Especial para CLARIDAD
- La Revolución Bolivariana no es un proceso estático, homogéneo, como lo quieren pintar la derecha puertorriqueña y, desafortunadamente, algunos sectores del independentismo. Es muy probable, incluso, que, si los derroteros de la historia venezolana siguen el curso actual, se dirá que ese proceso llegó a su fin en el 2013.
En Venezuela, se dio a inicios del siglo XXI una transformación social profunda, bajo el liderato de Hugo Chávez, en el que, aprovechando la renta del petróleo, se promovió una redistribución de la riqueza nacional y un cambio radical de la política venezolana, con la redacción de una nueva constitución que incluía mecanismos de democracia participativa radical. Pero el proceso de “Socialismo del Siglo XXI” nunca trajo consigo el derrocamiento del capitalismo. Esto no solo significó que la vieja burguesía se mantuvo en su lugar – si bien políticamente debilitada –, sino que posibilitó el surgimiento de una nueva burguesía, ligada a las transformaciones económicas del nuevo gobierno y al aparato estatal.
La muerte de Chávez en el 2013 y la entrada de Nicolás Maduro a la presidencia de Venezuela representó un giro dramático en las transformaciones progresistas que venían sucediendo en el país. Por un lado, y dado que Venezuela no diversificó su economía (se mantuvo dependiente del extractivismo petrolero), fue terriblemente golpeada al reducirse el precio del petróleo en el mercado mundial. Por otro lado, los Estados Unidos y la Unión Europea arreciaron su lucha contra la Revolución Bolivariana con mayores sanciones que las que se vivieron durante el gobierno de Chávez. Entre el 2013 y el 2019, el Producto Interno Bruto del país cayó en 70%. La emigración ha sido masiva, con algunos estimados llegando a la cifra de un 20% de la población. Un 50% de la población se encontraba en situación de pobreza en el 2023.
Pero los cambios en la economía solo son parte del giro. Maduro fue el heredero de Chávez, siguió hablando de chavismo, siguió la misma retórica de antiimperialismo; continúan existiendo y continúa Maduro liderando el Partido Socialista Unido de Venezuela y el Gran Polo Patriótico. Pero Maduro no es Chávez; su política económica no profundiza la redistribución, no se acerca al socialismo, no profundiza la democracia.
En Venezuela, ante la falta de ruptura con el capitalismo, la lucha entre la vieja y la nueva burguesía se agudizó, a la vez que el nuevo gobierno cerraba espacios democráticos (eliminación del derecho a la negociación colectiva y la huelga en el 2018), prohibía partidos de izquierda (judicialización del Partido Comunista de Venezuela en el 2023, intervención en otros partidos de izquierda) e intentaba restablecer lazos con sectores en Estados Unidos.
La izquierda revolucionaria, marxista, tiene que ser crítica, aliada siempre a los sectores en lucha, no necesariamente a los gobiernos que dicen representarlos. En la actualidad, el gobierno de Maduro no puede más que describirse como un giro económicamente conservador y autoritario de los procesos políticos previos del chavismo, que en gran medida mantiene el control del aparato estatal de manera burocrática y con el apoyo de las fuerzas militares y policiales. Si bien por mucho tiempo la izquierda marxista promovió un apoyo crítico a la Revolución bolivariana, al Socialismo del siglo XXI, al gobierno de Hugo Chávez, por este representar un proyecto progresista de redistribución social y que parecía que podía encaminarse hacia una transición hacia el socialismo, gran parte de este apoyo se ha ido desvaneciendo desde el 2013. Además, como el gobierno de Daniel Ortega en Nicaragua, todavía defendido por sectores con más lealtades que principios, esta regresión representa un lastre a la lucha socialista, en la medida en que amplios sectores, dentro y fuera de Venezuela, asocian las medidas de su gobierno con el proyecto chavista y socialista.
Ciertos apologistas del gobierno de Maduro han dicho que no se han dado las condiciones para la ruptura con el capitalismo y la transición al socialismo todavía. Por lo tanto, hay que excusarlo del giro conservador, político y económico, que ha tomado. Parecerían retomar las posiciones reformistas de la Segunda Internacional, que postulaban un cambio gradual al socialismo (que, por supuesto, nunca llegó en donde se promovía). Tan cerca de Eduardo Bernstein, tan lejos de Rosa Luxemburgo.
Otros sectores apologistas continúan exaltando los proyectos estatales que el gobierno mantiene en marcha como justificación de la continuidad entre los gobiernos de Chávez y Maduro. Un ejemplo es la Gran Misión Vivienda Venezolana, que construye millones de hogares para los sectores populares. Estos son proyectos importantes, que no quepa duda. Pero estos apologistas suenan, demasiado, a los del Partido Popular Democrático en las décadas posteriores a la creación del Estado Libre Asociado, que justificaban la represión política al nacionalismo y al socialismo y el giro hacia la industrialización por invitación con cierto mejoramiento en los niveles de vida y la extensión de los servicios públicos.
Las elecciones del 28 de julio se dan en un contexto particular para el madurismo, enfermedad conservadora del chavismo. Dados los intentos del gobierno de reestablecer vínculos con Estados Unidos y levantar las sanciones, se había visto una importante recuperación económica (que sin embargo no reestablecía el nivel de vida a los niveles previos, y que además acentuaba la pobreza y la nueva brecha entre clases) y una mejoría en la seguridad en las ciudades. Esto era de suponer que pudiera significar para Maduro el recuperar apoyo perdido de sectores populares. La derecha golpista, por otro lado, que tiene como figura emblemática en estos momentos a María Corina Machado, ha tenido un apoyo creciente, en parte por la persistente situación económica de Venezuela a pesar de la recuperación reciente.
La izquierda radical, golpeada, dispersa, judicializada, no ha podido articular una respuesta unitaria en el proceso electoral. Se destaca, dentro de los esfuerzos, “La Otra Campaña”, que agrupaba a personas independientemente de su postura ante las elecciones, pero expresando que su candidato eran las luchas sociales, dado que ninguna candidatura representaba los intereses de la clase trabajadora. “La Otra Campaña”, por tanto, unía a sectores críticos con el giro antidemocrático del madurismo, con la esperanza de aglutinar fuerzas para después de las elecciones.
Ante la ausencia de una izquierda organizada y unitaria, para importantes sectores de la población, apoyar la oposición de derecha fue la manera de modificar su realidad. Ha sido esta quien, por falta de otros proyectos, ha monopolizado el discurso del cambio.
- Cualquier afirmación sobre las elecciones del 28 de julio es tentativa hasta que no se presenten resultados confiables.
Dos elementos que caracterizaron las elecciones en Venezuela durante el siglo XXI – incluyendo las elecciones que se dieron bajo el gobierno de Nicolás Maduro hasta hace poco – fueron su confiabilidad y transparencia. Solo los intereses mezquinos ponían en tela de juicio este hecho, razón por la que el intento de autoproclamación de Juan Guaidó como presidente en el 2019 fue un fracaso tan estrepitoso, a pesar del vergonzoso reconocimiento de medio centenar de países.
Eso hace todavía más sorprendente y preocupante el retraso en las publicaciones de las actas el día de las elecciones y en los días posteriores. En gran medida, esta tardanza ha lacerado la confiabilidad del proceso electoral y del triunfo declarado de Maduro. Si bien hubo una cantidad importante de observadores internacionales, a diferencia de otras elecciones estos no han tenido un pronunciamiento homogéneo al respecto, sino que se han presentado voces que reconocen como legítimas las elecciones y otras que no pueden asegurar lo mismo.
Esperemos que en los próximos días se pueda aclarar esta situación, sorprendente en Puerto Rico y en otras partes del mundo. La cautela deberá ser el acercamiento a seguir, como lo han hecho algunos de los gobiernos más cercanos al progresismo en la América Latina (Brasil, Colombia).
- De ninguna manera, los sectores de izquierda y progresistas deberían ver con buenos ojos a la oposición venezolana, representada por la figura de María Corina Machado y el candidato a la presidencia por la Plataforma Unitaria Democrática, Edmundo González. Como en elecciones previas, no es la derecha moderada la que aspira al gobierno (y que tampoco debió haberse apoyado, si fuera el caso), sino la derecha revanchista y violenta de la vieja burguesía. Esta oposición representa los intereses económicos y políticos más conservadores y reaccionarios posibles: apoyan la intervención militar de Estados Unidos en Venezuela, el sionismo, la privatización de los servicios; son la derecha de Milei en las tierras de Chávez.
Por eso mismo, tampoco podemos asumir como creíbles sus declaraciones sobre fraude electoral, con los números que afirmaban. Su libreto sobre las elecciones estaba prefabricado, como estuvo prefabricado el libreto de las elecciones del 2019. Su historial violento también es conocido, e incluso fue el método predilecto de esta derecha hasta hace poco.
Un retorno de la derecha venezolana al poder, por vías electorales, representaría un enorme retroceso para las fuerzas progresistas de América Latina y del mundo, un giro lamentable en el continente ante la polarización política, una derrota para un proyecto que en un momento resultó trascendental para la izquierda global. Una intervención extranjera deberá ser repudiada de manera categórica e incondicional, por solo ser un mecanismo directo para restituir en el poder a las viejas fuerzas de la burguesía con su acompañante influencia del gobierno estadounidense.
- La moral revolucionaria y el proyecto de una sociedad más justa, democrática y equitativa requiere reconocer los resultados electorales.
La crítica implacable a Maduro no implica que se haya robado las elecciones. Sobre el resultado de las elecciones no hay certeza aún. No se puede descartar un triunfo del oficialismo. Pero el afirmar que el retorno a la derecha sería un retroceso extraordinario tampoco debe llevarnos a pensar que es preferible el fraude electoral por encima del reconocimiento de los resultados.
Algunos sectores del independentismo (los menos) parecerían privilegiar el que Maduro se mantenga en el poder para evitar el retorno de la derecha, independientemente del resultado; el que haya ganado las elecciones lo ven como un elemento secundario.
Hay varios problemas con la idea de mantener a Maduro en el poder a toda costa, en el caso de que este hubiese perdido las elecciones. En primer lugar, ignora que el regreso de la derecha sería en parte posible por los propios errores del “madurismo”, errores que debieron haberse corregido y rectificado. Mantener el poder a la fuerza no haría más que postergar el posible regreso de la derecha, que sería todavía más virulenta y fascista en un próximo evento político (sea o no sea electoral).
Pero también hay un cuestionamiento sobre los principios básicos de la democracia. Si el gobierno de Maduro (y el proyecto de la Revolución bolivariana, de manera más amplia) ha optado por seleccionar los procesos electorales como el elemento fundamental para legitimar su gestión y transformación del estado, es mero oportunismo cambiar de estrategia al ser derrotado.
Y es un oportunismo del peor sentido: el que se aleja de todo por lo que se lucha. No solo no se evita el retorno de la derecha, sino que nos aísla de importantes sectores del pueblo y nos aleja del horizonte revolucionario.
Coda. La alternativa de una democracia socialista en Venezuela tendrá que reconstruirse, desde el legado del chavismo, de sus grandes momentos, de las lecciones, de sus limitaciones y de sus derrotas, y basarse en la diversificación de la economía, en la profundización de la democracia, en la autoorganización de la clase trabajadora.