Hay quien piensa que la lírica elude al mundo. Sin embargo, el más puro lirismo se halla al centro de las cosas, las plantas y las bestias. Descubrirlo toma toda una vida y es un demorado ejercicio de observación. El lenguaje poético debe entrar en sintonía con esa materia vibrante y sensible en la que convivimos y que vive en nosotros. Me refiero al rumor del viento, siempre distinto dependiendo de la estación o el tono sombrío que invade una voz que conocemos, el aroma de algunas hierbas, la imposible visión de la luz o de la oscuridad absolutas e incluso la intuición de que somos una especie en extinción. Hay que estar alerta para apreciar el mundo fenoménico y cuán necesarios son los sentidos para percibir la planta, la piedra, el fuego o la tierra. La historia pasa por allí de forma esquiva o apenas notable a menos que un poeta como Edder González la perciba y comparta sus verdades de otra forma mediante imágenes. Hay quienes aprenden a ver signos en el modo en que se enrosca una ola o en las alteraciones del ciclo de las mariposas o incluso en las razones que tiene una marmota para hacer su hogar bajo una casa habitada y no en el centro del bosque. Hace siglos que los poetas saben que en el fondo de los ojos de los tigres se halla un laberinto, el abismo, la visión: “Tyger, tyger, burning bright in the forest of the night.”
¿Dónde se encuentra eso que llaman la inspiración si no es en la atención singular al sitio donde vivimos, amamos o sufrimos? La atención que exige mirar el mundo es parte del estado lírico, indagar en el espacio que habitamos forma parte de una experiencia ineludible que adquiere su fijeza en un poema. Otra cosa son los instrumentos de los que disponemos para verbalizar la experiencia, los modos de decirlo. Seleccionar el lenguaje con el que diré lo que me es entrañable es un primer paso en el aprendizaje de lo poético. Porque dependiendo del lenguaje que escojamos diremos algo sobre quienes somos, nos acercaremos o distanciaremos de su verdad, representaremos o aludiremos sesgadamente a la experiencia, asentiremos o negaremos cuán fidedigno es el lenguaje para decir lo deseado.
Lo lírico quizá consista en una disposición para capturar la trascendencia, un acontecimiento, un estado de ánimo. Capturar lo que perecerá ya es una lucha con su presente y con el tiempo. Y la urgencia de plasmar la huella de esa experiencia a través de la danza, el cine, la pintura, la música, Maya Deren,Van Gogh, Schönberg, Bonard, Yourcenar. Lírico es lo que se dice sin pretensiones, lírico es el paso no más allá, sabiendo que fallamos o fallecemos en el intento de decir. No hay pretensión, nunca puede decirse lo que nos embarga en su inmanencia. Lo lírico es un ser sin poder, sin atribución alguna de poder. Pese a su remisión al pasado o a un presente absolutos, sin embargo, no deja de construir futuros. Lo lírico es político. Lo lírico es filosófico. Lo lírico es estar.
Comentar los pliegues de un poema es expandir el universo velado de los signos. Llegamos a la poesía de Edder González Palacios cuando decimos que en el hontanar del brezal se halla el secreto que no se devela fácilmente. Esta podría ser una de las reflexiones que surgen de su libro que merodea el misterio de lo poético. Desierto es una travesía por la gestación de cómo se mueve o nace un poema para poder insertarse en el mundo.
A propósito de estas reflexiones sobre lo lírico, pienso en el territorio de esta voz poética. El desierto se resiste ante quien quiere aprehenderlo en afán posesivo. El desierto es un espacio liso, no estriado por el Estado, libre de la posibilidad de ser demarcado o dominado fácilmente. Lo cifra su infinitud y el hecho de que su habitante lo surca y habita de otra forma. Lo veo en Dune, Lawrence of Arabia, The English Patient. El imaginario que acompaña al desierto es la soledad y el modus vivendi es el nomadismo. Ambos se hallan presentes aquí. En el poema que le da título leemos en itálica que declara que es en el desierto “donde comparece la palabra”. Es decir, la enseña que atraviesa el libro podría ser la de la palabra poética que Edder González en un momento llama “imaginal” (evocando al poeta, músico y simbólogo Juan Eduardo Cirlot). Pero sobre todo, además de aparecer la palabra en el desierto, como la “voz que clama en el desierto” del profeta Juan, aquí la palabra poética produce la imagen del desierto, de una topografía estéril como “la tierra estéril y madrastra” de Palés. Los hitos de este trayecto nómade lo forman poemas que fluyen con diversas intensidades a lo largo del libro desplegando temas como el amor y el desamor, la muerte, el agravio, el dolor, la experiencia estética. La palabra salva en medio del desierto que atraviesa el hablante poético y su voluntad se arma con escudos, lanzas, espadas y coronas a partir de las experiencias que supone su trayecto. Porque el territorio que transita el hablante está hecho de ruinas, llanos arrasados, abismos, sombras y cenizas. Algo de Nietzsche hay por aquí, algo del Celan de Cambio de Aliento; algo tiene, y esto lo confiesa el mismo autor, de René Char y de la mística Hildegarda de Bingen. Por todos estos territorios camina el nómada buscando apalabrar un espacio, aunque intima que no hay caminos a trazar en la extensión desértica porque el viento los borra. Allí el caminante esgrime sus armas, combate, asciende y desciende sobre los planos que le brinda una superficie abismal y al finalizar el viaje dentro de sí mismo esboza, casi en silencio: “La gloria/en otro campo resuena. Aquí/páramo y ceniza”. Esta es la misma voz que al comenzar el trayecto que es el libro declara: “atravieso llanos arrasados/armado únicamente con las corazas/que restan del temblor.” Principio y fin del libro se tocan como la figura del ouroboros, el dragón o serpiente que se muerde la cola.
La convicción cifra la dicción de la palabra poética de González. Sus poemas son aserciones, aforismos, declaraciones, promesas, invocaciones. Y está sin embargo llena de quebraduras, de frases que persiguen concluir de inmediato, como si la expresión lo sofocara. Porque la voz de González parece querer silenciarse cuando produce su desierto. Sosiega el fuego en latencia de su materia verbal con sus propias cenizas y negaciones. Y con los pequeños desastres a los que alude esporádicamente en su texto aspira a crear la incandescencia (22). Así, cada poema resulta ser un incendio breve, lleno de fervor. Porque la mayoría de los poemas que se incluyen en la colección portan de un lado reflexiones sobre la soledad, la nada y la muerte, aunque no dejen de inscribirse en los registros de la promesa y la invocación. El movimiento ascendente y descendente del caminar indica también una siembra que se cosecha: “Hay verdad antigua bajo los blancos montes. Silencio arcaico en los precipicios del verso. Resguardo su esperanza para lanzarla/ Espiga de lo imposible al rojo titilante/ y de los granulados huesos de la tierra/ brote la flor de ceniza tremebunda” (18). De modo que no solo el desierto en su sentido literal y metafórico está presente aquí, sino que cuando el nómada se convierte en sembrador o en poeta (cosa que ocurre en el libro) aparece el bosque donde abundan el tomillo, el enebro, el brezo, el mirto, y después los sauces y almendros, el romero, el eucalipto y con ellos la imagen del “hontanar”, donde nacen las fuentes y con la que comencé esta presentación. El desierto, como lo fue para tantos ascetas, no deja de ser productivo. Y el desierto de Edder González es incierto porque no es plano, sino abismal, intensivo.
La voz poética de Desierto reflexiona y padece; se instala en un mundo hiriente y aun así hay una convicción en el modo en que convida a examinar las circunstancias que le rodean. No deja de lamentarse, sin embargo, de la agresividad del entorno, del tipo de música que rodea a esta voz. Las formas musicales adoptan los trenos o cantos funéreos que hacen aparición en el texto, los cantos de tinieblas (del siglo XVII) que signan la materia musical que surge del poemario, aparte de los silencios que los acompañan. Así, entre estos sonidos, la voz poética se coloca a manera de un acróbata entre la posibilidad de la defensa y la investida. No son pocas las enseñas y las lanzas con que se arma una voz que reconoce en el mundo un espacio adversativo. Declara su autonomía ante este espacio que habita y lo hace remitiéndose a la poesía misma que enarbola como un escudo frente a las variaciones del tiempo. Así, lo poético nace siempre entre la maleza que deja la violencia a su paso: “Fiero silencio de ruina distante/ en su interior crece el brezal/… Hasta que un caminante /o el animal desierto/ acude, cristal de roca, y/emana canto de los vórtices.[…] Este mundo desnace de los otros mundos”. (13) Y la poética que surge de ese desnacer es la de un sembrador (ver también “Brezo”):
Hay verdad antigua bajo los blancos montes.
Silencio arcaico en los precipicios del verso.
Resguardo su esperanza para lanzarla
Espiga de lo imposible al rojo titilante
Y de los granulados huesos de la tierra
Brote la flor de ceniza tremebunda.
Forman la unidad de un poemario una visión y un tono, ambos provienen de la voz poética. En el espacio real o imaginario que rodea a esa voz se formula su habla: aquello de lo que es testigo, el mundo que reconoce suyo. ¿Dónde se instala esta voz? ¿Dónde se hallan sus coordenadas materiales? ¿Qué marca esa retirada sutil de la voz poética respecto a un nombre propio, sino la convicción de que la tierra toda está en agonía y somos los últimos sobrevivientes del caos provocado por las guerras, los genocidios, las emigraciones y el hambre? La espectral figura del poeta recorre esos territorios con una voz que parece heredar de los arbustos (almendros, sauces, robles) y las herbáceas (mirto, romero, tomillo) que halla a su paso, junto con las piedras y los manantiales que nombra. Acaso su voz nace del hontanar donde crece el brezo y prefiere el poema breve y la cantiga (“oculto en el cardo mi cantiga”, 21) para decir fragmentariamente, casi de manera apodíctica o epigráfica aquello que designa como fin. Porque muchos de estos poemas, breves o fragmentados a propósito, hablan de un fin, de una lucha sobre la tierra, de una pugna irresuelta. Son pequeñas islas cuyas retículas subterráneas crean una relación archipélica. Los poemas breves de González se unen bajo la superficie de la tierra y forman un teselado color ceniza. Y ante la pugna del mundo, la voz poética escucha el treno y modula su temblor. El treno y el temblor son para mí dos momentos importantes en el recorrido que he hecho del libro. El treno por todo lo que significa musicalmente, lo funéreo. Mi mejor recuerdo son algunas piezas ejecutadas magníficamente por Jordi Savall. Para el temblor no puedo evitar recordar a Kierkegaard. Hay temblor desde el origen mismo del libro, y hay fragilidad en esa ofrenda. Hay temblor junto a la amada y en la palabra. Hay temblor junto al padre y la madre. El temblor que reconoce la voz poética podría remitirse al dolor del que se va apartando de la vida recién nace y se dedica a buscar el porqué de su exilio sobre la tierra. Y no deja de ser absolutamente contemporáneo y pertinente en este momento cuando la poesía parecería querer renunciar a las trayectorias interiores. Decía Agamben que “lo contemporáneo es aquel que mantiene la mirada fija en su tiempo para percibir no sus luces sino su oscuridad (Nudes).
¿De qué habla o a qué aluden los poemas de Desierto? En qué época habita? ¿Qué historia ocupan las bambalinas de esta poesía cuando se mueven un poco las cortinas de su lenguaje secreto, de la sutura al centro del escenario que es todo poema? ¿Qué puesta en abismo nos ofrece un hablante poético que brota entre las cenizas o mira de forma arrobada un precipicio como un signo?
La breve nota biográfica al finalizar el libro renuncia a darnos un paratexto del cual partir. ¿A qué responde esta renuncia? En estos tiempos en que las políticas de identidad convierten la escritura en mercancía e invaden el mercado del libro ¿dónde reside el valor de la poesía lírica? ¿Cómo llamarles a quienes insisten en cultivarla? ¿La resistencia poética? La poesía de González se coloca allí donde es más frágil la voz, enarbolando una búsqueda interior, la de la palabra poética como emblema del discurso que quiere defender, resistiéndose a los embates de lo demasiado fácil, declarando una afinidad con la poesía más lírica, reconociéndose en las voces de sus antecesores y pensando desde la poesía. Su hablante nos dice: “Verdadero quien en la noche/lo mismo acaricia su espada que afila su rosa” (39). Alain Badiou se preguntaba en un magnífico ensayo qué piensa la poesía, y entre otras cosas señalaba que “el poema es un ejercicio de intransigencia, no tiene mediaciones, y por tanto no se mediatiza. Permanece rebelde- vencido de antemano- a la “democracia” de las encuestas de audiencia. No pertenece al plano de la comunicación porque no tiene nada que comunicar; su autoridad emana del poema mismo. El poema es “el guardián de la decencia del decir”. Para confirmar la autosuficiencia de la poesía y de lo poético termino con un poema de la colección que no quise apalabrar en esta presentación mía que solo aspira a sugerir rutas para el estremecimiento. El poema sin título dice así:
Una serpiente silenciosa se arrastra.
Masca en lo hondo una congregación de albas.
Atraviesa la edad, negada de rocío.
Urde su centro la postrada estela roja.
Sabe que está medida su trayectoria
Y que su negra luz fallece.
Quieta, en fugaz exhalación,
Ofrece la tierra.
17 de agosto de 2024, Point Breeze
Presentación en Casa del Libro, VSJ, 7 de septiembre de 2024.