¿De qué hablo cuando hablo de las fechas de entrega?

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Foto: Laurie Garriga. Guadalajara, México.

Especial para En Rojo

 

 

Y así escribo, ahora bien, ahora mal,
ahora acertando con lo que quiero yo decir, ahora errando,
levantándome allá y aquí cayendo,

pero siguiendo siempre mi camino como un ciego obstinado
-Alberto Caeiro (Fernando Pessoa)

Hace unos días Jorge me preguntaba que hacía cuánto tiempo no escribía. Antes que pudiera responderle, mi amigo me comentó que, en su caso, entre tanto trámite e ires y venires, habían pasado semanas sin que pudiera sentarse a escribir. Ahora, con menos ajetreo, por fin, había empezado a redactar una idea que venía rumiando hacía tiempo.

Parte de su pregunta, supongo, provenía del hecho de que compartimos profesión y esta columna. A pesar de tener, en teoría, tiempo para urdir nuestros textos, “los terminamos escribiendo dos o tres días antes de la fecha de entrega”, bromeaba Jorge, con muchísima razón.

Me quedé pensando en el hábito y el trabajo de escribir (en un sentido amplio). No sé si algún día podré desvincular la escritura de una responsabilidad con fecha límite. Para mí, se trata más de un deber —que alimenta una curiosidad puntual— que de una vocación con nombre propio. Aun así, para garabatear y redactar esta columna, leí varias reflexiones sugerentes de quienes sí se han dedicado a escribir crónicas, guiones, novelas y relatos.

Haruki Murakami insiste en la importancia de la perseverancia al escribir o concluir un proyecto, pero advierte que, si no lo disfrutamos, la tarea pierde su sentido. Por su parte, Juan Ramón Jiménez afirmaba que su obra estaba siempre “obra en marcha”, inacabada: “No pretendo, ni quiero, ni debo, ni puedo acabar nunca mi obra […] Poetizar es abrir siempre y no cerrar nunca”.

Elena Ferrante reconoce sus luchas entre escribir desde la ‘tradición masculina’ y establecer su propia voz: “Narro a la espera de que, en una escritura bien plantada en la tradición, surja algo que desordene los papeles, y la mujer abyecta y vil que soy encuentre la manera de hacer oír su voz”. Sus protagonistas manifiestan estas tensiones. Todas se desenvuelven con violencia en un orden que comienza a desintegrarse.

Pedro Almodóvar, en El último sueño, reúne doce entradas que pueden leerse como complemento a su filmografía (gérmenes de sus guiones) y como lo más cercano a una autobiografía “fragmentada, incompleta y un poco críptica”, según el director. Su mejor relato, para mí, es el que da título a la obra y describe las últimas horas de vida de su madre, y sus primeras sin ella.

La figura materna condensa los elementos más importantes —los más valiosos, diría yo— de su trabajo: la comunidad manchega y las vidas entre el pueblo y Madrid; el matriarcado a todo color y la dosificación del dolor y la tragicomedia. “Yo aprendí mucho de mi madre, sin que ella ni yo nos diéramos cuenta. Aprendí algo esencial para mi trabajo: la diferencia entre la realidad y la ficción, y cómo la realidad necesita ser complementada con la ficción para hacer la vida más fácil”, revelaba.

El prolífico Juan Villoro ha observado y plasmado en sus crónicas los lugares, barrios, personajes, monumentos y costumbres de la Ciudad de México, desde los enigmáticos vulcanizadores (gomeros de la mitología chilanga) hasta el rey de Coyoacán, pasando por Paquita la del Barrio y los puestos callejeros de comida. “Lo que estoy haciendo”, afirma, “es interrogar esta ciudad que nunca dejará de plantear preguntas, y en donde nunca habrá una respuesta definitiva”.

No llegué a responderle a Jorge. Hace tiempo, incluso ahora, que no escribo nada que no tenga un plazo o una fecha límite. ¿Por qué o para qué escribimos? No lo sé a ciencia cierta. Ojalá tuviera una respuesta más original o emotiva. La realidad es que, sin necesidad de nombre propio o nominativo, escribo por responsabilidad, y al mismo tiempo, a modo de fórmula pausada, para preguntar, para explicar y para entender aun a tientas. Gracias, Jorge, por recordármelo.

 

 

 

 

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