Especial para En Rojo
Cuando en 1945, terminó la Segunda Guerra Mundial y el mundo se liberó de las atrocidades del nazismo, se podría pensar que jamás la humanidad volvería a vivir algo parecido. Cuando, en 2000, terminó el siglo XX, que historiadores como Eric Hobsbawn llamaron la «Era de los Extremos», pensamos que la humanidad había llegado al fondo. Sin embargo, el siglo XXI comenzó con la intensificación de la violencia y el terrorismo de Estado practicados por el gobierno estadounidense y las grandes potencias contra grupos terroristas y, para aprovechar la ocasión, contra países pobres con riquezas petrolíferas y minerales a explotar.
Este mes de octubre se cumple un año desde que el grupo islamista palestino Hamás atacó Israel en la Franja de Gaza. Esto proporcionó al gobierno israelí el pretexto para intensificar su campaña de aniquilación del pueblo palestino. Ya hay más de 50.000 víctimas, sobre todo mujeres y niños. El ejército israelí bombardea hospitales y escuelas. Impide que las organizaciones humanitarias suministren alimentos y medicinas a las víctimas. Ésa es sólo una de las treinta guerras que asolan el mundo.
Seguimos viviendo en una sociedad en la cual los que fabrican armas y drogas son los que más dinero ganan. En todos los continentes, los multimillonarios organizan grupos de extrema derecha para dominar la política. Instrumentalizan la espiritualidad y siembran la semilla de una cultura del miedo y del odio para garantizar mejor su dominio y su poder.
Mientras tanto, diversos grupos de la sociedad civil se están dando cuenta de que la humanidad no puede dejar su destino únicamente en manos de gobernantes sumisos a los intereses de las grandes corporaciones económicas que controlan armas, petróleo y las finanzas del mundo. Para salvar la vida en el planeta Tierra, necesitamos emprender un nuevo camino: el del diálogo con la Madre Tierra y la coexistencia con la diversidad.
Las religiones pueden ser testigos e instrumentos de una cultura de diálogo y paz para la humanidad. En la Iglesia Católica, el Papa Francisco propone la Sinodalidad como forma normal de organización de la Iglesia. En griego, la palabra sínodo significa «caminar juntos».
Este mes de octubre, en Roma, la Iglesia católica celebra la última sesión de un sínodo cuyo proceso lleva en marcha desde 2021 y que, incluso ahora, en esta sesión final, tiene más cuestiones abiertas que quedan por explorar que decisiones tomadas.
El hecho de que esta sesión se celebre en el Vaticano y sin haber cambiado prácticamente nada la estructura jerárquica de la Cristiandad que sigue vigente, desde fuera nos puede dar la impresión de que están intentando cuadrar el círculo.
El mayor desafío que está en la raíz de todo es el modelo de Iglesia Cristiandad que persiste y está en la mente y corazón de la mayoría del clero y de muchos católicos. Es este modelo eclesiológico que ha transformado el Evangelio en doctrina, los ministerios en grados de poder eclesiástico y la misión en intento de conquistar personas. En esta Iglesia, que hasta hoy se confunde a menudo sólo con la jerarquía, el sacramento del orden se ha convertido en poder sacramental y los ministerios en grados de la jerarquía.
La Sinodalidad no se opone a la diversidad de ministerios, pero sólo será posible si la Iglesia practica lo que el Papa ya ha comparado con una pirámide invertida. Eso significa desconectar concretamente el ministerio episcopal y cualquier otro ministerio del ejercicio del poder monárquico y aceptar que todo se decida en comunión. Pensar en la sinodalidad sin cambiar la forma piramidal en la que hasta hoy se ejerce el principio jerárquico es como querer círculo cuadrado. Hace más de dos décadas, a un obispo que gritaba: «La Iglesia no puede ser democrática”, el obispo-profeta Pedro Casaldáliga contestó: “Sí, ella no puede ser democrática porque tiene que ser más radical. Debe ser verdaderamente comunión”. Sólo así, ella, las otras Iglesias y demás religiones podrán ser signo e instrumento de Paz y Amor para una humanidad dividida.