función. La prueba está en que nos quedamos con ganas de más y más crónicas que sigan componiendo un gran cuadro de Santurce. Este libro nos ofrece un excelente comienzo. Roguémosle al que me imagino tiene que ser el verdadero santo patrón de Santurce – el inexistente san Turce y no el histórico san Mateo, ni el etimológico san Jorge – para que tengamos pronto ese otro libro tan excelente como este, este que me ha dejado con muchas ganas de leer más crónicas santurcinas.

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