Triunfó el Taekwondó

Estimado Elliot:

Los tiempos de CLARIDAD Diario eran más fáciles. Ahora estamos un poco viejos.

Saludos,

J.

Rogelio Lozada fue uno de los mejores lanzadores del beisbol aficionado en Puerto Rico. Jugó catorce años y formó parte de la Selección Nacional en dos ocasiones. Su repertorio consistía de una buena bola recta que subía al acercarse al home y una curva promedio que nunca aprendió a localizar. No tenía cambio. Si tuviéramos que describir su filosofía sobre como lanzar sería: Yo la tiro lo más duro posible y tú batea si puedes. Era predecible, pero compensaba esta limitación con su famosa bola rápida. Aunque el bateador la estuviera esperando, resultaba difícil hacer contacto.

Tuvo conversaciones, pero no una oferta formal para jugar profesional. Cuando lo nombraron supervisor en su trabajo de instalación de puertas y ventanas decidió retirarse del beisbol. Había otra razón. Su hijo de cinco años parecía tener cierta habilidad para tirar una bola.

El domingo siempre fue su día favorito. En sus tiempos de jugador el parque se llenaba para verlo lanzar y él sentía en su piel de pelotero el apoyo y la confianza que bajaba desde las gradas. Nunca los defraudó jugando con desgano o con actitudes de estrella. Ahora se ponía su vieja gorra con la letra H, vestía de pelotero a su hijo y desde que llegaba repartía sonrisas, saludos y, finalmente, pasaba sin pagar por la puerta de entrada. Todos lo conocían, lo señalaban, recordaban sus hazañas. Algunos esperaban a que Rogelio se acomodara en una butaca detrás del home para ir a saludarlo y repetirle las antiguas bromas que nunca desaparecerán: “¿Crees que puedes relevar dos o tres entradas? ¿Te queda algo en la bola? Estás igual; todavía te puedes poner el uniforme’’. La manera que tenía Rogelio de agradecer tales atenciones era sonreír y contestarles con aguajes de combinación de puños en la barriga.

Una mañana alguien que no conocía le dijo; ‘’ Siempre vienes acompañado de tu hijo, ¿será que estás preparando a tu sustituto?’’. Rogelio contestó con palabras que no sabía existían en su cabeza: “Este es el que me va a sacar de pobre’’. El niño no se dio cuenta de que hablaban sobre su futuro. Estaba observando las prácticas prejuegos. Lo más que le impresionaba eran los batazos largos que llegaban rodando hasta la verja. Sonaban diferente.

Pasó la tarde y llegó la noche. Rogelio Lozada no podía olvidar su sentencia: “Este es el que me va a sacar de pobre’’. Había encontrado un proyecto para su vida y la de su hijo. Dedicaría todo su tiempo a desarrollar a su hijo para que fuera pelotero de Grandes Ligas. “¿Quién sabe? A otros les han dado bonos por firmar de tres y cuatro millones de dólares. Será lanzador. Yo lo voy a preparar. Lo primero es que crezca fuerte”. Le miró las manos de niño a su hijo y enseguida tomó otra decisión: “Hay un ejercicio que se las va a fortalecer”, pensó. “Mañana le compro una bola oficial para que la apriete con diferentes combinaciones de dedos. Esto será casi sin descanso. Hasta que el caballo relinche. También hay que trabajar en el desarrollo de las piernas. Correr distancias largas y cortas. Ya verán. Se va a poner como un tanque de guerra. Deja que la baje a 97. No, qué carajo, a 100. Cuando tenga dieciocho, los escuchas se lo van a pelear y lo bueno es que no hay que contratar un agente. Aquí estoy yo que conozco el mambo”.

La cabeza de Rogelio no podía mantener reunidas las múltiples ramificaciones de su proyecto. Presentía que la magnitud del plan hacía inevitable una confrontación con la rutina. Algo habría que sacrificar. Para empezar, decidió cambiar el lugar donde usualmente se sentaba en el parque por otro más apartado. ‘’No puedo atender fanáticos que vienen a hacer preguntas y a conversar. Se acabaron las interrupciones. Necesito privacidad para ensenar a mi hijo”. Ahora se le veía en un rincón de las preferencias susurrando comentarios después de cada jugada y cada lanzamiento. ‘’Fíjate que los primeros bateadores del juego dejan pasar el primer lanzamiento. Esto lo hacen para conocer tu estilo y acostumbrarse a él, y también quieren saber si tienes control. Cáeles encima con un strike. No te pongas a inventar. Mira a este bateador. Coge el bate corto. Eso quiere decir que viene a hacer contacto. No representa peligro de conectar un extrabases. A estos hay que saludarlos con un petardo en la esquina de adentro. ¿Entendiste?”.

El niño contestó que sí; pero había estado distraído contemplando la conducta de los mayores a su alrededor. Hablaban en voz alta, les ponían sobrenombres a los árbitros, se burlaban de las barrigas de los coaches y gritaban instrucciones a los dirigentes. “Para que puedas ver cómo es que se juega en las Grandes Ligas nos vamos a suscribir a ESPN y por las noches podemos ver a los mejores peloteros del mundo”.

La noticia no pareció entusiasmar al hijo de Rogelio, que todavía estaba a mitad de camino de la etapa Power Rangers-Ninja Turtles; pero ante la alegría de su padre guardó silencio. El beisbol se convirtió en una asignatura nocturna. Esto fue solo el principio. Para Navidades, cumpleaños, graduaciones y otras fechas de regalos, predominaban los guantes, gorras con monogramas de grandes ciudades, ganchos siempre medio número más grandes, tricotas y hasta videos instructivos. La fiebre de Rogelio seguía subiendo y se acercó a su punto más alto cuando su hijo cumplió los nueve anos y jugó en la categoría 9 y 10 de las Pequeñas Ligas. Dicen algunos expertos que aquí ya puede predecirse si el niño cuenta con facultades sobre lo normal. Dicho de otra manera, si trajo barajas ganadoras para correr y tirar, si se tienen los instintos y la importante coordinación entre manos y ojos.

Rogelio Lozada sabía que muy pronto se verían los primeros resultados de años de esfuerzos, de preparación y que a los sueños les llegó la hora de enfrentarse a los relojes. Sintió esta nueva presión que le cambió la conducta. Ahora quería dirigir el juego desde las graderías. Gritaba instrucciones a su hijo sobre la localización de sus lanzamientos. No se podía estar ni quieto ni callado. Se convirtió en una divertida atracción; pero para los árbitros y dirigentes era el típico padre majadero. Uno de sus viejos admiradores describió la situación como “Rogelio perdió la tabla”.

Su esposa, quien mejor lo conocía, había tenido conversaciones con él desde que trató de restarle importancia a las tareas escolares para asignar más tiempo al beisbol. Cuando la fijación de Rogelio adquirió proporciones irrazonables todos se refugiaron en el silencio.

La persona que menos esperaban trajo noticias que eran esperanza de un equilibrio de paz. En el trayecto de la escuela a la casa, Justino Lozada, el hijo de Rogelio, aprovechó un breve silencio y dijo lo siguiente: “Papá, no quiero seguir jugando pelota. Quiero practicar otro juego, otro deporte”. Rogelio Lozada miró sus manos que apretaban el guía. Los nudillos le habían cambiado de color. Sintió soledad, como si un tren lo dejara en un pueblo desconocido. “¿Cuál deporte?”, preguntó. “Taekwondó”, le contestó Justino. “Pero eso nadie lo conoce…Yo mismo no sé nada de taekwondó.”, fueron las palabras de Rogelio, en un tono como el que pregunta por los resultados de placas de pecho. “Por eso mismo, Papá, porque tú no sabes”.

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