28 de octubre de 1935
Al día siguiente de la nota, con acopio de audacias, me presento a su puerta. Fabienne, de kimono negro y los cabellos revueltos, me recibe.
–Estás en ropa de casa, le digo.
–Si lo dices por el kimono, es una costumbre mía.
–Si quieres vengo más tarde.
–No, no. El día no está como para salir. Pasémoslo aquí. Este viento de otoño nos puede hacer daño, tercia su mamá al salir de su habitación.
–Salgo a almorzar; regreso en una hora, añade.
Fabienne cierra la puerta tras de ella. Nos sentamos en esquinas opuestas de un sofá. Hablamos cosas de enamorados, de luces y tintineos.
Su mamá regresa del almuerzo con un servicio de té y galletitas. Se queda por espacio de dos horas, haciéndome preguntas sobre el tifus que, a sus juicios, está por extenderse por la capital.
Luego se marcha a recibir a su marido en el puerto de Mayagüez cuyo vapor llega esta noche procedente de La República Dominicana.
Abandonamos la pieza, su madre y yo. La acompaño hasta su automóvil, un Ford de dos plazas de 1932, descapotable y con baúl que se convierte en asiento para dos.
Tan pronto emprende la marcha, regreso a mis habitaciones para tomar una siesta y evitar sospechas pero Fabienne, desde su puerta, me invita con un gesto sutil de mano y mirada.
Regreso con ella al apartamento. No puede contenerse y me aprisiona los hombros. Sonríe.
–Cuando termine el mal tiempo, podemos pasear por la playa. He descubierto un sitio donde podemos bañarnos sin ropa.
–¿El paraíso, aquí?
–Aguarda a que lo veas, Leslie.
Fabienne deja caer sobre la alfombra sus pantuflas en seda con diseños chinos, y cruza las piernas debajo de ella. Recoge la faldeta del kimono entre sus muslos.
–Te he visto desnuda, le confieso.
–Imposible. ¿Cuándo?, dice con sorpresa.
–Ayer por la tarde, cuando saliste de la toilette para secarte.
– ¿Te gustó lo visto?
–Delirante…, contesto.
–Entonces, quiero verte igual, dice con cara de gata relamida. Cierra la puerta con un llavín.
Abre sus ojos desmesuradamente cuando me desvisto.
–Carajo, me excitas. Da la vuelta.
Lo hago, suspira. Presiento cuando se acerca detrás de mí. Siento sus manos acariciar mis nalgas, mi espalda.
–¿Te gusta esto?– Susurra mientras lame mi cuello. Me tiemblan los muslos, las piernas. Entonces se arrodilla, me besa las nalgas y las separa. Me volteo, siento la punta de su lengua en algún lugar de mi corazón.
No tenemos experiencia en estos estadios sentimentales. Comienza entonces un vuelo delirante y nos olemos de pie a cabeza. También nos tocamos por todas partes sin pudor, cuidándonos de morder o arañar.
Nos lamemos como lo hacen las perras con sus cachorros. Hay tres partes de ternura diluida en una tintura de lujurias.
Me marcho antes de que lleguen sus padres.
Esa noche, en el foyer del hotel, escuchamos en la radio nacional dominicana, al otro lado del canal, un programa de música norteamericana. Ocupamos sillas a lados opuestos del aparato. La orquesta interpreta lo que será en adelante nuestra canción. Es de una película de Bing Crosby que la he visto en el verano.
El título de la canción: ‘May I’.
Sus padres bailan en la alfombra del recibidor. El me mira con recelo.
Memorizamos la canción que es larga y luego la copiamos.
May I be the only one to say I
Really fell in love the day I
First set eyes on you…
Y ya. La adoptamos y vamos por ahí silbándola todos los días.
Dos días más tarde, el padre de Fabienne, que es empresario, nos invita a visitar una fábrica de tabacos que piensa comprar.
Titubeo al principio y le digo que debo consultar a Francine. Fabienne me acompaña y me susurra.
–Podemos sacarle provecho al viaje, como desaparecer por media hora.
Francine me da permiso y ordena que se nos preparen emparedados de mortadella italiana y de pollo frío y ensalada fresca. Añade un litro de café y dos de agua mineral. Salimos media hora tarde por la dilación de la madre de Fabienne.
El viaje es largo, la ruta espléndida. El palio de la fronda cubre la carretera que sube por las montañas. El aire se torna frío y densa la neblina.
Hay una belleza abundante, selvática, por todas partes. Una bruma delicada se posa por donde pasan los riachuelos delatando su cauce. Las briznas de la niebla van desapareciendo según calienta el día. Pasamos todo el viaje escuchando la radio, noticias y programas musicales.
Súbito, doblamos a la derecha y ahí está la fábrica Casa López, tabaqueros, al final de un ‘cul de sac’ empedrado, al borde de un lago cuyas aguas reflejan el verde de las montañas que lo circundan.
La fábrica ocupa la mitad del edificio. Trabajan allí cinco tabaqueros y el gerente. El padre de Fabienne y el gerente conversan. Escucho cifras, un precio, asuntos privados.
–Mil cigarros a cuarenta dólares la mano de obra… quisiera conocer al mejor torcedor… no me interesa el que haga los mil cigarros por semana sino el de más oficio, el que haga cigarros de buen tiro… traigo una nuevo cigarro para añadir al vitolario de Casa López… un ‘Perfecto’ del cepo 48, he traído la liga con hojas dominicanas y algunas del país… el torcedor puede hacer quinientos por semana, veinte cajas… dispuesto a pagar diez centavos por cigarro… la velocidad en esto no es factor… un cigarro para los plutócratas, los que puedan pagarlo a peseta….
Pedimos venia para meternos hasta las rodillas en las orillas del lago. La madre de Fabienne accede.
Corremos hasta la orilla más cercana y desaparecemos detrás de un nudo de pinos australianos. Desde allí podemos observar la fábrica a lo alto de la subida. No hay nadie por todo aquello.
Fabienne mira en derredor suyo. Se quita los zapatos y las pantaletas. Me las lanza y las recojo al vuelo. Me invade la borrachera de los sentidos luego de aspirar su olor de la fruta verde camino de madurar. A seguidas se para frente mío pero de espaldas, mirando al lago y se levanta la falda por detrás mostrándome las nalgas blancas.
Me dice:
–Muérdeme, pero no dejes marcas que puedan verse cuando me ponga el bañador.
La obedezco. También acaricio su pubis casi despoblado. Entonces se voltea y se desata la locura de hace dos días.
Tras un primer traspié a causa de un desfallecimiento, nos calmamos. Sentados codo con codo, conversamos.
–¿Tienes novio? Debo saberlo, supongo, le pregunto.
–Eduardo, pero no nos tocamos así como tú y yo. Vamos al cine con una chaperona.
–¿Te gusta?
–Sí, pero de modo distinto. Estoy enamorándome de ti, Leslie.
–¿Y qué pasará de vuelta a la capital?
–Habrá que ver. Podemos vernos socialmente pero con discreción. Tienes que aprender a controlarte. Te quiero de un modo más suave, más dulce pero tú quieres otras cosas… remojarme, por ejemplo. Tenemos que cuidarnos de eso.
–De un modo más suave… pero no hace ni veinte minutos me pediste que te mordiera las nalgas, sonrío ante la ironía y me golpea con fuerza en el hombro.
Media hora más tarde cuando ha bajado la tensión de poder ser vistos, recoge sus pantaletas, se las pone. Regresamos, zapatos en mano, camino de la fábrica donde aguardan sus padres. Parecen felices.
A la vuelta rompo el silencio del viaje que se ha tornado cansino y hago una pregunta impertinente. El padre de Fabienne sonríe como si el asunto viniese del reino de la imbecilidad.
–¿Por qué ni usted ni el gerente fuman los cigarros que se hacen en la fábrica? Fuman cubanos.
–Te fijas bastante en las cosas, Leslie. Caso mío prefiero los Partagás. El gerente, eso es otro asunto. No da un buen ejemplo, tendré que hablar con él.
Suelta una carcajada.
–Pero es ridícula la situación, ¿No crees?, dice.
Llegamos molidos al hotel y pasamos a nuestros apartamientos a descansar hasta la cena. Con el pasar de los días nuestro sentimiento crece desproporcionadamente. Por cada uno vivimos diez.
En mi soledad, yago en el canapé y recuerdo un gesto suyo y lo repaso una y otra vez. También me asalta el olor de sus olores y veo en mis imaginaciones sus rodillas huesudas y el arco elegante de su pie tan largo que casi le llega a media pierna, como decían de Nijinski, el bailarín leyenda.