Especial para En Rojo
Es viernes: se avecinan las seis de la noche en Santurce. Muy pronto descenderá el telón liliáceo del cielo sobre nosotros; jamás negro, jamás aterciopelado, sobre todo no en los predios de la calle Cerra entre el retumbar de los altoparlantes, los tragos desmesurados y las luces sempiternas del Walmart de la Parada 18. A veces el telón cae al son de altavoces más potentes que los del Hiram Bithorn. Los religiosos de la esquina gritan y cantan con fuerza y algún gallito en la voz: «Dios es mi pastor», «Jesús me salvó», «Arrepiéntete, siervo». Justo después, a dos esquinas de donde ahora vocifera una sierva a todo pulmón, suena desde el Watusi: «Joda, que se joda; joda, que se joda» de la Banda Algarete. Ambas voces de disuelven en una para deleitarnos con una nueva y única melodía que oscila entre el desenfreno y los brazos ya ahuecados de un palestino que nos ama a pesar de todos nuestros pecados.
Como quien escucha la radio, me acomodo discretamente en el balcón. Desde mi nido sobrevuelo el barrio de moda en la intersección entre la autenticidad y los lugares de losas de estampado negro que comienzan a propagarse por el área. Sé a ciencia cierta con qué tipo de lugar me encontraré dentro, sobre todo si el negocio remata el asunto con letreros de luces de neón. Estos signos no me desalientan: a cuatro años de mi regreso a la isla tras once años fuera, entro y observo con atenta curiosidad. Aún no conozco en profundidad el pasado de Santurce: lo atisbo por las calles paralelas, como me sucede con la casa abandonada de la calle Estado. Logro entreverla, congelada en el tiempo, entre los árboles que la custodian cuando paseo, como quien ve sin querer a alguien semidesnudo en un probador.
Escucho atenta a quienes me cuentan sobre ella, sobre el pasado de Santurce ―la percibo mujer―, sobre todo cuando me siento a tomar café o almuerzo en los predios en mi vecindario de adultez. Mis coetáneos treintañeros y yo intentamos trazar esta cartografía, esta nueva novela coral santurcina. A menudo me identifico, no sin incomodidad, con esta ola de seres que remolcan el tejido de la población de Santurce. Una no meramente observa: mover el cuerpo en estos espacios influye. Creo fielmente que estar y vivir en cualquier barrio altera y da significado. Se nota que pertenezco a la nueva cepa de recién llegados al área, aunque a leguas de los deforestadores de barrio. Sobre esa línea finísima, bajo esa sombra periférica me encuentro al comienzo de Santurce es Ley (SEL), festival de arte urbano del Instituto de Subcultura que recorre ya su noveno año de pintadas de murales, mercados artísticos, quioscos culinarios y conciertos por la calle Cerra y rincones aledaños. Me dispongo bajar de mi nido a observar y participar los tres días de festejo, sola y acompañada.
La esquina del Watusi y el lugar previamente conocido como Guararé aún no están llenos del todo, pero empieza a recibir a su variopinta clientela, tanto la habitual como la agringada: los cocolos guapos de ojos lustrosos; el hombre que acompaña el reggeatón con su güiro para la diversión y extrañeza de todos; las guaguas de extranjeros que llegan, sobre todo en esta época, a despedir su soltería con bombas y centellas; las guaynabitas ―algunas llegaron a las cuatro de la tarde― con sus anillos y floripondias blusas; gente recién llegada del trabajo hablando alto, fuerte, gritándose con y por la música, comentando lo último del mercado y chismes entre colegas; atraviesan, también, los que recién llegan a comenzar su turno con ansias del primer shot de Fernet. Los autóctonos santurcinos prefieren las calles contiguas a la esquina del elítico triunvirato de blanquitos: Watusi, Patria (exGuararé) y Alturas Rooftop.
[Mapa mental: por aquí hay tres calles Cerra: a esta la denomino «la Cerra Menor» (Ernesto Cerra) junto con «la Cerra Mayor» y la «Otra Cerra», la Elisa Cerra, o pasaje al Watusi. A lo largo de la Cerra Menor, dos otros negocios crecidos y estrenados de la noche a la mañana.]
Durante la primera noche de Santurce Es Ley 9, las calles están mucho menos concurridas que el año pasado. Me dirijo a uno de los principales bares de moda, a Machete, a saludar y observar los predios. A la espera de mi Barrilito tónica con la espalda contra la pared y una sonrisa sin dientes bajo la luz dorada, dos mujeres me pegan las mejillas con sus coletas de camino al baño. En este como en tantas otras barras, la clientela es diversa: de trajes ajustados, de brillo y anillos vistosos en hombres, a pantalones cortos, tenis, camisetas, vestido de negro de pies a cabezas: de todo un poco, unidos por el sudor y la sensación de pringado de cervezas y tragos derramados sin querer en el trayecto.
Sobre los locales pintados por diferentes artistas antes, durante y después de la SEL9 se yerguen monumentos a Medallas cuales Colosos de Rodas, advirtiendo que nos adentramos si bien no la cuna de la civilización occidental, al hormigón de puertorriqueños que habitan y nutren la sociedad actual. Hay talentosos artesanos en cada esquina y a lo largo de las aceras acompañando las entradas; aguantan el fogoso calor con sonrisas y ansiedad. No hay un solo momento de silencio; con cada paso, una nueva melodía, nuevo estímulo: obras, personas, cócteles, perros, instrumentos, humareda de cerezas de varios vapes, humareda de hot dogs, humareda de garets que elevan el estado de etílica ensoñación.
La noche siguiente, sábado, sentada sobre una baranda durante la animadísima velada, le comento a un amigo poeta que quisiera, como santa Lucía, hundir y extirparme los ojos y colocarlos en una bandeja para pasear por todas las calles, observando todo lo que ocurre. Alcanzar la omnipresencia; sentir cada conversación a pesar de apenas escucharnos cortesía de las bocinas simultáneas. Desafortunada o afortunadamente, me conformo con observar a unos que se engatusan a lo lejos como pájaros en pleno baile de seducción con Tego Calderón de fondo. Todos a mi alrededor bailan, ríen, se pierden entre el oleaje de personas. Un nuevo areito alumbrado y desordenado que tanto incita como reprende.
Al tercer y último día de SEL, Santurce amanece. La calma desciende y los pájaros cantan alrededor del «avión estrellado», arte instalado en el parque El Gandul. A la hora del almuerzo, cruzo la Cerra Mayor y, al voltearme, veo a una mujer que transporta un pedazo de pizza en su cochecito, abanico incluido. Siento un amor patrio inexplicable y río: Santurce burbujea y acoge a todo tipo de individuo. De hecho, esa misma mañana, una vecina en el ascensor preguntó: «¿Te enteraste del avión que se estrelló aquí cerca?» (instalación de la artista colombiana Ledania). Sonreí y asentí con la cabeza. Para la columna, limaré la realidad para que no parezca ficción, pensé.
Al son de la música tecno, se me ocurre que Santurce es un juego de cuerdas. Andamos entretejidos, algunos nos rozamos, pero otros pasamos en paralelo sin tocarnos. Un paso en falso y el juego termina con los cordeles deshechos, o cayendo del todo en una suerte de nudos. Un paso acertado y se logra una figura distinta; cada jugador forma parte de su destino y forma, o derrota, final. Como la pintura de Osiris Delgado («Gianina, la niña de la cuerda», 1965), me encuentro moviendo los dedos, tensando la boca, aguantando la cuerda, pensando mi próxima movida ante todas estas calles santurcinas que se explayan ante mí. Atenta, además, a la movida de otros.
El domingo ante un lunes feriado, Santurce quiere partirse en dos entre el estruendo de la música que emana de cada negocio, la habladuría, los gritos y las ventas que se dan entre artesanos, clientes y espectadores que quieren más, más, más joda que se joda, joda que se joda adentrada en la madrugada. Me detengo en el bullicio entre la gomera y el Carey ante el mural fotográfico en protesta de la gentrificación del barrio, «Santuraleza» (Salvi Colom y Manuel González). Santurce está cambiando, como cambio yo, pero mantenemos la misma esencia bajo toda esta chapa y pintura y cuerpos que nos recorren a altas horas de la noche. Allá, a lo lejos, desde la tierra vislumbro las lucecillas de mi balcón. Me invitan a volver a casa cual faro: este lugar me espera, hoy por hoy, en un lugar llamado Santurce.