Vecinos

 

Armando Figueroa Rojas

-De hoy no pasa – Edna se dice.

Lleva toda la mañana asomándose al portón de la marquesina. A sacudir el polvo del trapo, o las pelusas de la escoba. A tomarse un descanso para fumar un cigarrillo, mirando la calle vacía y el azul limpio del cielo. Nunca falla: día claro, día de mucho calor en Bay Gardens. Y todavía queda dar cera a los muebles, mapear el suelo de la cocina y desatascar los desagües del patio. En una casa, dondequiera que se mire hay algo que limpiar o arreglar.

Aunque, en verdad, el día está para coger el traje de baño, llenar la neverita de cervezas y guiar hasta la playa de Cayanos. Con el viento salado en la cara, una podría pasarse horas a la sombra de los hicacos, mirando el mar. O tumbarse donde la ola rompe mansa en la orilla, a sentir el espumero refrescante en el cuerpo, mientras las palmas y la arena van cambiando de color con la puesta del sol.

Cuando Edna por fin ve al vecino sacando la basura, sale a la acera. Tal y como está: descalza, en mahones rotos y una camiseta vieja. ¿Qué otra ropa va a ponerse para trabajar en casa? Además, es el Goyo de toda la vida. Hay confianza. Edna y él se mudaron el mismo año, con la urbanización recién inaugurada. Cuando la manzana estaba medio vacía, aun oliendo a cemento húmedo y cal, y a la calle le faltaba el remate de las cunetas. En los alcorques unos palos de goma raquíticos apenas se sostenían tiesos. Acabaron muriéndose, y hubo que arrancarlos para plantar los almácigos y tintillos que todavía siguen ahí.

Goyo levanta la tapa del zafacón soterrado y deja caer una bolsa negra. Se sacude las manos y comprueba que no se ha manchado la ropa. Respira hondo, midiendo la calle de una esquina a otra, con las manos en la cintura: carros parqueados rozando la acera, buzones de aluminio, marquesinas trancadas con cadenas y candados. Una palmita ornamental aquí, una trinitaria allá. Gramas lisas, como de paño de billar, con o sin cerquillo. No hay dos jardines iguales, pero todos se ven bonitos.

Al ver a Edna, se le acerca.

Desde que vive solo, el vecino se la pasa trancado en su casa. Y cuando sale, hasta en sus días libres lleva el uniforme de guardia y el arma de reglamento. Como si necesitara recordarse a sí mismo que es Jefe de Seguridad en el centro comercial de Bay Gardens. O quisiera recordárselo a la gente.

Edna se quita el pelo y el sudor de la cara; echa el humo del cigarrillo al aire. Contrariada, aparta con el pie desnudo las hojas secas que cubren el terrazo de la marquesina.

-Goyo, fíjate.

Mira el daño que han hecho el sol, el viento y el agua a las losetas de la entrada. No tienen ni cinco años de puestas y ya han perdido el color.

-Qué buen día de playa, ¿no? – dice Edna, mirando a lo lejos.

El cielo acaba de abrirse aún más, aumentando su anchura. No hay ni una nube, ni una bruma siquiera que tape la claridad. La calle, con sus carros y jardines y casas, se ve nítida. Aunque el poco aire que se mueve es pura candela.

-Por cierto, ayer me la encontré – ahora Edna mira de frente al vecino.

Goyo hace como si fuera a darse media vuelta, pero se queda ahí, clavado en la acera. Es como un querer y no querer irse. Continúa con la mirada fija en las losetas desteñidas.

-Y me contó.

Que, antes del cierre, llegaste embalado en el carro de Seguridad; parqueaste, mal, en la zona de carga y descarga. Y te plantaste justo enfrente de la entrada. Ni que tu trabajo, en vez de evitar robos y asaltos en el parking, fuera vigilar en persona la tienda donde ella trabaja. Mirándola con ojos locos, yendo de un extremo al otro de los escaparates, agitado.

Cuando la perdiste de vista entraste por las puertas automáticas como una ventolera. A ti tuvieron que agarrarte unos clientes; a ella, sacarla las vendedoras por la puerta trasera del almacén, y llevársela escondida en un carro.

-¿Qué fuiste a hacer allí, Gregorio?

Y no me vengas con que sólo a hablar las cosas. Para hablar no hay que perder la tabla antes. Fuiste a pegar gritos, como siempre. A oírte a ti mismo haciendo ruido, porque no eres capaz de escuchar razones. Sabes muy bien por qué ella se fue de casa. Yo también lo sé.

-Ibas a caerle encima, ¿verdad?

Ella lo tiene decidido: va a dejar el trabajo en el centro comercial, irse a otra urbanización, donde nadie la conozca, y empezar una vida nueva. La que tenía en Bay Gardens se la has desbaratado, y ya no tiene arreglo. Una no puede vivir sabiendo que un hombre la persigue a todas partes. Y que ese hombre está ahí, pegado a una como una sombra, hasta cuando no hay nadie a la vista.

-Olvídate de que existe, Goyo.

El fuego sólo sabe prender más fuego. Y tú vas a acabar quemándote. Pero, OK: pongamos que te empeñas en dar con ella, cueste lo que cueste; y que la procuras aquí y allá, preguntando en cada esquina; revisando la guía de teléfono, yendo de centro comercial en centro comercial, por toda la isla. Y ponle que al final la encuentras. ¿Entonces qué?

Edna lanza la colilla al aire: su vuelo acaba en un estallido de chispas coloradas contra la acera. Son lucecitas que brillan en medio de una luz transparente, como de cristal pulido. Y se apagan, convertidas en humo.

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