Hoy celebramos la aparición de los cuentos completos de Manuel Ramos Otero a 33 años de su muerte, cuidadosamente editados, en una minuciosa edición crítica a la que se han añadido varios cuentos inéditos encontrados en los archivos de su obra en la Universidad de Columbia. Esta extraordinaria hazaña es producto del trabajo incansable y luminoso de Arnaldo Cruz Malavé. Es testimonio de su rigor y perfeccionismo el calificativo de “casi” en el título, advirtiendo la posibilidad de que aparezca algún texto inédito o desconocido en algún archivo inexplorado.
Uno de los aciertos de esta edición es identificar de entrada, ya desde el comienzo de su introducción, en qué consiste el mérito central de la obra de Ramos Otero, que coincide con la doble obsesión que vertebra su pulsión creativa, la sangre de su escritura: la descolonización de los pueblos y su derecho de consolidarse como naciones no puede desvincularse de la descolonización del género y del deseo sexual. Para Manuel, y lo llamamos por su nombre de pila del mismo modo que lo hacemos con Homero, con Ovidio y con Georges Sand, la desigualdad entre los pobres y los ricos, entre los imperios y las colonias, es equivalente, en lo político, a la desigualdad entre los hombres y las mujeres, entre los heterosexuales y los homosexuales o entre los cisgéneros y los transgéneros. Esa idea central, que lo radical no es reductible a la lucha de clases, sino que la incluye, pero también la excede, se convierte en un operativo, no ya sólo ideológico, sino incluso y sobre todo estilístico, retórico, en nada menos que la razón de ser, en la pulsión que anima su escritura. Un deseo semejante produce un estilo desafiante y parejero, beligerante e insumiso, a veces adolorido y resentido, desconfiado y melancólico, vanguardista y experimental, incluso pornográfico y exhibicionista.
Este tipo de ejercicio creativo exige una imaginación particularmente ambiciosa y atrevida y por ello los ensamblajes de su escritura suelen ser máquinas complejas, articuladas con diversas e inusitadas variaciones de registro, donde el cine, el teatro, la historiografía, la intertextualidad, el entrecruzamiento de géneros, la hibridez de dicciones, léxicos, dialectos, tonos y andamiajes retóricos producen una formidable performance estilística.
Una escritura de tal exigencia hubiera desarmado a muchos críticos audaces. Pero es aquí que resalta un mérito particular de esta edición de mi querido y admirado Arnaldo. Para muestra con un botón baste: un cuento tan aparentemente breve como “Inventario mitológico del cuento”, que forma parte del libro El cuento de la mujer del mar, es en realidad una recreación, no sólo de la mitología pre-hispánica de Puerto Rico, sino de la arquitectura como tal del cuento moderno, cuajado de alusiones a Edgar Alan Poe, uno de los artífices del género, y particularmente de los cuentos de Julio Cortázar, un escritor rector en la obra de Ramos Otero. Cada texto se encuentra exuberantemente intercalado, meticulosamente advertido y explicitado en cuidadosas notas al pie de página del editor. Que para editar responsablemente un texto tan minúsculo haya que leer prácticamente toda la obra de Cortázar, esto les da una idea del reto y de la paciencia que supuso hacerle justicia a la complejidad de esta enorme arquitectura narrativa.
Un texto particularmente ilustrativo podría ser “Vivir del cuento”, la narración que abre el libro Página en blanco y stacatto, de 1987. Una de las narraciones centrales se basa en la emigración de puertorriqueños a Hawaii a principios del 1900, dos años después de finalizar la guerra hispanoamericana. Para su investigación, Ramos Otero se basa en datos suministrados por la historiadora puertorriqueña Norma Carr, presentados en el Simposio “Imágenes e identidades, el puertorriqueño en la literatura”, que fue, de hecho, la primera conferencia nacional de literatura puertorriqueña celebrada en la Universidad de Rutgers, en New Jersey, en 1983. Es a partir de esta fuente histórica que Ramos Otero arma el personaje de Monserrate Álvarez, un emigrante puertorriqueño en Hawaii que cuenta su vida de sobreviviente, ya que, al carecer de ciudadanía, porque Puerto Rico era entonces meramente un territorio, llegó allí como detenido. Monserrate nos cuenta su vida y sus peripecias mientras se encuentra en una colonia de leprosos en Molokai. El narrador, a su vez, además de la historia de Monserrate, narra también de manera paralela su encuentro y su tertulia en el mismo simposio con la escritora Magali García Ramis, con quien conversa sobre las peripecias de la vida itinerante del colonizado y sobre los proyectos literarios de ambos, dos protagonistas de la literatura puertorriqueña de la generación del setenta. Una conferencia en Nueva Jersey en los ochenta sobre las identidades literarias de las puertorriqueñidades sirve de marco narrativo para puntualizar un hecho central: Puerto Rico y Hawaii ocupan puntos opuestos, el archipiélago de Puerto Rico en el Atlántico, el archipiélago de Hawaii en el Pacífico, en el mismo cuadrante de la línea del ecuador que atraviesa el globo terráqueo y marca la impronta del colonialismo norteamericano desde fines del siglo 19. Que Ramos Otero se “comunique” con este puertorriqueño de principios del siglo veinte en Hawaii en medio de una conferencia de escritores a finales del mismo siglo, y que el cuento sea tanto sobre lo uno como sobre lo otro, convierte esta narración en una performance de lo que es escribir en y desde Puerto Rico, estemos en San Juan, Newark o Molokai, en el siglo 19, 20, 0 21: los países y las almas que vivimos sujetadas por el lazo de la colonización del territorio y la colonización del cuerpo vivimos en un proceso convulso de re-territorialización; de la tierra, sí, pero también del cuerpo, de la genitalia, de la extensión misma de la mirada, de la legitimidad del deseo de cada cual. Por eso en este cuento es tan dura la historia de Monserrate, recluido en su leprosorio hawaiano, como es de excitante y prometedora la amistad de dos jóvenes escritores puertorriqueños que se cuentan sus cuentos entre tragos en un restaurante de Newark durante una conferencia universitaria.
Si algo distingue la producción literaria de la generación del setenta es la urgencia de sentirse escribiendo desde un perenne estado de emergencia. El asesinato de Allende en Chile, por un lado, y la revuelta de Stonewall, por otro, podrían servir de marco para caracterizar una época de marcados contrastes; por un lado, el auge de las fuerzas fascistas y del capitalismo salvaje como denominadores de la política y de la economía global, y por otro, el principio de una esperanza en la lucha por la defensa de la autonomía del cuerpo y del derecho de cada cual a vivir a la altura de su deseo. Pienso que ese es un termómetro posible para medir las temperaturas de la escritura manuelina, un modo de calibrar su rabia, pero también un modo de advertir la fuerza de su esperanza.
Esta edición, con su rigor, su precisión, su esmero, quiere presentarnos la obra de Manuel como todo un clásico. Un clásico no es otra cosa que un texto que habrá que seguir leyendo. Del mismo modo que la erudita edición que hace Eduardo Forastieri de la obra de Manuel Alonso, o la incisiva lectura que hace Arcadio Díaz Quiñones en su edición de La Guaracha del Macho Camacho, estos cuentos “completos” de Manuel, esmeradamente editados por Arnaldo Cruz Malavé, son el anuncio, esperemos, de ediciones paralelas de quienes compartieron con él la urgencia y la esperanza de toda una generación: Ana Lydia Vega, Magali García Ramis, Juan Antonio Ramos, Joserramón Meléndes, Marta Aponte, Edgardo Rodríguez Juliá, Vanessa Droz, Lilliana Ramos, Aurea Sotomayor, Etnairis Rivera, Olga Nolla, o Edgardo Sanabria Santaliz.