De otra manera de escribir historia: Sobre PR 3 Aguirre de Marta Aponte Alsina

Por décadas hemos tenido en Puerto Rico un florecimiento de los estudios historiográficos. Investigadores que emplean diversos acercamientos, a veces antagónicos, han tratado de iluminar nuestro pasado. Y así lo han hecho, unos menos y otros más. Algunos han tratado de ofrecernos un amplio retrato de nuestra vida como pueblo; otros se han fijado en aspectos específicos de nuestra cultura. La historia de un pueblo en particular, el desarrollo de movimientos obreros, la presencia de ciertas corrientes religiosas o de expresiones de la sexualidad, la formación de nuestra gastronomía, la esclavitud, nuestra historia vista desde la perspectiva de la economía o del efecto de los huracanes: estos y muchos otros más han sido los puntos de partida y los objetivos de nuestros historiadores. Y hay que decir sinceramente que hemos sido afortunados: por décadas los estudios historiográficos han florecido y han dado excelentes frutos.

Marta Aponte Alsina no es historiadora, pero es una intelectual y artista que se ha preocupado por ese campo del saber. Aunque al menos en un caso en particular ha empleado la disciplina de la geografía, entendida en términos amplios y colindantes con la planificación urbana (véase su Lectura crítica del Parque Central de Bayamón, 1985), ha sido a través de la narrativa, específicamente de la novela, que esta escritora se ha nutrido de la historia y ha intentado contribuir a esta importante disciplina. Tómese como ejemplo y prueba su más reciente novela, La muerte feliz de William Carlos Williams (2015). Aquí emplea los datos conocidos sobre este poeta y su madre, nacida y criada en Mayagüez, y, cuando no hay datos concretos o los que tenemos no explican la vida de esta mujer y su hijo, la autora se los inventa para que razonablemente quepan en la narración y que sirvan para presentar una imagen más completa de esos seres y su ambiente. Pero en esta novela –esta es obviamente obra de ficción– la autora nunca reclama que descubre nuevos datos históricos. Se vale de los que tiene para imaginativamente ofrecer un cuadro más amplio rellenando los huecos con ficción verosímil.

En su nuevo libro, PR 3 Aguirre (Cayey, Sopa de Letras, 2018), Aponte se acerca a la historia de otra manera. Es que aquí abandona el género novelístico, aunque no descarta por completo la ficción. El propósito de la autora es ofrecer un cuadro amplio de Aguirre, hoy barrio de Salinas, aunque antes fue municipio independiente y hasta hace unas décadas estuvo dominado por la industria del azúcar. Aponte crea un texto híbrido que se vale de diversos géneros para cumplir su propósito. La investigación histórica, la suya y la ajena, sirve de base al texto, pero el mismo no se puede colocar en el ámbito de la historiografía. La autora rebuscó en archivos, entrevistó a testigos, leyó viejos periódicos, estudió mapas y epistolarios para reconstruir, desde su particular perspectiva, la historia de Aguirre. Y al hacer ese ejercicio definitivamente contribuye a la historia del poblado y del sureste de la Isla en general. Pero el producto final que la autora nos ofrece no cabe dentro de los parámetros tradicionales de la historiografía ya que, como en sus novelas, Aponte rellena huecos con ficción. Y –recalco– no es que la autora esté violando los principios esenciales de la historia, pues no se inventa datos sino que completa narrativas secundarias en su proyecto –la vida de Alice Bacon Lothrop, esposa de uno de los fundadores de la Central Aguirre, es un caso ejemplar– con elementos que no tienen una base documental pero que son verosímiles. En otras palabras, como Aponte no pretende ser historiadora, al menos en el sentido tradicional del término, se puede dar el lujo de fantasear, de llenar huecos con su narrativa, de darnos detalles que no se pueden verificar con datos documentados, de saltar de temas y pasearse por diversos predios intelectuales y artísticos.

Pero, curiosa y paradójicamente, el gran cuadro que Aponte nos ofrece en PR 3 Aguirre sirve para complementar la historia que conocemos y para dar un sentido más amplio de esa realidad. Pero el medio más frecuentemente empleado aquí por la autora para crear ese amplio cuadro no es la ficción sino lo que veo como la construcción de un “collage” de géneros. El texto salta de la descripción del paisaje a la entrevista de testigos de un hecho político, a la exégesis de una pintura inglesa, al comentario de un ensayo sobre Henry James, al análisis de la prensa del periodo, a la presentación de personajes contemporáneos que viven en el pueblo hoy y que pueden resultar excéntricos: la creadora de un museo de objetos creados con cabello humano o un pensador de utopías que repara bicicletas, por ejemplo.

¿Qué le da unidad a un texto tan violentamente diverso, tan genéricamente inconsistente, tan intelectualmente arriesgado? Más allá del interés por su tema principal, el poblado de Aguirre y su central, es la voz autorial la que lo une todo. Esta es una voz que impone un sentido de autoridad y una fascinación intelectual y estética, y de esa forma une este abigarrado “collage” de textos, algunos reciclados y muchos dispares. Hay momentos en los que la voz nos capta por su facilidad para inventarse incidentes que complementan o completan los hechos conocidos. En otras ocasiones la autora misma se inserta en el texto como personaje y nos guía por las calles y los negocios de Aguirre. En muchas, nos habla directamente y plantea importantes cuestiones intelectuales que parecen salirse del tema. Los lectores tenemos que estar alertas porque el libro está lleno de saltos abruptos, de cambios de géneros, de aparentes digresiones. Este es un texto que requiere lectores atentos, muy atentos. Pero todos esos cambios, esos saltos o esas aparentes interrupciones quedan unidos, forman una entidad coherente, porque la fuerte voz autorial se impone y ata todo lo disperso y mantiene siempre nuestra atención.

Por ejemplo, un capítulo del libro se central en la exégesis de una canónica pintura del inglés Joseph Mallord William Turner (1775-1851). El título que le dio Turner a esta pieza es largo, pero hoy se le conoce simplemente como Slave Ship. La pintura es de 1840 y los lectores de Aponte tienen todo el derecho de preguntarse cómo su agudo análisis de una obra del gran pintor británico cabe en un libro sobre un poblado puertorriqueño. Estas son las sorpresas que hacen tan fascinantes este libro. Como Aponte nos aclara, el historial de propiedad del cuadro tiene mucho que ver con el tema del libro ya que la pintura, que originalmente fue parte de la colección del gran esteta inglés John Ruskin (1819-1900), tras pasar por varios otros dueños, llegó a manos de un miembro de la familia Lothrop, familias de la élite bostoniana, de los “Boston Brahmins”, quien vendió –no donó– la pieza al Museo de Bellas Artes de esa ciudad, donde hoy se exhibe como la gran joya de su colección de arte británico. Y el dinero de la venta sirvió para solidificar el desarrollo de la Central Aguirre porque un miembro de la familia Lothrop fue uno de los fundadores de esa central azucarera. Aponte tiene una sorprendente habilidad para hallar detalles y atarlos de manera innovadora e iluminante, para ir creando así, de manera no tradicional, un cuadro amplio de la realidad histórica que estudia. Cosas y hechos dispares le sirve para crear la gran imagen que va poco a poco componiendo: cuadros, entrevistas, bailes de bomba, comentario de un libro de Nilita Vientós Gastón, el retrato de una dama bostoniana, entre muchísimos otros, son las piezas de este gran “collage”. Ese, para mí, es uno de los mayores aciertos de este libro, acierto que posiblemente se alcanza porque la voz autorial es capaz de asumir diversidad de tonos; puede ser erudita, narrativa, compasiva, solidaria, irónica y ofrecer, así y poco a poco, una imagen amplia y unitaria de la realidad que estudia.

Esa gama de tonos de la voz autorial es paralela al empleo de una diversidad aparentemente contradictoria de géneros literarios. Por ello PR 3 Aguirre es una contribución a la historiografía puertorriqueña aunque no quepa –ni cómoda ni incómodamente– en ese apartado tan importante en nuestra cultura. Este libro, al que sólo le critico el terminar con un capítulo que no está a la altura de los otros que lo componen, es, a pesar de todo, una contribución a los estudios historiográficos y lo es por el cuadro de Aguirre que nos ofrece y porque también ofrece un magnífico ejemplo de otra manera, no canónica, de escribir historia.

Este es, en el fondo, un texto necesario porque, como apunta la autora misma, “[p]asa con ciertos libros lo que sucede con algunas relaciones: no sabíamos la falta que nos hacía hasta encontrarlos” (338-339).

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