Las cocinas de ellas

 

 

Esta semana murió a sus noventa y tantos, mi tía-abuela Tití quien, junto a Camelia, son mis referentes e inspiraciones en la cocina. Abuela me enseñó a cocinar en leña y Tití, una matrona regordeta y de brazos enormes, movía los calderos con las mismas preparaciones e iguales y hasta mejores resultados, pero sobre la estufa; siempre de gas. Siendo de la diáspora, tuvo que adaptar la cocina criolla ancestral a sus circunstancias.

Durante un tiempo vivió aquí con nosotros y con ella, que era más expresiva que Camelia, entendí que en esta familia de mujeres la cocina es un idioma. Es mucho más que un acto cotidiano. Eran ocho hembras de entre diez hijos de la despiadada bisabuela Justa (o Justina, según la personalidad que asumiera ese día). De las ocho, tres eran excelentes cocineras; cada una en su campo. La menor, Faustina, también es un referente importante en mi cocina. De ella transferí mi afición por coleccionar equipos y explorar con platos de otras latitudes. Un día llegaba con un apple pie; otro, con lo mein. O encendía su smoker para asar sausages que había hecho con su máquina de embutidos. La cuarta, Yaya, no cocinaba. Pero siempre que llegaba de visita desde California, venía cargando con una variedad de frutas gringas: manzanas, albaricoques, cherries, peras… y no podía faltar la posta de salami hebreo. Con su acento chicano me explicaba todo lo que podía prepararse con cada una de esas frutas. Rosario odiaba la cocina. Pero los sábados eran siempre días de espagueti y  su casa siempre  olía a lubina frita porque Ramón, su marido era experto pescador de lago. No obstante, con ella aprendí a coser; así, con ese. Velia, por su parte hacía lo que podía dentro de su precaria situación económica. Vivía con Irmita, su única hija quien fue una tierna y eterna niña y su nieta de la que no recuerdo el nombre, pero sí que era la sombra tras la cortinita que separaba su cuarto de la sala; que heredé todas sus mumus cuando murió a los dieciocho. Era hidrocefálica; un saquito de huesos cargando una enorme cabeza de ojos que decían lo que su boca no podía: nunca hablo ni se movió de aquella cama.  “Mama”, fue la única palabra que articuló en su corta y agónica vida; y expiró. Pero a pesar de su pobreza, Velia e Irmita siempre nos ofrecían galletas export soda y un néctar de melocotón en un cacharro o una tacita de margarina con olor a sofrito; caliente como el techo de su casa de la prera, o el plástico con el que tapizaban los muebles, del que se  me pegaban los muslitos, sancochados y húmedos. No era una gran cocinera, pero poseía la creatividad de quienes “se las resuelven con lo que hay”, como la vez que nos ofrendaron una docena de pasteles de masa de pepitas de pana. Les diría también que de Velia se rumoraba que era, más bien, diestra para mover “otros calderos”; pero ese es un cuento como para finales de octubre. De lo que sí estoy clara es que de ellas aprendí que cuando alguien cruza el umbral de tu puerta, una da lo mejor que tiene.

Moncha, la religiosa, le puso la sazón criolla a nuestra impuesta dieta judía.  Devota adventista como era, le buscaba la sabrosa vuelta, a los rigores levíticos que nos impuso Elena White a sus fieles.  Cuando la vistábamos solíamos bajar al amanecer, en una caravana de tías abuelas con sus respectivos hijos, nietos y alguno que otro cola’o. Entonces, desde su fogón en Mayagüez, comenzaban a salir enjambres de platos igualmente deliciosos, pero con las necesarias bendiciones kosher.  Además, su hija por los mismos regímenes, era una vegana de respeto y me enseñó a hacer panes de granos, mantequillas de almendras, barritas de dátiles.

Cuando todas se juntaban en casa de abuela, sus charlas se escuchaban hasta acá en mi casa y era una homilía de calderos subiendo y bajando del fogón durante dos o tres días, hasta que se agotaban todos los guineos, se molían todos los cocos, se mataban todos los pollos crecidos, se acababa la paila de sangre para las morcillas. Siempre a regañadientes y en un tono de cura malhumorado, se daban y nos daban instrucciones a los nietos que entrábamos y salíamos de aquel enorme espacio de madera que era un templo. Sin embargo, entendíamos esa forma tan seca de expresarse. Y es que con ellas aprendí que en esta familia de mujeres duras, encurtidas por el trabajo y el dolor, cocinar es el único acto de ternura que nos permitimos. Esa dureza, también la adopté. No todo es peaches and cream. No en balde la cocina y yo estamos tan ligadas.

Una vez, cuando le pedí leyera un cuento mío para el que casi tuve que sacarme una maestría en física, el célebre Pancho Velázquez me dijo: “niña, ¿por qué te complicas la vida? Escribe de tus abuelas y tus tías y sus cocinas; como todas las escritoras latinoamericanas”. Por mucho tiempo me negué ese cliché. Pero estoy empezando a sospechar que, llegado el momento, este acto se convierte en una pulsión: en un compromiso ineludible.

  1.     Los códigos de los sorullitos de Maíz, como me enseñó Tití.

Si el fogón de Camelia era su templo, la cocina  en el  interior era su purgatorio. Salvo en contadas excepciones, incluidos los maravillosos cueritos de pescuezo de pollo rellenos de corned beef, de aquella cajita de fósforos, intento de cocina, lo que salía era, en más de un sentido, intragable.  Conato de comida de aspecto mustio, desabrida, fría, con cierto vaho a Clorox. Era tal el contraste entre ambos espacios culinarios, que podría jurar, secretamente, que lo hacía adrede; como una pequeña venganza clandestina contra su compañero de décadas.  De hecho, con frecuencia me advertía por lo bajo: “no te comas eso, que es pa’ tu abuelo”.  Sin embargo, además de los pescuezos, eran un llamado a la reunión del clan, las ditas alcochonadas con Bounty y repletas de frituras que emergían de la cocina interior.  Estas vieron con nosotros a Rafaél José ganar el OTI, a Deborah el Miss Universe, un par de nocauts de Gómez, muchos juegos de pelota, la caída de Walenda, el juicio de Maravilla… Ditas que borboteando bacalaítos, alcapurrias y sorullos, circulaban en un papacaliente por la pequeña sala, ofreciendo su contenido mientras los ojos permanecían estáticos frente al televisor. De los sorullos, yo solía comerme solo la corteza crujiente, porque ese engrudo interior que me recordaba al funche o a la harina de maíz que mami se preparaba de desayuno, me causaba cierta desilusión: como un regalo mediocre, pero bien envuelto.  Esto, hasta que Tití llego a casa y entre tantos otros, me pasó los códigos secretos de los sorullitos.  Se trata de una masa bien sazonada (mis sorullos son salados) y bastante seca.   Para esto, es necesario cocinar la harina al fuego hasta que despegue totalmente de las paredes de la olla.  Ese también es el código para otras preparaciones que requieren centros huecos, como la choux de los eclairs y de los churros.  Mi reciente descubrimiento de la magistral polenta italiana, me llevaron a idear esta receta que les dejo en honor a Tití y a Camelia y a las tías que se pasaban la dita de sorullitos para mojar en chocolate, alguna noche de verano en el balcón de abuela mientras ventilaban los cuentos de Justa a boca de jarro, una y otra vez, en su inagotable lamento sazonado pero seco, como la masa con la que se confeccionan.

Sorullos al camarón y su musse pa dipiar. (12 sorullitos, aprox.)

Ingredientes:

1  taza de harina de maíz
1 3/4 tazas de caldo de camarones preparado con:
5 camarones frescos y enteros
2 1/2 tazas de agua
2 hojas de laurel
1/4  de cebolla
1/2  zanahoria
2 dientes de ajo
1 tallo de apio (celery)
Pimienta al gusto
3 a 4 granos de pimienta gorda (malagueta/ allspice)
2 cucharadas de aceite de oliva
1/4 taza de crema de montar (heavy cream)
1 cucharada de cilantro fresco, picado, mas sus tallos aparte .
Un limón
Sal y pimienta al gusto

Preparación:

En una olla profunda, ponga el aceite de oliva y las cabezas, colas y cascarones de los camarones.  A sus cuerpos, quítele la vena y  reserve la carne.

Pasados 4 o 5 minutos de cocción, añada la cebolla, apio y zanahoria. Cuando transparente un poco la cebolla, añada la pimienta, sal, pimienta gorda (reserve una pepita), los tallos de cilantro y el laurel y vierta el agua.  Deje hervir unos 15 a 20 minutos.

Mientras tanto, prepare la musse. Primero, cocine vuelta y vuelta los camarones reservados sobre un sartén con unas gotas de aceite de oliva hasta que cambien de color. Corte en porciones pequeñas y procese con la crema, un toquecito de la raspadura de una semilla de pimienta gorda, el cilantro picado y una pizquita de ralladura de limón, así como unas cuantas gotitas de su jugo.  Salpimente a gusto. Adorne y reserve en nevera.

Retire el caldo del fuego. Procese en licuadora todo el contenido muy bien y filtre varias veces hasta conseguir un caldo limpio de impurezas.

Regrese dos tazas del caldo limpio a la olla y ponga al fuego hasta que hierva. Añada la harina de maíz en pequeñas cantidades, asegurándose que toda se incorpore y humedezca. Si nota que está todavía muy seca, añada chorritos del caldo restante o agua. Continúe cocinando y moviendo la preparación hasta que la masa se despegue de las paredes de la olla.

Ponga aceite a calentar en una sartén a fuego alto.  Luego lleve a fuego medio y fría los sorullos dándole antes la forma y longitud deseada. (A mi me salen 12) No se asuste si le quedan un poco mas oscuros; esto se debe al color del caldo. Cuando estén todos los sorullitos fritos, sirva junto al musse para untar o dipiar.

Nota para que coma titi Moncha.

Para quienes no consumen marisco, el caldo bien puede sustituirse por cualquier otro.  De igual forma, la musse puede prepararse con pollo, setas, alcachofas, berenjena.  Y en el caso de los veganos, la crema puede sustituirse por tahini, tofú e incluso anacardos o cualquier otra semilla, procesados con un poco de agua. Pero de esas travesuras culinarias, supongo que saben mejor los veganos.

 

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