Antes del 20 de septiembre de 2017 el Gobierno de Puerto Rico forcejeaba por mantener algunos espacios de poder frente a la Junta de Control Fiscal impuesta por el Congreso de Estados Unidos. No había duda entonces de que el propósito fundamental de la ley que creó ese organismo – cínicamente llamada PROMESA – busca efectivamente “controlar” las finanzas y las operaciones importantes del “gobierno territorial”, pero el gobernador Ricardo Rosselló batallaba por mantener algún nivel de relevancia.
Aquel forcejeo de Rosselló resultaba simpático para muchos puertorriqueños, tal vez para la mayoría, sobre todo porque la lucha se concretó en torno a la reducción de la jornada de trabajo de los empleados públicos. Como se recordará, la JCF quería reducir tanto los días de labor como el salario, mientras el gobernador se negaba a ejecutar el mandato. Además de que el tema específico de aquella confrontación resultaba simpático, el Gobernador tenía a su favor su condición de recién llegado. Decía que no tenía culpa por el desmadre financiero y administrativo anterior a su llegada y reclamaba una oportunidad. Para arreglarlo.
Por tanto, en aquella pelea entre la Junta, que quería imponer su mollero, y el Gobernador, que resistía esa imposición buscando afanosamente mantener alguna esfera de poder, una porción significativa del pueblo apoyaba al Ejecutivo recién electo. Fue con ese aire de credibilidad y de cierto respeto, que el joven Rosselló hizo sus primeras conferencias de prensa luego de que el devastador huracán María pasó por encima de Puerto Rico aquel 20 de septiembre.
¿Cuál es la situación ahora, casi dos meses después de aquella fecha?
El pasado 7 de noviembre, a 48 días del paso de huracán, el comité del Congreso responsable de la confección de la ley controladora celebró vistas públicas y lo ocurrido allí es un ejemplo dramático de cómo han cambiado las cosas. El protagonismo absoluto de aquella vista fue de la JCF y la discusión se centró en cómo hacer más patente – aprueba de cualquier interpretación divergente de un tribunal – sus poderes plenarios sobre Puerto Rico. Ningún oficial del gobierno puertorriqueño estuvo presente y el único invitado, el director ejecutivo de la Autoridad de Energía Eléctrica (AEE), esquivó asistir porque seguramente sus abogados le advirtieron que, tras el interrogatorio, podía ir directo a la cárcel.
La única persona electa por los puertorriqueños presente en aquella vista fue la comisionada residente Jennifer González quien, a pesar de haber sido compañera de Rosselló en la última elección, apoyó la ampliación de poderes de la JCF, así como la incautación de la AEE por parte de ese organismo. Durante la sesión envió dos Twitts reflejando un claro distanciamiento con quien todavía es el presidente del partido que la eligió. En el debate que se generó en Puerto Rico durante y después de aquella vista no se escuchó ninguna voz expresando simpatías por Rosselló y su gobierno.
El gobierno que el 21 de septiembre sudaba credibilidad, ahora apesta a cadáver y la Junta que entonces era mirada con recelo se percibe como un mal necesario. Según el calendario electoral a la actual administración le quedan tres años, pero para todo efecto práctico su gestión ya terminó. Desde ahora en adelante, el gobierno de facto y de jure será la JCF y, peor aún, muy pocos puertorriqueños echarán de menos a quien el 42 por ciento de los electores apoyó hace un año.
Lo que ha sucedido en Puerto Rico durante estos dos meses explica todo. Al principio, luego del azote terrible de María, la inmensa mayoría se dispuso a aguantar con estoicismo los perjuicios que sobrevenían. Nadie esperaba milagros y los llamados a tener paciencia y comprensión, fructificaban. El gobernador flotaba de conferencia en conferencia, anunciando pequeñísimos logros, frente a un público aún atónito. La JCF se mantuvo callada y lo dejó hacer.
Poco a poco, entre discurso y discurso, se fue filtrando la incompetencia, pero la ciudadanía siguió aguantando su ira hasta que junto a la negligencia se destapó la corrupción. La gente sabía que la AEE era una agencia en quiebra y estaba preparada para soportar una respuesta lenta, pero cuando a esa respuesta torpe su sumó el despilfarro y el evidente saqueo, la paciencia y la tolerancia desaparecieron.
La pregunta que pasa por la cabeza de todos es por qué el joven Rosselló no buscó cortar por lo sano tan pronto se destapó el escándalo de la contratación de una empresa desconocida e inexperta llamada “Whitefish” para que restaurara el sistema eléctrico. Los datos eran alarmantes hasta para el más lerdo: en lugar de recurrir a entidades con experiencia, se le pagaban $300 millones a una empresa desconocida, sin recursos, para que intentara resolver el mayor desastre de nuestra historia reciente. Esos datos y los muchos otros que se añadieron luego, obligaban a una acción rápida, profiláctica de parte de cualquier primer ejecutivo de un país. Pero Rosselló optó por apadrinar lo ocurrido y jugarse su suerte con Ricardo Ramos y Whitefish sentados en la misma ruleta. ¿Por qué optó por ese camino? Aún no existen datos que confirmen lo que para algunos nos resulta evidente, a saber, que ese comportamiento sólo se explica si la torpeza se junta con el interés económico del mismo Rosselló o de alguien tan poderoso que él no se atreve denunciar.
Whitefish y la negligencia criminal de la AEE terminaron matando lo que quedaba del gobierno de Rosselló. Ante ese cuadro, y en medio de la ira de un pueblo obligado a vivir en cavernas oscuras, la JCF se lanzó al ruedo ocupando el poco espacio que le quedaba al gobierno colonial.
Nota: De vez en cuando hago comentarios en Twitter como @ManueldeJGonza1, por si los quieres seguir.