Cualquier asesinato en Puerto Rico es noticia y estremece. Siempre es difícil enfrentar la cruda realidad del daño extremo que puede hacer un arma mortífera en las manos y circunstancias equivocadas. Pero, cuando como colectivo humano somos confrontados con un acto de violencia criminal tan bárbaro como el ocurrido en Aibonito hace unos días, el estremecimiento se transforma en un velo de desconcierto indescriptible.
El asesinato de Gabriela Nicole Pratts Rosario, de 16 años, por un grupo de otras adolescentes y jóvenes adultas en un altercado ocurrido en un lugar público y concurrido de dicho municipio- en el que también resultó seriamente herido un jovencito amigo de la víctima que trató de servirle de escudo ante la agresión- es un retrato de cuerpo entero del profundo deterioro del armazón familiar en que se crían muchos de nuestros menores y de cuán debilitados están los cimientos de los programas y servicios de prevención y educación contra la violencia en las escuelas, comunidades y en el discurso público en nuestro país.
Aunque el Departamento de Justicia y la Policía afirman que la investigación del crimen avanza a buen ritmo, al cierre de estas líneas aún se desconocen sus hallazgos y no se han radicado acusaciones ni se han hecho arrestos. Esto, a pesar de que todos los implicados se conocen entre sí y un grupo considerable de personas presenció los hechos.
Al margen de las autoridades investigativas, los medios de prensa han ido revelando detalles del suceso que segó la vida de la adolescente que comenzaba su último año de Escuela Superior al día siguiente. La noticia rompió desde el hospital donde fueron trasladados ambos heridos, la víctima fatal con ocho heridas de arma punzante, y el joven que la protegió, herido dos veces. Según ha trascendido, la víctima cayó defendiendo a su hermana quien fue agredida primero. La madre de ambas no solo presenció las agresiones sino que también vio caer a su hija menor mortalmente herida, mientras era sujetada por otras dos jóvenes para impedir su intervención.
El «corillo» de jóvenes y adultos involucrados en el incidente habían participado de un festejo juvenil del cierre del verano y regreso a clases en la Plaza Pública de Aibonito, auspiciado por el Municipio. Tras el festejo, un nutrido grupo se trasladó a un puente público donde ocurrió la trifulca que terminó con la muerte violenta de Gabriela Nicole.
Sabemos que la violencia criminal y muchos de los desajustes de salud mental van de la mano. Las diferentes manifestaciones de violencia- tristemente demasiadas en Puerto Rico últimamente- exacerban las condiciones de salud mental y, en muchos casos, esas mismas condiciones sirven de detonante para las conductas violentas. Las últimas décadas en Puerto Rico han disparado también la violencia estructural. Esta se asocia con factores tales como la desigualdad de acceso a servicios como salud, educación y vivienda de calidad, aumento en la pobreza y la dependencia, bajos salarios vs el alto costo de bienes y servicios, y el disloque entre las aspiraciones y expectativas de las personas y las realidades del contexto en el que viven. Mucha de la población menor de edad en Puerto Rico también se expone a la violencia desde muy temprano en sus vidas, no solo en el entorno en que viven, sino a través de la tecnología a la que acceden y de otros medios de difusión e información, y muchas veces carecen de la fortaleza, la práctica, la explicación y el apoyo para aprender sobre modos de convivencia civil y no violenta, tanto en el hogar, como en la escuela y el barrio o comunidad donde viven.
Nuestras generaciones más jóvenes son hijos e hijas de la profunda crisis en todos los órdenes que vive Puerto Rico desde hace décadas. Han crecido en medio del deterioro en la gobernanza del país y en instituciones seminales como la familia, la escuela y la comunidad. El azote de la criminalidad asociada al tráfico de drogas toca a algunos de ellos muy de cerca. Todas estas situaciones abonan al clima de desconfianza en las autoridades que existe en amplios sectores de la población.
Por lo tanto, es imprescindible que, aún con las limitaciones que nos imponen la dependencia, la situación colonial y el declive en los servicios al pueblo, las autoridades pertinentes del Gobierno de Puerto Rico hagan su esfuerzo máximo por esclarecer, más allá de dudas, este caso y sus ramificaciones, radicar las acusaciones que correspondan, y presentar ante el Tribunal los testigos y la evidencia robusta que conduzca a que quienes sean culpables paguen por su crimen y se haga justicia a la víctima de este execrable asesinato y su familia. Permitir que nuestro pueblo siga perdiendo la fe en el sistema de justicia criminal en Puerto Rico, y que se siga afirmando la creencia de que el mismo tiene dos varas, acrecentaría la tendencia al «vigilantismo» que ya se asoma y expresa cada vez más en la calle y las redes sociales, lo cual sería una pérdida para la convivencia civilizada y pacífica a la que debemos aspirar como pueblo siempre.