Será Otra Cosa: Nuestra más honda afinidad, antes y ahora, es la tristeza

Especial para En Rojo

¡Próximo! ¡Próximooo! Lo gritaba mientras seguía raspa y raspa el canto de hielo y las gotas de sudor chorreaban de su antebrazo, ¿te acuerdas? Es que antes no había covid. A la verdad que yo no sé cómo sobrevivimos. Te digo una cosa, el sirope era como un milagro. Ay mi madre, aquellas piraguas sí que eran buenas. ¿Y te acuerdas de la cosita aquella de metal que usaban, que era como un copito, y se la ponían por encima, crsttt, crstttt? ¡Ah, sí, chico, pa que quedara formaíta en triángulo la piragua! Acho, mano, qué buenas eran aquellas piraguas de antes…

¿Y qué tú me dices del sitio aquel que se llamaba chicken palace? Es verdad que se comía sándwich con mosca y la peste a grasa no se te iba en tres días, pero avemaría, ¡qué muchas jarteras me di yo allí! ¿Te acuerdas del sitio que te digo, el que estaba a la orilla del mar, donde ahora lo cambiaron tó?

Mayagüez era otra cosa cuando estaba lleno de tiendas, bródel. ¿Te acuerdas que de tanta gente caminando por las aceras, había que tirarse a la calle pa poder pasar? ¿Y qué tú me dices del mall? ¡Era igual! Tó lleno de gente. Ahhh, sí, esperábamos las vitrinas de Navidad de González Padín tó el año. ¡Qué cosa linda era aquella!

*

A razón de la demografía y de la ideología, nuestro junte era improbable. Compartíamos, eso sí, la extrañeza, el desconcierto, la sensación fuera-de-lugar. Y también algo más, que descubrí quizá muy tarde.

Un objeto a destiempo, cada vez más obsoleto, provocó la reunión: una carta a vuelta de correo postal, impresa con letra clásica de maquinilla, en papel dobladito tamaño legal. Se nos citaba al tribunal a primera hora de la mañana dentro de tres días. “Proceso de selección de jurado.” Debíamos estar prevenidos de que, si no llegábamos, habríamos cometido delito. El Estado cumpliría una orden de diligenciamiento y nos multaría por no menos de quinientos pesos. Además de tener mascarilla puesta EN TODO MOMENTO, se nos recomendaba llevar abrigo y merienda.

Prefigurando el indudable leit motif de la larguísima jornada de espera en el tribunal, la carta parecía decir “las cosas ya no son como antes.” Además del colectivo cuenterío—que fue desde los modos de crianza de antes, hasta la comida de ahora, pasando por los comercios de antes y llegando a los “muchachos de ahora, que no quieren trabajar”—el alguacil pronto ratificó la exhortación de la carta cuando relató, con la confirmación general de quienes hace años habían experimentado “el proceso,” que antes había café, jugo y almuerzo para los candidatos. Y no eran sándwiches pelaos. Era un almuerzo completo, ¡arroz, habichuelas y carne! Ahora a duras penas hay una máquina de agua de esas de tomársela en conito de papel. Y si quieren agua, me tienen que avisar porque no pueden andar solos por ahí por el pasillo.

Alguien exclamó que de esa agua no bebería. Que estaría contaminada. Que si no había alguna máquina para comprar una botella.

Me entristeció el plástico de su fe, ahora.

*

Espejuelos ahumados encima de la doble mascarilla, libro sobre la historia del caminar en mano, lapicito nervioso tomando notas en código, caminatas breves en líneas de ida y vuelta, yo rogaba olvidar lo menos posible de aquella escena mientras escuchaba a mis compañeros entretener con los antes y los ahoras la incomprensible demora. Me debatía—lo confieso—entre quien ansía el silencio propio de los encerrados en las pantallas del celular (así podría leer mi libro en paz) y quien quiere azuzar, si bien con cierto miedito de lo que pueda surgir y no necesariamente quiera escuchar, esa campechanería en cascada de ciertas generaciones en Puerto Rico. Los exabruptos vinculados con la comida, sobre todo, me hacían reír, y mucho. Disfruto nuestro desmesurado hablar-comer boricua tanto como detesto nuestra sumisión al bipartidismo o nuestra inconciencia sobre otros seres vivos.

En uno de mis minúsculos actos de rebeldía, me asomé a un cuartito lateral, donde encontré una escultura alucinante de decenas de sillas de oficina encaramadas unas sobre otras. Decomisadas, supongo. Sin reparar. ¿Irreparables?

La punitiva noción de justicia que la equipara con vigilancia, control y castigo es un eterno, atroz juego de la sillita, pero peor. Se nos promete que, tras cada musiquita del miedo, alguien sin aire podrá descansar (“se hizo justicia”). Pero no paran nunca la carrera ni la musiquita. Tampoco hay silla disponible.

Nunca, descanso. Nunca, reparación. Antes ni ahora.

*

Anoto: mi padre tuvo dos tiendas de ropa (una perdida en un fuego y la otra en una quiebra) en ese casco del pueblo de Mayagüez, tan anhelado en este inhóspito salón de ahora, y que yo viví, sí, en la niñez. Luego, durante los últimos aletazos de González Padín en el Puerto Rico de los noventa, fue gerente de sus sucursales en el Arecibo Mall y en el Mayagüez Mall. Después de la quiebra de Padín, fueron muchas más las sucesivas, tanto en mi familia como en el país. Ahora, el Mayagüez Mall, como el centro del pueblo, está lleno de locales vacíos, se lamentan quienes conversan, y las vitrinas de Navidad, bendito, no son ni la sombra…

Hasta el ABC del mercado abandona este barco, advierto en mi libretita. Pero estoy harta de las metáforas coloniales sobre barcos y naufragios e islas desiertas, que nunca lo son. ¿Cuáles son las metáforas para esta devastación nuestra? ¿Las que no arremeten, otra vez, contra islas y mares?

El caso es que, sin duda, ahora el capital es mucho más fantasmagórico que lo que Marx dijo, con razón, que era la mercancía. Flechitas y numeritos de inversión. Fórmulas de especulación. Criptodinero. Influencers de algoritmos. Corporaciones espectrales. Cuentas de embuste en algún archipiélago desahuciado que no encuentra otra salida que no sea ofrecerle a los desalmados un “paraíso” para su evasión contributiva. Uno de los resultados evidentes es el vaciamiento de tradicionales espacios de concentración de capital, toda vez que se atiborra la opulencia en zonas antes descartadas.

De todas formas, si bien enfrentada a nuestro presente cruel, y anhelante, claro que sí, de aquellas piraguas de antes, hay poco de los “antes” en esta conversación que no me estruje los adentros. Me lastima que para treinta personas de la ruralía puertorriqueña—a quienes pertenezco, de quienes siento que soy—un torrente de tiendas abiertas conforma buena porción de su recuerdo del bienestar del país.

Hay ruinas que no son de hoy. Tampoco acaban nunca de ser del pasado.

*

Alguien en mi imaginación grita en medio del salón. Se rebela contra la fila en la que nos colocan en dirección a la sala del juicio. Se abalanza a los pasillos y llena de versos las yermas paredes de mármol. Arenga que el opuesto del desamparo del presente no son las vitrinas del pasado, sino algo intangible, para siempre desconocido, irreconocible por el mercado. No tiene nombre, mas se parece al denuedo con el que, en este tribunal de encierro, la mujer de pelo blanco en trenzas, vestida con leguins amarillos, blusa violeta y tenis de arcoíris, confía en los colores.

*

Tras un primer día ocho a cinco, llego a la segunda jornada y logro sentarme, toda de negro, junto a ella. En dos horas, nos despachan porque “el caso se resolvió de otra manera y el acusado renunció a su derecho a juicio por jurado.”

La mujer me mira de arriba a abajo. Me dejo mirar. No es incómodo.

Ella se lanza primero. Oye nena, ¿y tú como estás? Aquí en la brega… como usted… me imagino. Sí, mija…

Nos miramos entornadas por encima de los espejuelos, de la mascarilla, del desconocernos conociéndonos.

Sus ojos, cuyos párpados, noto ahora, están pintados de fucsia, son vitrales astillados. Y los míos, el boceto inacabado de un cubista menor.

Nuestra más honda afinidad, antes y ahora, es la tristeza.

*

Y eso, que no he dicho nada sobre el caso.

 

 

 

 

 

 

 

 

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