Ahí en la terraza que cuidaba con esmero, tijera en mano, señalaba las pelotitas verde y blanco del mejor abono en sacos cercanos. Mi abuela vertía una suerte de avidez rabiosa en las matas, que respondían a su empeño floreciendo todo el año, inclinadas las trinitarias hacia el borde de la baranda del balcón, las bromelias y las isabel segunda más calladas, las orquídeas, sus “agradecidas”, siempre despiertas. Yo la miraba embelesada en medio del calor que a esas alturas de un piso 14 no amainaba. El papel toalla doblado en la nuca para agarrar un sudor terco, los brazos de fuerza preternatural, el timbre de voz que anunciaba el “ah, mira, le ha dado queresa”, labios retirados en corcovo, la consonante sibilante que golpeaba contra dientes: ahí, con mi abuela, una temprana alegría.
De lo que me contaba de su año y medio en la universidad se me antoja rellenar la imagen quieta con la fuerza de su andar. Un día de abril habría hecho caminata por las veredas de sus queridos dogwoods; poco después de que empezara a caer la última nieve de la temporada se habría apurado hacia el comedor del Main House, sacudiéndose la escarcha de los penny loafers y colgando su abrigo de Best & Co. frente a la mesa que ya tenía mantel y cubiertos puestos. Hasta aquí el retrato de la nena bien de Ponce que hacía su grand tour de rigor en esta finishing school del noreste americano, gracias a la cual asistiría a dos o tres bailes donde conocería a un nene bien de San Juan que sacaba sus gentleman C’s y remaba en el Charles en un college un poco más al noreste. Hasta aquí, porque ese 7 de diciembre se cae el mundo y nos tiran a los leones y hay que traerse a la nena de vuelta antes de que los U-boats alemanes le bloqueen el paso, o peor.
Hasta aquí también porque mi abuela nunca encajó bien en el marco de ese retrato. Había llegado a Vassar en barco, febril y pronta a una cuarentena por varicela que terminó antes de que el control aun más febril de la madre se relajara un poco y le permitiera pasar lo que acabó siendo la única estación de libertad que tuvo en sus 95 años.
En ese año y medio rompió con las expectativas para ponerse a estudiar ciencias botánicas. Las plantas eran lo suyo: su idioma lo conocía casi de raíz y, ante todo, en la rabia del cortar rama para salvar tronco. El regreso forzoso a la isla no pareció coartarle los planes al principio, pues se matriculó en la Poli de San Germán, pero el estudio perdió impulso cuando conoció a mi abuelo, figura desde ya imponente que acaparó el ser y estar de todo lo que le rodeaba por casi todo el resto de la vida de Marinín. Ella, la constante, la que cuidó naranjo y trinitaria sin pausa, y que me enseñó que los rasguños de espinas se aguantan, y que hay que plantarse duro frente a toda queresa.