La  isla improbable

 

Especial para En Rojo

Se les ocurrió comprar juntos una isla en el Norte. La isla, que no era propiamente isla, sino un cayo separado de la costa por un banco de arena, quedaba entre Puerto Plata y La Isabela, y solo se llegaba allí por un camino de tierra que en tiempos de lluvia se convertía en un lodazal.  El plan era poner allí una salina, que en aquellos tiempos era muy buen negocio.  El lugar era hermoso, playa por un lado, acantilado por otro, jungla crecida en una esquina y un prado largo paralelo al Atlántico en el que uno podía imaginarse caballos salvajes, corriendo sueltos. Tan hermoso era, que daba ocasión a preguntar si alguno de los marinos de Colón habría vislumbrado esa isla de encanto desde su carabela.

Pero los tiempos cambian, con frecuencia rápido y sin avisar, y sucedió que el año de la compra, Trujillo, que todavía no era benefactor y padre de la patria nueva, nacionalizó de un ramalazo que todas las salinas, anotándose a su cuenta el monopolio completo de la producción de sal en el país. Plácido y Amiro (el viejo) tuvieron que cambiar de planes. Montar una salina era invitar a que el gobierno les incautara las tierras.  Por falta de otro plan, compraron unos chivos y los dejaron en la propiedad, criándose solos.  Pasaron casi treinta años.  Trujillo se había hecho dueño de todo, pero mientras más sangre corría en Quisqueya, peor le iba con el sueño. Al final, ya todos lo odiaban, y en las caras de la gente veía el rostro de Minerva la hermosa, a la que había mandado a matar a palos en la carretera de Luperón.

Mataron a Trujillo.  Doña Rosario había jurado que ella iba a asistir al funeral de sus tres enemigos: Trujillo, que le mandó a matar al marido, Balaguer, presidente en ese entonces, y a su yerno, por la osadía de casarse con su hija siendo guardia del ejército de Trujillo.  La isla seguía en su sitio, y los chivos seguían comiendo bien.  Los años de esa década trajeron prosperidad, nietos, altos y bajos en el ritmo de la vida de un país gateando hacia la democracia.  Un que otro drama familiar tomaba el centro, y la isla y sus chivos seguían olvidados.  Puerto Plata recibió su primer barco crucero. Murió Amiro.  Murió Plácido. La mayoría de sus hijos se habían ya ido a la capital o al extranjero. La isla salía a colación de cuando en cuando, de qué si habría que venderla, que quién va a hablar con los abogados.  Bajaron los precios del azúcar, y las cosas se pusieron duras. El gobierno dictaba una tasa de cambio que no tenía nada que ver con la realidad, y si salías de viaje, te parabas en casa de alguien que no se podía mencionar y entrabas con un sobre con pesos y salías con otro más chico con dólares. Muchos se fueron al extranjero, como estudiantes, como trabajadores, como mujeres de la vida, como traficantes, como peloteros o médicos. El turismo y los dominicanos en el extranjero se convirtieron en los dos sectores más importantes de la economía.  El tiempo siguió pasando y el país cambiando.  Los nietos de Plácido y Amiro empezaron a tener hijos.  En unos años había mucha corrupción en el sistema legal y mucho peligro.  Siguió subiendo el turismo, y el crimen: la casa de cambio en Puerto Plata montó buena oficina en la 27 de Febrero, y tenían dos molletos con escopeta, cada uno parado a un lado de la puerta. Comenzó otro tipo de ocupaciones de tierras,  no las tomas de tierras de campesinos con deseos de sembrar, sino la de quien construye un portón, vende la tierra en el extranjero con papeles falsificados y el dueño se viene a dar cuenta demasiado tarde.  Un nieto del señor que le vendió la tierra a los dos socios inició una demanda de daños y perjuicios contra la sucesión Pérez-Brugal.  Por haber vendido su abuelo la tierra tan barata en aquel entonces, su padre había crecido pobre, y por eso se encontraba él ahora en la pobreza. Era la época en la que los supermercados se negaban a darte cambio, y te daban la diferencia que se te debía en paletas o caramelos. Proliferaban en el país demandas de cualquier clase; salía barato alquilarse un alguacil para embargar a alguien. Murió el yerno de doña Rosario.  Había sido militar, pero también había sido buen hombre.

Una tarde se presentó una representante del tribunal, tocando a la puerta para venir a llevarse los bienes supuestamente embargados, por la querella pendiente de la Isla. No hace falta explicar que esas movidas se hacían en domingo, y cuando te presentabas el lunes a hacer declaración, ya de tus muebles nadie sabía nada.  Mi casa no era segura: tenía persianas y puertas por todas partes. Cuando le ordenaron que abriera la puerta, Mamá primero preguntó: “Y ¿por qué aquí, y no donde cualquiera de los otros ocho herederos?”   Siempre de armas tomar, fue a su cuarto y sacó una escopeta de perdigones. Le apuntó por la ventana al que tenía la mano en el manubrio:  “Al que me abra la puerta, que sepa, yo tiro primero y pregunto después”.  “Pero doña”, dijo el policía, “Así no se hacen las cosas, yo voy a donde me mandan, que esto es cosa de la ley.”  Se apareció entonces una grúa, y comenzaron a amarrar el carro de mi cuñado, que no era ni Pérez ni Brugal, para llevárselo como parte del embargo.  Tras esto llegó mi hermano bloqueando la salida de la grúa y sacó una cámara camcorder gorda, de esas de VHS,  y comenzó a filmar toda la telenovela. La mujer alguacil se ofendió,  y le dijo que apagara esa cámara. El policía entonces se quejó: “A mí no me dijeron que esto se iba a poner fuerte. Yo me voy”.

Hay que vender la isla esa. Hay que contratar a un agente. La anécdota del embargo de la isla se contó muchas veces; y en la mente de mis sobrinitos la isla tomó dimensiones de mito.  Preguntaban que porqué teníamos una isla, y que dónde estaba, y que qué iba a pasar con la isla, y que cuántos millones iban a cobrar. En dólares, mejor vender en dólares.  “¿Y cuánto me va a tocar a mí de los millones?”, preguntaba el más chiquito de los nietos, muy atento y muy aplicado con la aritmética aprendida en el Colegio Montessori.  En la familia la venta de la isla se ha convertido en un chiste familiar, y tíos y sobrinos se ríen intercambiando planes de los viajes que iba a hacer cada uno con eso. Ninguno planea usar el dinero para comprar tierras.

Doña Rosario, ya muy anciana, estaba ya en las últimas. Una tarde pensaron que había dejado de respirar, y cuando la tocaron se alertó y preguntó: “¿Balaguer sigue vivo?”.  Cuando le dijeron que sí, replicó.  “Yo tengo que ver pasar ese cortejo.”  Y se dio la vuelta, y se echó a dormir. Murió después, pero sin alcanzar a asistir al entierro de Balaguer.

Murió Balaguer, y hoy el paisaje político sería irreconocible para los que pensábamos que todo se divide en trujillistas y anti-trujillistas. El país tiene mucha más gente y está mejor: los niños en los campos ahora van a la escuela en zapatos, y los establecimientos de carretera tienen baños limpios. La tasa del cambio de dólar no se altera mucho en estos años, pero la diáspora criolla continua su dispersión por lugares cada vez más exóticos del planeta.  Al dominicano le gusta viajar, y le gusta volver.

Hoy estoy llegando al país, a firmar poderes, “a ver si por fin se vende la isla”.  Ya no hay chivos allí, que yo sepa. Casi todos los herederos iniciales han pasado al otro lado. Una nueva generación vuelve a apuntarse en Montessori. Soy más vieja ahora que lo que eran Plácido y Amiro cuando soñaban con hacerse ricos. Todavía no hay salina. Creo que la querella de la propiedad todavía pulula ocasionalmente.

Yo me río y le digo a mi hermano que es más fácil creer en Santa Claus que en la venta de la isla.  Pero algún día tendré que ir a conocerla.

 

 

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