El arte olvidado de la desconfianza

Por Ana Teresa Pérez Leroux/Especial para En Rojo

Así como se van acumulando las entradas en el primer volumen de la  Nueva Historia de la Infamia—Tercer Milenio, secuela esperada al famoso texto de Borges, el  lector avisado podrá notar temáticas que sobresalen. Los Weinsteins, Trumps, y Maddoffs de hoy corroboran el principio de la banalidad del mal . Algo nuevo que sobresale en los catálogos de los infames del siglo presente es la relación entre infamia y contexto. La noción de affordances, concepto propuesto por James Gibson, se refiere a las posibilidades que les ofrece el ambiente a un individuo.  En la perspectiva ecológica de la cognición, son las características perceptuales de la herramienta que invitan al uso, al cautivar la imaginación del usuario. Los suicidios bajan cuando se bloquea el acceso a ciertos puentes.  Silvia Plath coqueteaba con la muerte, pero los suicidios de su tip bajaron cuando cambiaron los estándares mundiales en la composición del gas de cocinar.  La poeta que meta hoy la cabeza en el horno, saldrá con un dolor de cabeza, y ganas de vomitar. La teoría de los “affordances” dice que el humano será el que inventa las cosas, pero es el rodar de la rueda el que acoge al burro, y facilita la carretilla. Los triunfos del #metoo y #blacklivesmatter, y otros superhéroes miméticos, se medirán por el efecto que tengan sobre el contexto. Los infames seguirán siendo infames, los macharranos macharranos, y los racistas poco mejorarán.  Pero es el contexto lo que les quita o les pone posibilidades.  

La brisa del Atlántico levantaba arena y espuma, y el sol de la tarde las pintaba de oro viejo.  Respiramos, reímos, y nos quitamos las sandalias para dejar que la arena húmeda se nos colara entre los dedos del pie.  Habíamos salido del hotel al final de un día de congreso y  tomamos un paseo por Playa Cosón. Buscábamos un espacio mas agreste, menos poblado por viajeros (a excepción nuestra), para que el viento nos limpiara el alma. A la hora de volver, mi marido se fue adelante hacia minibús alquilado, cuando se le acercó una joven turista, hablándole animadamente. El parecía decir que no con la cabeza, y siguió hacia la guaguita. La joven se detuvo un momento a hablar por celular, y se volvió a seguirlo hasta el parqueo. Demasiado lejos para escuchar la conversación, nos acercamos con curiosidad. Mi colega Marcela, siempre irónica, se burlaba, “mira, a su edad, no está mal la conquista”.  Cuando nos acercamos, vimos que la joven lloraba mientras el lo escuchaba.  La historia era ésta: la joven estaba quedándose en Las Terrenas, y alquiló una llevada en motor desde Terrenas a Cosón. El de la motocicleta que la llevó, muy simpático al principio, acabó manoseándole una rodilla, haciéndola sentirse muy incomoda.  Habían acordado una recogida a las cinco, y ya eran casi las seis, y el sol bajaba, y en Cosón no hay hoteles, nada mas que un pequeño colmado bar en que comenzaban a recoger las sillas. La turista, alemana, imploraba que  la dejáramos irse con nosotros.  Se había acercado a una mujer en una yipeta, que se había negado, y los del colmado dijeron que no tenían vehículo.  Quedaba ya poca gente, y se estaba desesperando, dudosa de si esperar o no, su moto-taxi, del que ya sentía mucha desconfianza.  Mi marido dudaba.  Samaná tuvo en su época, mala reputación por ataques en carretera, y un extraño es un extraño, aunque tenga cara de cachorrito maltratado.  Se acercó a preguntarme.  Tomamos un voto. Yo miré a la alemana y dije que sí, pero la senté cuidadosamente detrás de mi mamá, al lado de Marcela.

Y yo en la fila de atrás. Los que venían mas atrás no sabían por que habíamos adquirido un nuevo pasajero. Éramos doce en total, colegas del grupo, mamá y marido, y trece con la alemana.  En el camino de vuelta ella trata de explicarse. Recién graduada, había pasado 5 meses viajando por el mundo; había estado en Tailandia, Malawi, Rwanda, Brazil, y otros lugares extraordinarios, y no le había pasado nada.  Decidió pasar la última semana de andanzas descansando en las lindas playas de la República Dominicana. De repente al verse en la playa oscureciendo, esperando al motociclista que la había puesto nerviosa, se le ocurrió que tal vez estaba en peligro. Llamó a su novio en Alemania, quien le dijo que no se montara con el motociclista, que era mejor que pidiera ayuda a algún extraño. Cuando la primera mujer a la preguntó se le negó, comenzó a sentirse desesperada.  La mujer le dijo, lo siento, es un peligro darle bola a un extraño.  Cuando Bill dijo que tenía que consultar, sintió que se le abría la tierra bajó los pies y volvió a llamar a su novio.  “Vuelve e insiste”, le aconsejó él.  Llorosita, nos contaba que se sintió muy intimidada, y que nos agradecía mucho el rescate. Cuando dijimos que éramos profesores, nos explicó que se había graduado de sicología y que pensaba estudiar teología. Había visitado Toronto, y le gustaba mucho.  No entendía porque el joven, inicialmente tan amable, se había convertido en otra cosa, si este país le parecía tan seguro después de otros lugares que había visitado, la gente tan buena.  Yo le expliqué que en este país había mucha gente muy buena, de hecho, la mayoría, pero que la gente que era mala, era muy mala,  y que su novio la aconsejó bien al decirle que no se montará de nuevo con ese hombre.  “¿Y qué hago si lo veo en el pueblo?  Me siento mal porque va a volver a buscarme, y no me encontrará. Aunque habíamos quedado a las cinco. ¿Debo disculparme?”  “De ninguna manera,” Le contesté con firmeza. “Pero no quiero ser maleducada”. “Escúchame, no es ser maleducado. Una vez alguien transgrede, te toca inapropiadamente, se acabó la cortesía y la buena educación. Que mucha gente sea buena no quiere decir que todos lo son. Una vez alguien cruza la raya, tú no le debes nada.”  La dejamos a la entrada de su hotel. Jeanne Marie, profesora europea de raíces radicales, me preguntaba que como sabía yo que no estaría armada la persona.  Marcela se quejaba de que se la hubiera sentado al lado si pensaba yo que podía andar armada.  “Bueno, me senté atrás para vigilarla, Y a mamá al frente, no corrías ningún peligro.” “¿Tu mamá? ¿Y que iba a hacer tu mamá?”  Mamá es hermosa, una bella dama de cabellos de plata y cara de ángel, pero en su época se enfrentó a guardias de Trujillo, a ladrones, y alguaciles armados, sin que le temblara el pulso. Siempre viajó por carretera armada, y no dudaba que tal vez todavía lo hacía. Y aun sin arma, no hay que descontar el poder de la sangre fría.  Bautista, que iba al frente, no entendía nada de que estábamos hablando.  La colega del Perú decía que ella también había especulado la posibilidad de que una turista abandonada fuera parte de un plan maligno para asaltarnos en la carretera. Por el nivel de desconfianza, podías saber de dónde era cada quien en el vehículo. Todos habíamos visto una turista desválida, pero habíamos interpretado distintas posibilidades.

La cultura es un contexto.  Me escandalicé cuando oí por la radio declarar que una de las demandantes en el caso Ghomeshi.  Ghomeshi, popular locutor de radio, estaba acusado de agredir a algunas mujeres con las que había salido. Los ejecutivos de la CBC lo despidieron, cuando vieron fotos de las víctimas—marcas de estrangulación en el cuello, par de costillas rotas. El caso se fue a los periódicos cuando Ghomeshi envió una carta quejándose de su despido, alegando persecución por lo que habían sido relaciones ‘alternativas’ pero ‘consensuales’.  Los casos seguían la narrativa familiar: jóvenes periodistas, atraídas por la fama y el talento del individuo, y las posibilidades de acceso a oportunidades. Como Weinstein, pero buenmozo. Las que lo acusaron perdieron el caso por evidencia que mostraba abundante contacto subsiguiente a los incidentes de violencia.  La juez le preguntó a una de las víctimas que porqué había enviado docenas de textos y un flores al perpetrador, dos días después de que se había escapado de su apartamento con un ojo morado y un brazo maltrecho.  “Temía parecer maleducada”.  

Y uno se pregunta, ¿En qué contexto es ser maleducado evitar que te den golpes? ¿O dejar de montarse en el motor de uno que te manosea? Interpretar un extraño es siempre un riesgo: podemos discernir amenaza donde no la hay, o no percibir el peligro cuando lo tenemos al frente. El contexto de hoy es muy confuso. Las infamias las cometen los infames, pero los contextos las permiten, o las facilitan. Los observadores indiferentes las permiten. Las permiten las víctimas dóciles que ignoran el nudo en la barriga que les avisa la presencia de un predador. Las permiten nuestra complaciente aceptación de que las cosas como son. Las permiten la cultura de impunidad. Las permiten la hipocresía del que declama contra la injusticia, pero no se pone las pilas para contrarrestarla. Las permiten la creencia de que otros nos salvarán y no tendremos que salvarnos nosotros.  Como indicaba el letror ruso:“La responsabilidad de usar el salvavidas le corresponde al ahogado.” Pongamonos todas los salvavidas, y acortemos los capítulos pendientes de la Nueva historia.

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