Conducta criminal desde el estado

 

Por Manuel de J. González/CLARIDAD

El otro día escuché al gobernador de Georgia, estado del sur estadounidense, decir que “la gente no podía esperar que el gobierno le resuelva todos los problemas”. Esa afirmación, sacada de todo contexto, puede ser correcta. El problema es que con ese argumento pretendió justificar una acción judicial que busca paralizar una orden de la alcaldesa de Atlanta obligando al uso de mascarillas en su ciudad. El gobernador, un tal Brian Kemp, típico “red neck” sureño. quiere que la gente ande con la cara descubierta si así le da la gana, contagiando a los demás. Lo mismo creen Donald Trump y el presidente de Brasil, Jair Balsonaro.

Reducir la intervención del gobierno frente al “dejar hacer” de los ciudadanos es, supuestamente, uno de los pilares de la ideología liberal y neoliberal. Digo supuestamente porque en la práctica pocas veces ha sido así. La realidad de los gobiernos de derecha a lo largo de la historia de la humanidad ha sido exactamente lo contrario. Fortalecen el aparato estatal para lanzarlo contra los ciudadanos, si estos no se ajustan al comportamiento que el gobernante espera. La versión más extrema de esa ideología es el fascismo, donde el aparato estatal ejerce un control casi absoluto. Trump y Balsonaro son ejemplos de la versión moderna de aquel viejo fascismo, aunque todos los días dicen defender la libertad.

Lo que los promotores de esa ideología en realidad buscan no es defender la libertad individual, sino dejar a sus anchas las “fuerzas del mercado”. Igual que el británico Adam Smith hace casi tres siglos, creen en la mágica “mano invisible”, que supuestamente regula las fuerzas del mercado logrando algún nivel de bienestar. Pero sabemos que lo que ese “libre mercado” produce es el ambiente de la selva, donde todos buscan beneficiarse del más débil imponiendo su fuerza.

Ese capitalismo salvaje ha estado operando desde siempre en Estados Unidos, aunque moviéndose de crisis en crisis. Cuando una de estas se torna grave aparece el estado a rescatarlo, imponiéndole algunos controles a la ley de la selva. Al final de la tercera década del siglo XX sobrevino una de esas crisis, la de 1929, estando al mando del gobierno un fervoroso defensor de las teorías de Smith, Herbert Hoover. En medio de la debacle asumió el poder un reformador, Franklin Roosevelt, cuya administración logró salvar el capitalismo imponiéndole controles y ampliando la intervención del estado. Casi todas las instituciones reguladoras de la economía que tiene Estados Unidos nacieron en aquellos años.

Desde principios del 2020 el planeta entero enfrenta una crisis que dramatiza como nunca la importancia del estado para el bienestar ciudadano. La nueva pandemia del coronavirus comenzó a expandirse desde China y para el mes de marzo irrumpió en todos los continentes. Sólo los países que tienen administraciones estatales capaces, al mando de personas socialmente responsables, han logrado evitar que el perjuicio ciudadano llegue a niveles extremos.             En China, donde estalló el problema, lograron confinarlo a la región del país donde había comenzado. Fuera de Asia sobresale el ejemplo de España, donde por primera vez se proclamó el “estado de alarma” que permite la constitución para poder tomar las medidas extremas que requería el problema.

En nuestra América no es casualidad que los dos ejemplos más extremos, y más dispares, sean los de Cuba y Estados Unidos. En la mayor de las Antillas el estado puso en tensión todas sus fuerzas, en conjunción con las organizaciones populares, logrando que la pandemia se mantuviera a un nivel mínimo. Para lograr ese resultado debieron sacrificar el sector más importante de su economía, el turismo, porque sólo si detenían la afluencia de visitantes las medidas internas podían fructificar. El efecto económico ha sido grande, pero tienen una población sana dispuesta a enfrentarlo.

Estados Unidos comenzó el 2020 en medio de un auge económico, no por la administración de Donald Trump, sino porque desde la gran crisis financiera de 2008 la economía no había dejado de crecer. El país estaba, por tanto, en una excelente posición para enfrentar el reto. Pero la primera preocupación del gobernante no fue salvaguardar a su gente, sino tratar de evitar que las ganancias empresariales se redujesen. De ahí los intentos por menospreciar el problema para evitar controles que afecten la tasa de crecimiento económico. La gente se quedó al garete, sólo auxiliada por los gobiernos estatales que, en muchas ocasiones, han tenido que pelear con el poder federal para imponer normas sanitarias.

Muchos advertían que esa política es torpe y que terminaría provocando un daño mayor a la propia economía, pero el actual morador de la Casa Blanca no es capaz de entender algo tan elemental. Ahora mismo casi 4 millones de estadounidenses se han infectado y las muertes se acercan a 150 mil, mientras la economía se deteriora, el desempleo se dispara y se pronostica una severa posición.

No es casualidad que la misma situación que vive Estados Unidos se esté reproduciendo en Brasil, donde gobierna un individuo calcado con el patrón de Trump. El perjuicio a la población ha sido enorme, mientras la economía que quería proteger se descompone con rapidez.

Como se demostró en Cuba y otros países el estado es muy necesario, pero sólo puede proteger la población si no funciona como el mero regulador necesario para garantizar la ganancia empresarial. En tiempos de pandemia, esa visión, además de equivocada, es criminal. La conducta de gente como Trump y Balsonaro, o del pequeño gobernador de Georgia que truena contra las mascarillas, raya en el genocidio.

 

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