La Mancha de Plátano en York: El rastrillo.

 

Iván Pérez

 

Al venir a York a vivir quedó en casa el viejo rastrillo de metal de mi Viejo el que heredé gracias a mi hermano Hector. Ese rastrillo, herramienta sencilla y rutinaria en la vida de un jardinero, es una de las cosas que más evoca el recuerdo de mi Padre, por tanto para mi tiene un valor muy grande más allá de su costo.

Cuando niño lo veía doblar y ajustar cada uno de sus veinte y seis dientes metálicos, yo le preguntaba, «¿Papi qué estás haciendo? y él sin perder la concentración me contestaba, “Afinándolo Vanchi, afinándolo.» Luego veía como lo deslizaba con su mano derecha a la distancia que deseaba para entonces detenerlo con la izquierda y peinar el suelo con maestría al acumular las hojas alrededor de la base de los árboles.

El sonido de su rastrillo al recorrer el suelo siempre fue música para mi. Esa imagen de mi Viejo rastrillando viene a mi una y otra vez y me hace niño por un instante a los sesenta y siete años.

Esta mañana leí a mi Primo quejarse de que en el edificio donde vive llevan cinco días corridos pasando blower y recogiendo hojas. Me imagino el ruido infernal. ¿Por qué vemos las hojas secas como un estorbo o falta de limpieza?

«Cuando los invertebrados consumen las hojas que caen de los árboles (materia foliar), la rompen en trozos más pequeños. Luego, las fuerzas combinadas de bacterias y hongos descomponen estos pedazos y los convierten en nutrientes valiosos como nitrógeno, calcio y azufre que ayudan a alimentar a los árboles y otras plantas.»

Estuve meses en York buscando un rastrillo de metal y no lo encontraba. Fui a varias tiendas y ferreterías, a garage sales, a pulgueros y nada. Un día paseando con Maricarmen pasamos por un granero que han convertido en tienda de antigüedades y nos paramos a darle una visita. Al entrar observé que tenían una gran cantidad de herramientas. No pasaron cinco minutos cuando Maricarmen me dijo que se quería ir -las herramientas no son lo suyo-, pero ya a punto de salir en una esquina vi un barril lleno de rastrillos. El niño se apoderó de mi y emocionado empecé a sacarlos uno a uno del barril hasta encontrar uno casi igual al de mi Viejo. Lo miré de arriba a abajo y empecé a contar, «Uno, dos, tres… no lo podía creer… veinte y cuatro, veinte y cinco y ¡¡¡veinte y seis!!!» Pagué los ocho dólares y me lo llevé pa’ casa feliz como si se tratara de un juguete en Nochebuena.

Cada otoño acomodo las hojas al pie de los árboles y arbustos para que poco a poco se descompongan y vuelvan a ser nutrientes y alimento para ellos, mientras escucho la música de mi rastrillo sembrándome de recuerdos.

 

 

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