El puertorriqueño Javier Hernández, junto a otros estudiosos de la realidad boricua, recientemente redactaron un memorando que anda circulando entre personas vinculadas a los centros de poder de Estados Unidos, generando interés. El documento, que resume muy bien la realidad sociocultural, busca promover un debate sobre Puerto Rico y alentar una salida descolonizadora, aprovechando el intenso ambiente político que se vive en Washington.
La iniciativa es plausible y muy oportuna a juzgar por el interés que ha generado. Si algo quedó claro del resultado de la última elección general es que la mayoría de los puertorriqueños cree necesario superar nuestra realidad colonial, derrotando el inmovilismo en que hemos estado sumidos por tantas décadas. Aunque los funcionarios electos el pasado mes de noviembre (con voto minoritario, valga aclarar) quisieran cimentar ese inmovilismo, ya fuere para conservar la colonia, en el caso del comisionado residente, o porque el ambiente no es propicio para la anexión, en el caso de la gobernadora, tenemos que buscar la manera de impulsar cambios. El memorando que circula ayuda en ese objetivo.
Lo que me parece raro, y hasta peligroso, es el entusiasmo que se está manifestando en algunas personas en cuanto a que el ambiente exacerbado que se vive en Washington tras la llegada de Donald Trump pudiera conducir a una declaración de independencia para Puerto Rico. Creen que el odio del nuevo mandatario hacia los puertorriqueños, junto a su objetivo de reducir a cualquier precio el presupuesto federal, pueda conducirlo a querer disponer del territorio puertorriqueño con la misma facilidad con que se abandona un edificio en ruinas. Simultáneamente, piensan que esa disposición unilateral pudiera hacerla el magnate-presidente en uno de los decretos que, llamándolos “órdenes ejecutivas”, firma a diario.
No hay duda de que Donald Trump nos odia y que ese odio es corolario de su racismo y del exclusivismo nacionalista que está en la base de su movimiento político. También es cierto que el colonialismo puertorriqueño, desde que un patriarca anexionista se inventó la consigna “la estadidad es para los pobres”, ha degenerado en la glorificación de la dependencia económica como medio de mantenernos más unidos a Estados Unidos. Todo eso conduce a la certeza de que durante esta nueva administración de Trump debemos esperar humillaciones y, en lo que al gobierno colonial se refiere, severos cortes presupuestarios, sobre todo en aquellos programas sociales dirigidos a las personas.
Sin embargo, quienes piensan que esa realidad conducirá a que el magnate megalómano firme una orden ejecutiva disponiendo alegremente del territorio pasan por alto que Puerto Rico no es el grupo de indigentes menesterosos que solo ve Trump. Aquí hay una actividad económica que le genera billones de dólares en ganancias anuales a las empresas que financiaron tanto la campaña del magnate como la de la mayoría de los congresistas. Ese grupo incluye varias de las empresas farmacéuticas más grandes del mundo y casi todos los conglomerados dedicados al turismo en los que, con toda probabilidad, el magnate y sus adláteres tienen inversiones. También incluye, de forma destacada, a los grandes consorcios del comercio al detal (Walmart et. al.) que es a donde en última instancia va a parar el dinero federal que se distribuye en forma de ayudas a las personas. Incluye, además a los exportadores que desde Estados Unidos nos inundan con su producción agrícola e industrial, junto a las navieras y líneas aéreas que la traen. Aquí también están, utilizándonos como paraíso de inversiones y como refugio contra los impuestos, un grupo cada vez más grande de magnates de la misma calaña de Trump. Varios de ellos participaron activamente (¿recuerdan a Paulson?) en la última campaña del ahora presidente.
Como se puede apreciar, no es fácil disponer de un territorio como Puerto Rico y mucho menos fácil que un magnate como Trump, amigo de todos los que se aprovechan de nosotros, lo haga alegremente. Pero hay más.
Aunque Trump se cree autócrata y si se dispusiera a actuar sobre Puerto Rico podría recurrir a otro de sus decretos, su actuación difícilmente se sostendría en un tribunal. Si hay un asunto claro en materia constitucional es la autoridad exclusiva del Congreso para “disponer” y establecer la reglamentación aplicable a los “territorios” y cualquier otra “propiedad” perteneciente a Estados Unidos. Desde 1787 el asunto está muy claro.
La última experiencia fue con Filipinas. La independencia se proclamó en 1946 al final de un plazo establecido en una ley aprobada por el Congreso en 1934, ratificada de forma unánime por la legislatura del archipiélago. Ni la ley misma ni su cumplimiento fue un proceso fácil porque numerosas fuerzas en Estados Unidos, mayormente económicas y militares, trataron de boicotearla.
En el caso de Filipinas hay otra lección muy importante para nosotros. En el proceso hacían la independencia lo que se manifestó, sobre todo, fue la enorme vocación de libertad de su pueblo. Cuando se aprobó la ley de 1934 estallaron protestas armadas en muchas islas, no porque se opusieran a la independencia, sino porque la querían de inmediato y no en el plazo de diez años establecido en la ley. Esa lucha fue la que en última instancia logró la independencia.