Cristina Pérez Díaz
Suena el cassette con mi voz de cuatro años en el walkman que me acabo de comprar. “Corran que corran que corran, corran que corran por mí.” Suenan de nuevo esas “r” híper pronunciadas. La canción es sobre una galleta de jengibre que sale corriendo del horno tan rápido como lo abren. Imagino un par de niños abriendo la puerta ya casi mareados por el olor a azúcar y mantequilla, queriendo atracar con velocidad de pájaro pesquero, y la galletita con figura medianamente humana saltando al piso y corriendo y cantando: “Corran que corran que corran, corran que corran por mí.” Y no duraría mucho rato la escena, la canción es corta, ha de interrumpirse allí donde los niños la alcanzan y zanjan sus dientes sobre el sabor ya tan olfateado. Pero no, en mi casa nunca hicimos galletas de jengibre. Yo solo cantaba la canción. La cantaba y la interrumpía después de repetir el coro tres veces: “Corran que corran que corran, corran que corran por mí.”
Se me ha quedado esa línea en la cabeza. Fuera de contexto pierde el tono juguetón de la escena infantil hogareña y gana en ominosidad. La canto ahora con voz madura y empieza a tomar un tono más bien angustioso y medio operático. Y no me queda claro a quién se la dirijo. Si se trata de una persecución inocente, o de un juego macabro que terminará con puñales, etc. Es una fuga, eso es claro. Y una invitación a la caza. ¿Quiénes son esos corredores? ¿Y por qué querrían hacer el esfuerzo de correr por mí?
Regreso a mis pesadillas. Compongo una escena con estos dos recuerdos de distinta naturaleza: una pesadilla y una canción grabada. Ahora juntas: un grupo de militares me persigue mientras yo canto con voz de soprano decaída: “Corran que corran que corran, corran que corran por mí.” Pero la composición es un gesto injustificado. Ahora la memoria y la pesadilla se combinan para producir una realidad innecesaria. Un surplus de mis miedos. ¿Para qué?
La escena al menos es bella. Ya decía antes que el ejército de mujeres vestidas de verde olivo se veía bien, que era una bandada de cuerpos diseñados, decorosos. Ahora parecen como pájaros inverosímiles en formación triangular, corriendo con pasos limpios y en secuencia tras de mí. El sonido que producen sus muchas botas sobre el piso es cruel de tan uniforme. Es todo innecesario. ¿Para qué producir esta imagen militar? ¿Y quién habría de creérselo, que me persiguen a mí, que no he hecho más que vivir como empapelada a un escritorio desde donde escribo como cartas más bien inofensivas? Pero mi canción las llama, mi canción de jengibre y miedo llama a las mensajeras verde olivo y ellas vienen prontas. Improntas. Vienen. Vienen por mí.
Todo lo que aparece ahora en el mundo se suma a mi relato y lo que se va componiendo no es tanto una novela como una secuencia de escenas cinemáticas, o una ópera improbable. El relato es el relato de mi mente, también improbable. De esta suma de pensamientos y percepciones desordenadas que se van apilando y ya pasó una semana y me toca otra entrega y aquí está: hablemos de mis pesadillas y de los años finales de la década del 80, pero hablemos mejor de cualquier cosa y no dejemos de hablar nunca de mi niñez y de la niña miedosa que se sienta al lado mío en el tren del tiempo, me mira fijamente a los ojos y me dice que me calle pero no sé qué exactamente debo callar.
Ahora por qué no proponemos algo novedoso. Es la niña la que corre, no soy yo, pero canta con mi voz madura desde mis treinta y tres años actuales. La incongruencia entre cuerpo y voz debería asustar a la estampida de militares verdes, y no lo hace, ellas son otra cosa hecha de una sustancia que se despliega solo aquí mientras escribo y por eso perdónenme, tengo que seguir. De repente, la niña se detiene y voltea, deja de cantar y saca de la nada así como aparecen los objetos en los sueños desde la densidad de la inmateria un violín. Tiene las cuerdas oxidadas y el arco anda descabellado. Aún así la niña lo toca y es una música como de lodazal. Así que las soldadas se hunden en el suelo marrón y muy mojado, las botas hasta las rodillas, tan pesadas que ya no se puede ni pensar en dar un paso.
Nos hemos salvado. Quedan allí más bien plantadas, como que de pájaros pasaron a ser más bien árboles pantanosos. El violín ha cumplido su propósito y desaparece de la imagen así mismo como hizo su presencia. Ahora soy yo quien está parada mirando el nuevo bosque. Al haber perdido el apoyo de un suelo firme, noto que son incapaces de disparar. La batalla está ganada a medias. Necesito una estrategia para quitarles los rifles que no son rifles son escopetas. Necesito, necesito, realmente, pájaros.
Entonces no era que no sirviera para nada esto de ir componiendo un relato arbitrariamente desde la combinación de todos los materiales a la mano. Ahora ya vimos que sí, que en este ejercicio aparentemente banal, los pájaros les tiran a las escopetas.