El payaso del salón

Tiempo atrás escuché el relato de una amiga sobre su paso por una escuela superior pública en un pueblo del sur. Daba cuenta de lo que todos conocemos, de lo que con toda probabilidad fuimos partícipes en ocasiones: un maestro o una maestra luchando por hacerse escuchar, por hilvanar la clase que ha preparado, por llegar al final de otro día de labor, en un salón de clase en que un grupo demasiado grande de adolescentes desordena y vicia el ambiente, hace muecas, tira cosas, se dirige al maestro con comentarios sarcásticos rayanos en la falta de respeto. La mujer que hacía la historia contaba cómo, en plena algarabía, cuando los maestros hartos y agotados se hundían en un silencio breve que el grupo seguramente interpretaba como una victoria, interpelaba a sus compañeros repitiendo una admonición: “¡Cállense, que quiero aprender!”

El Estado, los padres, la sociedad le piden a los maestros y a las escuelas que hagan de todo: que cuiden y protejan a los niños cinco días a la semana durante un número sustancial de horas, que les enseñen desde las primeras letras y números hasta trigonometría y los clásicos de varias literaturas, que les infundan moral y buen comportamiento, que los aparten de vicios, peligros y malas compañías. Esto y tanto más a cambio de un sueldo menor, de condiciones de trabajo por lo general deplorables, sin cotizar par el Seguro Social, sin dirigirles apenas aprecio ni respeto, llevándolos tantas veces a que tengan la impresión de que han sido abandonados por todos, por el Estado y por la sociedad en su conjunto, y que sus 30 años de servicio se conviertan en el equivalente de una sentencia. Aun así, innumerables maestros creen en lo que hacen, luchan cada día, pagan de su salario libros y materiales que no llegarían a la escuela de otra forma. Aun así, además, éste y otros gobiernos limitan su acercamiento a la educación a la contabilidad y la gerencia o a la manipulación ideológica de la enseñanza, declarándose a favor del cierre de escuelas o la superstición del bilinguismo.

El problema es complejo y grave porque el presente es el resultado de diversas y reiteradas catástrofes, entre la que se destaca protagónicamente la renuencia que se ha extendido por décadas a brindarle a los jóvenes posibilidades reales de una educación. Más importante, para muchos de sus padres, ha sido que la escuela los sustituya por unas horas, que el aprovechamiento académico de sus hijos. Los gobiernos utilizan el Departamento de Educación como semillero de contratos para los incondicionales de los partidos, como lugar para satisfacer con un empleo a sus partidarios, como burocracia en metástasis. Habría que preguntarse si, desde hace décadas, a las escuelas les han posibilitado ser escuelas, si a los maestros los han dejado (y permitido) ser maestros. Entre la intención pretendida y la realidad operativa de la educación, se interponen toda suerte de filtros, cortinas de humo y esquemas.

En estos días en que ha estado en la palestra pública la petición a Bad Bunny de parte del gobernador y los comentarios del artista a una maestra y al primer mandatario, la cuestión educativa vuelve a estar a la vista de todos, pero la turbidez que la rodea se ha mantenido intacta. Pienso que una vez más, como sociedad, este asunto se deja a un lado, se difiere indefinamente, se decide dar a pérdida lo que pueda pasar con una o más generaciones presentes y futuras que se encadenarán con las que ya sufrieron otras versiones de esta indiferencia.

En su contestación a una maestra Bad Bunny escribió lo siguiente: “Yo era un estudiante al que el maestro siempre tenía que regañar, mandar a callar y volver a su asiento, el payaso del salón. Al que la maestra catalogaba de charlatán pero si quería hacerla quedar mal, le sacaba 100 en cualquier examen y si me sobraba tiempo podía darle una demostración de mi conocimiento, capacidad y dejarla boquiabierta.” El artista crea una historia ejemplar en esta réplica: él es la demostración viva del éxito de un salón con estudiantes fuera de control, en el que la maestra apenas puede dejarse oir. Añadirá: “Mi objetivo era ser todo lo que soy hoy, yo debería ser ejemplo para usted para cumplir el suyo”. Bad Bunny se representa como el ideal de un sistema educativo que muchos se han enfrascado en que sea el peor posible. Se describe como un estudiante que hacía lo que quisiera en el salón de clase y que no tenía nada que aprender. Su “conocimiento” y su “capacidad” se lograron por generación espontánea, por la universidad de la calle o por sencillamente ser quien es. Por ello, cuando quería, podía impresionar a la maestra con un 100 o, superarla (ella no tenía nada que enseñarle y Bad Bunny había agotado lo que se pudiera aprender y dominar) al punto de dejarla derrotada y “boquiabierta”. Las cuotas de arrogancia, prepotencia y fantasía de esta declaración son un testimonio cruel de la situación educativa del país.

Más allá de Bad Bunny, hay un ciudadano y ex estudiante llamado Benito Antonio Martínez Ocasio. El éxito comercial del primero, los millones de espectadores en las redes sociales, los billetes de cien incontables de los que habla en sus canciones, intentan invisibilizar la situación del segundo. Al menos por un tiempo, Bad Bunny posee el poder de la fama y el capital. En los salones de clase que él mismo describió, éste es el horizonte del éxito y la realización personal y profesional. Como se intenta a golpe de billete y notoriedad intentar que brille Bad Bunny y se olvide a Benito Antonio Martínez Ocasio, el procedimiento es violento y recurre a la fanfarronería y la grandilocuencia: su obra es “la Nueva Religión” y los que no crean en ella estamos avisados: “Refuta mi tesis, cabrón que te vamos a dar catequesis.”

Las estrategias del artista no son novedosas. Han sido y son comunes y corrientes, pero tradicionalmente se han asociado más con la política que con las artes. En su respuesta a la maestra, Bad Bunny afirmó que “no es el secretario de educación”. Esto es cierto, pero además en esta declaración apunta a su irresponsabilidad social. En otra etapa de su vida, continúa estando en el aula en que era el irrespetuoso y soberbio “payaso del salón”. Pero el aserto del cantante contiene otra verdad: si bien él no es responsable de la situación escolar del país, funcionarios que han sido secretarios de educación han sido Bad Bunnys. Gente que no han hecho nada por mejorar las condiciones que padecen estudiantes y maestros; que no han adecentado las tendencias a la corrupción en esa secretaría; que no han reformado un currículo para proveerle cultura a la población y que, en cambio, como en el caso de la secretaria Keheler, han quedado satisfechos con su gestión de recortadora de recursos y la notoriedad y los muchos billetes de cien que le llegan todos los meses. Funcionarios, que como Bad Bunny, privilegian el éxito exclusivamente personal, permitido por el puesto y el salario, a la obra social que deben dirigir.

Bad Bunny las canta crudamente. Quizá habría que enviarle a la actual secretaria de educación y a muchos de sus predecesores, así como a los gobernadores, políticos y partidos que les otorgaron sus cargos, lo que el cantante le escribió a la maestra que cuestionó sus posturas, actitudes y contenidos: “Sepa que el artista que usted critica es producto del sistema de educación de mi país. Usted y sus compañeros también han contribuido a ese exitoso plan de crear una generación de imbéciles.”

Confío en que algún día hagamos que algunos se callen para poder aprender.

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