Especial para En Rojo
«siempre se escribe para un fantasma
para una cuenta pendiente y oculta
para un fantasma íntimo y secreto
su presencia hace a los poetas»
―Juana Bignozzi
Nunca me gustaron demasiado las historias de fantasmas, al menos eso me dije a mí misma durante años. No obstante, con el tiempo, me di cuenta de que formo parte de una larga tradición que, aunque no cae bajo el sedoso género gótico con sus tenebrosas mansiones y enigmáticos personajes, bien podrían ser historias de miedo: terror al apego, terror a la transparencia, terror al compromiso, la retahíla de hombres indisponibles emocionalmente que ahora observo sobre un estante como soldaditos de plomo en mi apartamento de soltera. No pretendo cosificarlos como hacen algunos con nosotras, ni escribo desde el desdén: simplemente enebro un relato fantasmal, embelleciendo y atenebrando el local, como la institutriz de Otra vuelta de tuerca de Henry James [1898].
Empujo la puerta de cristal y salgo del establecimiento. Me adentro al vaho callejero. Sé que lloverá y al rato, en efecto, llega la cola del huracán veraniego, Beryl, primero con inocentes gotas y luego con vehemencia y viento. En el auto me voy haciendo camino, acelerando lento y divagando entre los miles de carriles de la de Diego con las luces dilucidando tímidamente el asfalto. No hay muchos otros carros en la calle, ni faroles funcionales. Me siento la heroína al principio de una obra de misterio, atravesando la neblina a solas, abriéndome paso en la oscuridad con curiosidad, inocencia y brío.
Abro la puerta de madera de mi apartamento y ella cruje al son de la tormenta que incrementa a nuestro alrededor. Sonrío a mi gato. Por fin perdí el miedo a los fantasmas al percatarme de que me he rodeado de algunos, no sólo como heredera por la línea paterna de ciertos conceptos del Evangelio según los espíritus de Allan Kardek, sino también de amigos inestables, muchas veces fuera de sí: espectros que parecen estar a mi lado, conmigo en el plano físico, pero que al final pululan su propio mundo. Esas relaciones sexoafectivas, esos apegos desapegados e inestables conforman una historia fantasmal que cuento, a pedazos, esta noche lluviosa, no al calor del fuego, sino bajo la tenue de una lámpara anaranjada; no rodeada de un público a la historia de fantasmas de la mansión Bly, sino de ejemplares, testigos silentes de una historia perfectamente anodina que comparto con centenares de predecesoras.
Contrario a los fantasmas que logramos espantar con rezos, con el poder de la mente y con mantras, estos otros se espantan con deseos de compromiso y ternura. Ahuyentados, desaparecen como los seres que de vez en cuando invaden nuestros hogares para abrir y cerrar gavetas, dejar símbolos y alusiones de quienes eran en otra vida sin mostrarse de frente, evitando la comunicación directa. Al soltar los tacones en el zapatero me pregunto si alguna vez los demás me vieron hablando sola en público en lugar de verme hablar con mis exparejas, como aquella otra escena en Otra vuelta de tuerca, donde la niña Flora aparenta hablar con quien resulta ser, en apariencia, el fantasma de la señorita Jessel. Recuerdo y rebobino diferentes salidas y encuentros: ¿qué habrá sido tacto? ¿Qué habrá sido sueño?
Pienso en esta cita del filósofo español Paul B. Preciado: «No me gusta pensar en la valentía, sino en la vulnerabilidad. Yo creo que lo que me ha salvado la vida es estar siempre del lado de mi fragilidad». Escribe la poeta Luna Miguel en su obra Caliente que «la vulnerabilidad es una postura legítima desde la que militar y desde la que generar belleza y pensamiento». Según ella, Preciado «escribe filosofía para los débiles, pues a su parecer la vulnerabilidad es sinónimo de disidencia, y la disidencia, de libertad». Tras pasarme gran parte del año llorando tanto de tristeza como de alegría y, ahora, tentando entender la modernidad, los vínculos y dinámicas de la izquierda actual puertorriqueña, me aferro más que nunca a esas palabras que descubrí al volver a la isla. Mi vulnerabilidad es mi escudo; mi militancia va en parte anclada en la transparencia, en mis anhelos emocionales: mis deseos de cuidados que van más allá del título de «marido» y el más detestable posesivo «mujer». Más allá de salidas al cine, de pasadías playeros y bailes cada vez menos comunes, la evidencia y experiencia de formar equipo equitativo de sana seducción.
Me distraigo de la escritura. Volteo la mirada hacia las rociadas puertas de cristal del balcón. Inhalo y piso el miedo con el pie y lo acerco donde mí. Trago la palabra que busco y sigo escribiendo: dos de mis examantes me llamaron «compañera» justo antes de yo dejarlos, sabiendo que el significado se había desligado del significante. Ahora, despojar «compañera» de su naturaleza premonitoria de ruptura es un ejercicio diario. Cuando me presentan a un «compañero», «compañera», «compañere», me percato que pienso: «Qué lástima. Igual se dejan pronto». Quizás en esto soy mujer rudimentaria: aún confío en la liturgia de las palabras. Dejé yo misma de ser fantasma hace un tiempo atrás. Cuando paseo, muchas veces a sola, me volteo e intento dar con mi reflejo: confirmo que soy de carne y hueso.
A pesar de la herida, elijo creer. Lo admito: quisiera volver a despertar con huellas ajenas y conocidas a mi lado aún luego de cerrar el cuento fantasmal. Quisiera tener quien me reciba a diario, curioso, atento. Un compañero de arte, risa, acción y marasmo en plena época de genocidio, cambio climático, inteligencia artificial ecocida y teorías de conspiración. Con quien comentar debates políticos entre neofascistas y racistas seniles; para aullar ante el alza en precio de la luz, la comida, la ineptitud de seres estériles de criterio y bienestar para el puertorriqueño. Siento en mis adentros la mística de mi soledad que no es loneliness, sino una condición labrada, llevadera. Empero sigo deseando la compañía como agente activo que observa y anhela intimidades que suman a la amistad. Como caudal de río que fluye hasta cierto punto, pero que no le molestaría cruzarse con otro tipo de agua: el deseo de un estuario santurcino.
Me detengo ante las puertas de cristal del balcón que dan hacia la calle e imagino que emana agua, mojándome los pies. Mi gato chapotea por el agua imaginaria hacia donde mí también, a rozarme. Se va la luz y permanezco de pie, de espaldas a las puertas del balcón. Al principio de la historia, uno de los personajes de Henry James acoge el término que da nombre a la pieza y, parafraseando, dice que si un niño, el primero, en ver los fantasmas es una vuelta de tuerca, ¿qué serán dos?
Dos vueltas de tuerca, me repito. Camino sigilosa y calmada a la cocina en busca de la linterna. Por supuesto, no tiene batería. Las busco y las enrosco hasta asegurarlas. Regresa la luz para la sorpresa de todos ―el vecino salta en celebración―, interrumpiendo lo místico y misterioso de la escena. Conversar con fantasmas está bien; la espera atenta a que se hagan de carne y hueso sin acción activa, sin alquimia, sin responsabilidad afectiva, no. Pero las historias fantasmales no son sólo miedo, pérdida, soledad: son también luminosidad, curioseo, un baile íntimo que revela en nosotras, como un espejo, quiénes y cómo somos.
Los fantasmas permiten entrever futuros posibles, explorar miedos y apuntar recovecos vacíos desde donde aprender y vivir otras perspectivas. Con ambas manos sobre la encimera sé a ciencia cierta que de este hogar antiguamente embrujado ahora brota el estuario imaginario más hermoso jamás visto. Como escribió Juana Bignozzi en su poema, «los fantasmas hacen los poetas» y «sola, con él, cruzaré esa última plaza vacía». Todo para bien.