27 de noviembre, Santa Fé de Antioquia
Me he quedado solo en la casa solariega de un antiguo monasterio construido en 1547, en Santa Fé de Antioquia, Colombia. El prodigio de viajar, escribir e imaginar invitó a los misioneros dominicos a que me acompañen a orar conmigo. ¿Qué me traerán? Las cofradías manejan secretos y no los revelan ni por bien o por mal. Comparto con ellos un puro cubano y un ron viejo de Caldas a las rocas. No me reprenden pues inventaron buenos vinos, la cava y el brandy.
Son las nueve de la noche y afuera está el frescor de la luna, me provoca no lo puedo pasar por alto. Me uno a la calle de los conquistadores bellacos y a campanarios fundidas aquí. Abrí la puerta de madera pintada de verde con bisagras y eslabonada. Antes miré a los dos costados de la calle empedrada. Estaba despejado, fraternal. Me entró la contemplación con unas caladas monásticas. Tiré la bocanada que llegará a la luna nueva que iluminaba la noche santafereña.
Entonces, lo siguiente era sentarme en el escalón macizo de granito que duerme con la acera. A la orilla del escalón pongo el vaso de cristal con el exquisito ron y sostengo el puro, doy otras caladas porque me satisface fumar sin que pase sobre el filo de los higienistas. No hay moros en la empalizada.
No puedo negar que el encuentro canonizado con un asueto, hace tirar la espada de un soldado, desaparece la tensión de viajar y el opresivo calor se va a otra parte del continente. Desde mi terrera atalaya veo la iglesia de Santa Bárbara. De paso, da gusto reflexionar mirando las paredes de mampostería que se extienden de un extremo a otro de la cuadra. Es un edificio muy sólido con puertas magníficas que se abren con dos llaves, adentro pienso que ocurrieron momentos estelares de la historia de Santa Fé de Antioquia.
En tiempos de la independencia y durante la república, marcharon por estos empedrados caminos regimientos de los ejércitos monárquicos, liberales y conservadores. Muy cerca de donde me hospedo está el parque, los cafés, heladerías, supermercados, ferias de artesanos y restaurantes. Aquí después de la seis de la tarde el pueblo anda hacia la plaza encalada, tiene una fuente, monumentos y jardines. Además, ya se instalan las decoraciones con motivos navideños. En este parque reina el entusiasmo de los niños, los padres y los abuelos.
El alumbramiento de la navidad es el siete de diciembre según la tradición eclesiástica. Ni las ratas que pululan entre los senderos de matas y flores opacan la fuerza del regocijo. Las sonrisas de los niños son un regalo y causan profunda satisfacción a los parroquianos. Allí, a dos cuadras de mi casa, está la fiesta pública de los habitantes de Santa Fé de Antioquía. La población santafereña es una asamblea de amigos, parientes, novios, campesinos, sombreros y mantas sobre el hombro. Los contemplo a todos: son conversadores, decimeros, comerciantes, políticos y exguerrilleros. Todos forman un uno entero de vida y fraternidad. Eso es lo que observo desde afuera, es la opinión de un forastero, lo que pasa adentro es únicamente asunto de esta población.
Aquí las mujeres me asombran, los hombres son enfáticos, los adolescentes son amables y los niños van a sus anchas. Todos contribuyen a la paz y a la alegría de la noche. No veo turistas americanos hambrientos de cannabis, tatuajes o grasosas hamburguesas como ocurre a diario en mi duro Puerto Rico.
Ahora estoy solo en está casa de tres habitaciones, cocina de fogones y una lámpara colgante en cada salón. Hay una máquina de escribir Remington, tendrá como poco cien años y aún brican el teclado en castellano. Sobre una mesa alta de hierro macizo hay un fonógrafo antiguo de disco plano de vinilo. Las paredes están forradas con cuadros a la virgen y el Cristo del Corazón Sangrante cuelga en la alcoba principal donde duermo.
Es un místico alojamiento que me parece una sacristía con imágenes religiosas y gruesos velones. La casa está tomada por los misterios de los santos y ángeles. El recinto está en las sombras, no tiene chispas. Están callados y no tienen ruidos. Aquí hubo un credo de elevación y meditación. En los muros, la invocación de los monjes es igual al apetito de desear. Por eso, las puertas herméticas no se abrían al mundo profano excepto cuando llegué. La primera noche de mi estadía, las abrí de par en par para no agobiarme de las cofradías, para descalzarme las sandalias de los monjes.
Sin embargo, yo he violentado este recinto abriendo la puerta, ahora aquí pernoctan mis buenas visiones. De manera que dejó que el aire profano invada las habitaciones por unos momentos mientras se va consumiendo mi puro y con el mismo ritmo me tomo el ron a las rocas. Dónde empieza la felicidad de la calle, también empieza lo sombrío, lo inesperado, lo indescriptible.
El cigarro por la mitad y el trago casi lo termino, me sentía como el vigilante o portero de la calle empedrada entre muros. Los misioneros dominicos y yo prendimos siete velas, leímos dos cartas de San Pablo, cantamos el rosario a la virgen del Carmen. Me sentía tan anciano como ellos cuando oramos duramente un Padre Nuestro. De pronto estaba en un éxtasis apostólico, veía almas flotando en el aire, veía a San Lázaro chupando un habano, veía a Santa Lucía con su par de ojos en un cuenco y se me apareció una Magdalena que caminaba por la calle empedrada, no caminaba, flotaba tristemente. Quizás era toda una revelación.
La miraba mientras se acercaba más a mi postura. Magdalena está encinta, traía una barriga que le explotaba, nada le cubría su torso, su pipa era como un morro desnudo que se tragó el ombligo. Los dominicos no se enteran, cerraron los ojos y se metieron en sus calabozos. Se los tragó el credo, son obedientes a la ley de la iglesia. La señora que conocí en la tarde en la plaza Simón Bolívar, me dijo que la justicia es una. El humo del cigarro no impidió que me llegarán los olores de la sagrada gestación.
Yo me quedé solo con Magdalena en la calle. La llamo así porque es la amante pura. Intenté ignorarla con más humo en mi boca, viene hacia mí sin haberla convocado. No entiendo porque se me acercan los tristes, los tontos, los gitanos y las hechiceras. La Magdalena se arrima a mí con su barriga llena sin cobijo, tiene frío y como cuesta entender el cuerpo grávido de una mujer. Su panza que maravilla, es un nacimiento entre la vida y la muerte.
El cuerpo de la adolescente ancestral se muestra rotundo, sus ojos se fijan en el lujo de fumar, de tomar y tener un cobijo con los misioneros. Fue atrevida, quizás por la desesperación y por mi cara de indígena. Cruzó la acera opuesta, la robusta embarazada, con los brazos cruzados que le tapaban los pechos hinchados. Sin temor se acercó, me inquieté porque solo llevaba puesto un pantalón que le tapaba los muslos y de pronto con una voz húmeda me imploró: “Señor, por caridad tiene una camiseta que me regale para cubrir mi embarazo”.
Vi sus lágrimas, el llanto quejumbroso, vi la piedad. “Me han robado y me han quitado lo poco que tenía”. Tuve sospechas que me quería timar, puse en duda a la madre calumniada que pide posada en pantalones negros y calzando unos tenis blancos. Nada por arriba. Pensé que debía reprimir mi tendencia a la caridad y de parar de repartir monedas a los pobres que aunque no les de nada me bendicen, “Vaya con Dios, ni le de pena, que Dios se lo duplique».
Recordé aquella anécdota que escribió el poeta maldito Charles Baudelaire que contaba la breve costumbre de un rico ciudadano de París que antes de salir de su mansión se metía en unos de los bolsillos del pantalón unas monedas falsas para engañar a los pordioseros. Es un canalla quién ofrenda sin querer perder y es un bastardo el que usa la caridad para crear falsas ilusiones.
Repaseé sus ojos lastimados, su rostro hinchado, su piel levantada y su voz ahogada. Era ella la virgen inmaculada concebida por la luna de la noche. Todo este episodio era demasiado fuerte para un dilatante que el taller de Dios lo ponía a prueba. Mientras tanto, los dominicos seguían sin dar señales humanas. Estaban educados en teología, leían a San Agustin pero ignoraban la misericordia, no escuchaban ni intentaban ir más allá de los claustros. Habían encendido inciensos en la capilla para vagar en las sombras del mundo. La casa estaba invadida por los intocables de la misión.
Jamás había visto el cuerpo de una mujer mostrando al sereno su embarazo desnudo. La capilla, el monasterio y la catedral no le ofrecieron ninguna aventuranza. “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados y yo los aliviaré”. Ignoro la procedencia de este llamado cristiano.
Fue un momento surrealista. Tal como se describe en los evangelios. Ella, la mujer de la luna de la noche, es la representación de la madre María encinta del superhombre, del salvador esperado hace dos mil años. La chica encinta buscaba un pesebre, que alguien le diera abrigo en la nocturna incertidumbre. Yo la veía venir, intentaba otra calada pensando que pasara de largo, rogué que no se detuviera delante de mí.
Venga el ron mientras nadie hablaba ni se movía en la calle, excepto aquella mujer embarazada que le seguí con la mirada pero que estaba dispuesto a darle la espalda. Deseaba que se alejara, una mujer embarazada no tiene cuentas con un hombre desconocido. Esto era todo lo que le suplicaba a la embarazada. Pero no tenía fuerza moral para deterla.
No estaba embelesado tampoco me creía que me hacía un truco ilusionista. No tenía testigos, solo yo estaba convencido que era una mujer cuyo embarazo estaba apunto de caramelo. Quería unirme a la desconocida, quería decirle palabras de dulzura porque he tenido la experiencia de un papá en el pasillo de un hospital en espera del más hermoso e impactante acontecimiento. Nadie la acompañaba. ¿Sería de esos embarazos de mujeres dónde el hombre desaparece? Vayan ustedes a saber.
La pantalla grande ha abordado un cine de embarazadas. Hay películas muy populares que se han convertido en la biblia del embarazo. “Qué esperar cuando estás esperando” (2012) es una de tantas comedias para disfrutar de una matiné de risas y consumos. El embarazo en Santa Fé de Antioquia es un manifiesto vivo y desconcertante por lo sagrado, no es un embarazo burgués ni urbano. Aquí el embarazo vive un destino impredecible que espera por una película que abra los ojos.
Ella avanzaba esperando mi respuesta. “No te importa que sea una camiseta de hombre”. “No señor”, me dijo. Y en medio de la calle me puse de pie, me quité la camiseta blanca de tamaño grande de algodón. “Aquí la tienes, está recién lavada”. Entonces, mi pecho se quedó explícitamente en cueros. Me sonrió entre lágrimas, me dio la espalda, conserva el pudor, y se puso mi camiseta fresca, liviana y con mi perfume. No la detuve. Y siguió camino hacia el río tapada, parecía menos triste; le dio la espalda a la luna nueva. Yo me quedé atónito, regresé a mi puesto calando más hondo y aceleré el trago. Me puse una camiseta de algodón de Medellín. Adentro, en la casa solariega, los misioneros no preguntaron por ella pero sí que esperaban por mi para empezar a rezar.
A pesar de mi disposición y del gesto de generosidad, no dormí bien esa noche. Rehusó a ser supersticioso pero había regalado mi camiseta por una buena causa. Entonces, recordé que en la calle de la Amargura conocí a una empleada que atendía la tienda de variedades de Santa Bárbara. Después de desayunar me fui en busca a la señora Milagros. Le conté lo que me había ocurrido la noche anterior. Buscaba el consuelo de que había ayudado a una embarazada de las muchas que se ven en este partido.
“No señor. Mire usted tenga mucho cuidadito con las cosas que pasan de noche. La virgen era pura, esa mujer estaba en pelotas. Esa fue una hechicera. Mire cómo lo ha puesto inquieto. Tenga, léase la oración de San Benito por tres días consecutivos. El santo lo va a proteger de las maldiciones de la calle. Póngale mucha fé. Ya usted verá los resultados santificadores. San Benito es para esas ocasiones. Aleja los malos entuertos. Con él volverá a la tranquilidad y a la paz que ahora necesita. Son cinco mil pesos”.
Salí espantado de la tienda de variedades, la calle de la Amargura me traía angustias. A dos cuadras de la señora Milagros me encontré con Liviano Zapata que vende chorizos. Me dijo que no toma ni una gota de alcohol. Es cantautor, investigador de seres extraterrestres. Me habló que conoce los secretos del Vaticano, del Pentágono y el Kremlin. Le compré un chorizo por tres mil pesos. “Ahora ve a YouTube, me ruega, tengo una canción, “La puta moza” que está pega”. “Vale, lo haré”, le dije. “Juancho no deje de ir a mi pueblo”.
Para nada, me dije. Aún así se me ocurre la descabellada idea de invitarlo a un café pero me contestó que con los chorizos no se puede, “que Dios se lo pague”. Entonces, pensé en todo lo que me había ocurrido en menos de veinticuatro horas. La Oración a San Benito es para alejar a diletantes, facinerosos, brujos, malandros, misioneros, amantes, envidias, ilusiones, alquimistas y magias. San Benito que bueno eres.