Miel que me das: «Ya no tengo esperanza» – Coro de Medea de Eurípides

Ya no tengo esperanza

 

Ya no tengo esperanza de salvar 

A los niños, ya no, ya van camino 

Al asesinato.

La novia recibirá, con la diadema de oro,

Recibirá, 

La pobre, 

La muerte. En sus cabellos 

Color castaño, con sus propias manos

Se pondrá un adorno que pertenece al Hades.

 

La belleza y el brillo divinos

La convencerán de ponerse el traje

Bordado con oro, pero será 

Para los muertos 

Su vestido de novia. Desdichada, 

Caerá en esa precisa trampa 

De muerte

Y no podrá regresar. 

 

Pero tú, yerno de reyes por interés, 

No ves que traes muerte a tu novia,

Muerte también, abominable, 

A tus hijos. Infeliz, te desviaste 

de tu destino.

 

Yo lamento tu dolor, 

Infeliz madre de niños, 

Vas a matar 

A tus hijos por un matrimonio 

Que tu esposo dejó injustamente,

Para vivir como esposo en la cama de otra.

 

Coro (ll. 976-1001) de la Medea de Eurípides en traducción de Cristina Pérez Díaz

Dibujo original en tinta sobre papel de Emanuel Torres

 

Nota de la traductora

Los personajes trágicos femeninos suelen ser anómalos: van contra las leyes, contra la moral, contra los pactos sociales. Por supuesto, su crimen lleva siempre un peso extra; el hecho de que sean “mujeres” quebrantando el orden en una sociedad patriarcal las hace no sólo criminales, sino abyectas. Pero de todas las heroínas trágicas, Medea es la más monstruosa, la menos redimible. Mata a sus propios hijos para vengarse de su esposo, y al final escapa intacta, volando sobre las cabezas de los mortales en el carruaje de su abuelo el Sol. Otras heroínas como Antígona y Fedra se suicidan tras cometer sus actos anómalos; Clitemnestra es asesinada por su hijo Orestes y con ello, según Esquilo, se restablece la “justicia”. Pero Medea no. Ni se suicida ni muere ajusticiada por un hombre. 

El estatus especial de este personaje que logra escapar ileso de su abyección le viene tanto de su extranjería como de su linaje divino. Por un lado, es nieta del Sol y sobrina de Circe. Por otro lado, proviene de Cólquida (hoy Georgia) en el Asia Menor. Tanto su linaje como su geografía la vinculan con la magia. Medea es una hechicera, y no es griega, con lo cual su anomalía se multiplica aún más. El acto que comete no sólo es anómalo, sino además marcado por una feminidad extranjera.

En una primera lectura, es evidente que se trata de un personaje que refleja, lo que menos, una visión orientalista de parte de Eurípides, y en el peor de los casos su chauvinismo, racismo y misoginia. Pero Medea es fascinante. Frente a ella, nos encontramos con un indecidible. Por un lado, no hay manera de justificar el asesinato de sus hijos, su decisión será siempre abominable, y es imposible ignorar que es el texto el que ejerce esa violencia ideológica, creando un personaje abyecto, mujer y extranjera. Por otro lado, el texto crea este personaje en toda su complejidad y riqueza, no para que lo juzguemos como un «otro», sino para que nos hundamos en el dolor junto con él: se entiende que su situación es invivible, que Jasón la ha puesto en la posición de una muerta en vida, y Medea se decide por salvar su vida con la mayor ferocidad, en lo cual hay, junto a la abyección, dignidad. A lo largo de la tragedia, se nos presenta un personaje brillante y difícil: sus parlamentos son geniales; en su primer monólogo, Medea ofrece el discurso proto feminista más poderoso de lo que nos ha llegado de la Grecia del siglo V; luego vemos y entendemos lo desesperante e injusta que es su situación, y que la culpa la tiene Jasón, quien la abandona con sus hijos a su suerte, en una tierra extranjera en la que no tendrán derechos, para casarse con la hija del rey y asegurar así su posición; y la vemos también atravesar las tinieblas de su decisión de matar a sus propios hijos, con una lucidez implacable a la vez mezclada con un dolor que le rompe las entrañas. 

En todo caso, la mejor manera de acercarse a esta tragedia probablemente no sea tratando de asumir una posición a favor o en contra de Medea, pues se trata claramente de un crimen con el que no se puede empatizar sin perder la propia humanidad. Como lectoras, perdemos si tratamos de encontrar en este texto una lección moral, un paradigma para la acción, alguna experiencia edificante. El género de la tragedia es terrible porque nos pide que sostengamos esa indecidibilidad por un momento, esa simultánea empatía/repulsión por la heroína, que nos mantengamos en el terreno del dolor y de la complejidad de las pasiones, fuera del juicio. Claro que de vuelta en el mundo de la vida práctica no podemos sostener tal actitud y tenemos que asumir posiciones éticas y tomar decisiones basadas en nuestras consideraciones sobre la comunidad que deseamos y la que no. Pero la experiencia de un texto trágico es un momento excepcional, fuera del tiempo de la vida ética, o para usar la frase de Nietzsche, “más allá del bien y del mal”. Este coro es un lamento, un momento vertical descendente, para sumirse en el dolor que implica ver cómo al rededor de nosotres la vida se destruye y una comunidad se desarticula. También desde estos momentos verticales, un tanto claustrofóbicos, se nos da la tarea de repensar la esperanza. 

 

 

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