La memoria acude en mi ayuda, ahora como en tantas otras ocasiones, pero más aún aquí y hoy, en este recinto universitario. Sobre todo, cuando hace tan solo unos meses, en el pueblo de San Germán, Puerto Rico, me deslumbró el encuentro con una fotografía sepia colgada en la verde pared de la casa de madera y mampostería que albergó a nuestra compatriota Lola Rodríguez de Tió, tan puertorriqueña como cubana, pues en Borinken nació, aquí falleció y su tumba es motivo de peregrinaje ansiando retornarla a Puerto Rico cuando la patria sea libre.
Fue en la Casa Museo dedicada a su memoria donde vi a Lola, como la llamamos por la familiaridad de la veneración, luciendo toga y birrete de la Universidad de La Habana donde se doctoró. No sospechaba entonces que poco tiempo después seguiría sus pasos sin toga ni birrete, pero con sombrero nuevo a recibir un reconocimiento que honra a nuestro pueblo en mi persona.
No han sido pocas las veces que he debatido fraternalmente con mis amigos cubanos la autoría de los inmortales versos de Lola adjudicados al prócer José Martí. El mítico pájaro libertario lo hemos desplumado sin misericordia disputándose las dos alas, las flores y las balas. La autora de nuestro himno nacional La Borinqueña sonreiría agradecida del reclamo poético con el apóstol.
En el año 1999 en estrecha colaboración con la Facultad de Artes y Letras de esta Universidad, la Academia San Alejandro, el Instituto Superior del Arte, Casa de las Américas, el Cementerio Colón, y gracias al entusiasta apoyo y coordinación de la amiga Yolanda Wood, infatigable gestora de la conciencia antillana, invadimos uno de los cementerios más bellos del mundo, frotamos con deleite bajo un sol inclemente herrajes y ornamentos de tumbas con y sin nombre, inscripciones en afán de revivir en la memoria del arte nuestros conocidos y desconocidos difuntos caribeños.
El resultado del taller fue la instalación “El Memorial del Silencio” que fue expuesto en la Casa Bolívar en La Habana y años después en el Museo de Las Américas en San Juan. Celebrar la vida evidenciando la muerte es una práctica tan estética como política, tan ética como curativa.
Fue este uno de los muchos talleres, exposiciones, representaciones teatrales, conferencias, conversatorios y, ante todo, experiencias vitales al compartir con otros pueblos de América en la gran casa cubana a la que siempre regresamos.
Palabras e imágenes regalan mi memoria. Para mencionar solo algunas: el taller de gráficas, máscaras, vestuarios, música y teatro titulado “Donde estoy parado”, en el Instituto Superior de Arte; “Ascensor al paraíso I y II, gráfica colectiva y dibujo” en Casa de Las Américas; “La casa letrada”, en la Facultad de Artes y Letras en la Universidad de La Habana; en colaboración con Rosa Luisa Márquez, la primera sesión de la Escuela Internacional de Teatro de América Latina y El Caribe, en Machurrucuto; varias bienales de La Habana; “La plena inmortal”, en el Taller de Gráfica Experimental; “Imalabra”, en el Museo Nacional de Bellas Artes; el homenaje a nuestra querida Belkis Ayón y Cubadisco, entre otras.
En casi todas estas aventuradas exploraciones del arte de la instalación y la instalación del arte hemos contado con la generosa colaboración del maestro Humberto Figueroa, su atinada transformación del espacio, la luz y el color al servicio de la comunicación mediante el placer estético.
Y aquí me asalta otro recuerdo que requiere ser compartido. Después de recibir un grado doctoral honorífico en mi país y siendo Artista Residente de nuestra universidad, dado que mi grado académico era tan solo de bachiller, pedí un aumento salarial que correspondiera a mi nuevo título. Debido a la jungla administrativa, el Departamento Legal universitario se negó a mi petición. Acudí entonces al presidente de la universidad, un jíbaro con mucho juego de pie que me atendió al instante y concedió el alza salarial no sin antes decirme: “Maestro Martorell, ya usted es doctor, pero, por favor, no recete”.
He seguido su recomendación y no he impartido receta médica alguna. Sin embargo, he descubierto sin proponérmelo, las dotes curativas de las artes, su enorme poder de transformar la realidad, el hacer de una cosa otra: lograr que el color cante y la palabra pinte, la desgracia devenga gracia, la oscuridad luz.
“Las artes caribeñas alumbran el planeta y no acatan fronteras. Palabra e imagen, color y ritmo marcan la clave”. Imágenes: Tomadas de la página web del artista
Esta capacidad alquímica en la creación del arte, en el proceso mismo y en su recepción no sería posible sin el principio del placer. Y aquí debo señalar que al igual que en otras actividades y oficios, el placer puede darse en la tarea solitaria, pero se multiplica y potencia en la colectiva. Y dada la naturaleza del gozo y de su práctica, se convierte en saludable e irrenunciable adicción.
Le debo este hábito gozador a mi temprano adiestramiento de taller gremial de mis maestros Lorenzo Homar y Rafael Tufiño en el Instituto de Cultura Puertorriqueña y a subsiguientes aprendizajes en el campo de las artes performáticas con Rosa Luisa Márquez donde el concierto de muchos garantiza el éxito de uno y de todos. El teatro, la radio, la televisión y el cine me han seducido con su enorme potencial comunicativo. Las artes son para mí inmejorables vehículos para dialogar con el otro desde cerca y desde lejos.
He aprendido en el ejercicio de las artes el valor de la disciplina colectiva para lograr la realización del individuo y su afirmación al yo tornarse nosotros. Nosotros, ese mágico pronombre que comienza con una negación, el temible no y al pluralizarse se convierte en abrazo del otro multiplicándolo. Nosotros. Esto no es dogma sino el resultado del placer compartido en el aprendizaje continuado, la grata sensación del nuevo conocimiento, el deslumbramiento de las verdades recién reveladas para no desmerecer al arribo de nuevas y contradictorias experiencias que las modifican y hasta sustituyen. Estos ensayos democráticos poseen la virtud de jamás cristalizar, de permanecer en constante fluir felizmente insatisfecho.
En el mundo que hemos heredado, amenazados como estamos por cataclismos naturales, y los más, por fallas de naturaleza humana, plagados de conflictos que nos afectan a todos, las artes son cada vez más necesarias. La dominación es la guerra, la libertad es la paz, escribió el clérigo francés Lammenais en los albores de la revolución francesa, memorable máxima que caligrafié en una serigrafía de los años 70.
Alguien dijo que el arte no puede cambiar el mundo, pero sí contribuir a la transformación de un ser humano y ese ser puede comenzar un proceso de cambio. A lo que se le puede añadir que, cuando menos, ha de servir de consuelo, y no lo es poco en nuestro adolorido planeta, dolor que estamos exportando al espacio sideral y a los astros que hasta ahora han sido propiedad compartida de poetas y enamorados y ahora son disputadas bases militares en su eterno afán de colonizar, de subyugar en nombre del progreso.
El hambre y la enfermedad son fieles aliados de la guerra. El arte, en su mejor estado, es un ejercicio en libertad, una prueba de fortaleza en la creación frente a los agentes de la destrucción. En nuestro Caribe, que nunca ha sido nuestro, sabemos lo que es luchar en desigualdad de armas contra poderosos adversarios. Las metrópolis dominantes, que han pretendido regir nuestros destinos, inadvertidamente han fortalecido nuestras defensas. El mar, que aparenta aislarnos unos de los otros, nos revierte a nuestro origen cuando éramos uno: la sumergida Atlántida.
Las migraciones diezman nuestras islas, pero empoderan las diásporas solidarias que jamás dejan de ser caribeñas extendiendo nuestros límites más allá de las costas archipiélagas. La solidaridad llega más allá de los rayos del sol antillano y alienta esperanzas de reunión sin claudicación a nuestro afán libertario.
Las artes caribeñas alumbran el planeta y no acatan fronteras. Palabra e imagen, color y ritmo marcan la clave; resuena el son porque somos y seguiremos siendo, con embargo y sin embargo. Regreso feliz a mi isla nación, que todavía no es país soberano, pero lucha por serlo. Estamos madrugando una patria con la cual Cuba siempre ha sido solidaria.
Llevo este doctorado conmigo y prometo recetar el poderoso remedio de la libertad, la práctica de una soberanía en diálogo con nuestros hermanos antillanos cumpliendo el sueño de Bolívar y Martí, gozando nuestras similaridades y diferencias en el respeto mutuo y el abrazo fraterno.
¿Quién dijo que el arte no cura?
Muchas gracias.
Palabras pronunciadas en el otorgamiento del Doctorado Honoris Causa de la Universidad de La Habana. Reproducido de www.lajiribilla.cu