La narrativa mágica/callejera en los tapices de Ramón López

 

Suplemento Especial

L’exactitude n’est pas la vérité.

– Matisse

A

En medio de un banquete en honor al pintor «naïve», Henri Rousseau, organizado por los artistas del Bateau-Lavoir a instancias de Picasso, el homenajeado—deleitado por la recepción—le susurró al oído a Picasso que, «Después de todo, tú y yo somos ambos grandes pintores: yo en el estilo Moderno, y tú en el Egipcio».

Este susurro—surgido «inesperadamente» en el contexto de una celebración mitad sincera/solemne, mitad jocosa/cruel—lo decía todo: la naturaleza irónica e indeterminada de la problemática de la percepción y la interpretación propia y del otro; la lúcida ingenuidad—«arrogante» y «bondadosa»—del Douanier Rousseau, y lo serio que se tomaba a sí mismo como artista. Pero marcaba también un momento simbólico y clave de alianza entre el arte moderno (que todavía no era «oficial» ni estaba aprobado por las instituciones dominantes) y el arte «ingenuo» (que se veía así mismo como «moderno», y en el caso de Rousseau, veía lo «moderno» como «egipcio»; o en otras palabras, como «anacronía»).  Esta alianza contra la academia y el «realismo» sería luego ajustada y puesta en su sitio (es decir, que devaluaría y colocaría el arte ingenuo y a los diversos «realismos»—el socialista, el de los muralistas mexicanos, el de Hopper, Balthus, etc.—fuera de la historia del arte moderno) por las nuevas autoridades e instituciones del «modernismo». Más tarde, entrados ya en la «Era Electrónica» y la crisis del «modernismo», comenzó a ganar terreno, debido a intereses diversos y a través de espacios simulacrales, todo arte foráneo al mundo del arte reconocido, ya por las academias, ya por las vanguardias, pero siempre bajo los códigos dominantes: el arte de los excluidos/marginados de la periferia, del «tercer mundo», del «segundo sexo», de las instituciones mentales y penales, etc.  Entonces, parecido al banquete dedicado al bueno de Rousseau, algunos invitados (y no-invitados) a esta nueva «apertura», aprovechándose de esta, arrogantes y maliciosos, tomándose bufonescamente en serio, se susurran unos a los otros que a pesar de la simulaciones y disimulos a granel, cada grieta, cada gota, cuenta en el largo y difícil camino de la liberación y la libertad.

B

Esta anécdota y el análisis posterior nos sirven para asistir como invitados y enfrentarnos a la obra del tejedor puertorriqueño Ramón López.

La conexión que existe entre el aduanero-pintor Rousseau y el antropólogo-tejedor López estriba en que su localización ante el orden establecido por las instituciones o esferas ideológicas/culturales está igualmente marcada por la diferencia que los sigue separando del «arte superior» como por la exigencia momentánea del mercado cultural moderno/postmoderno que tiene el poder de convertirlos en raros y valiosos ejemplares de excepción a la regla si le es conveniente o se hace inevitable. Tanto esa diferencia establecida por la división mecánica del trabajo como su valor en el mercado son determinados por la lógica, la política y la metafísica de la economía política que marca con su carimbo todo lo que toca. Todo deviene en mercancía (valor de uso, valor de cambio).  Y al nivel del signo ideológico, todo deviene en status. Tanto las instituciones como el resto de nosotros exigimos credenciales: diploma, resumé, premios, exhibiciones, etc. Si, por ejemplo, el sujeto en cuestión es ama de casa o está casada con Diego Rivera, y le da por pintar y pinta bueno, ella es una pintora «in her own right» o «self-styled». El mérito está adjunto al código, y si se encuentra fuera de este, si se desvía, siempre se designará como «excepción» que confirma el código. El problema es que todo artista es, de alguna manera u otra, un artista «in her/his own right» a pesar de las credenciales o a falta de estas, y aunque se le mire con recelo, resentimiento o paternalismo. Lo que verdaderamente nos importa—después de todo—es la obra concreta, su fuerza creativa, su sentido, su historicidad, su relevancia.  Sus ataduras o asociación a categorías y géneros, a estilos, escuelas o movimientos, a ideologías estéticas o al material que se utilice (hilos, pigmentos, fotos, metal, etc.) son de interés y de importancia, pero de segundo orden.

C

Al contrario de Rousseau, a López no le gusta Picasso. A quien mira y lee es a Van Gogh.  Tampoco le gustan los tapices clásicos europeos. Nos «susurra» Ramón: «Amo los textiles suramericanos precolombinos y los textiles huicholes del siglo 20. Gozo del arte aborigen australiano y del graffiti artístico callejero. Del arte puertorriqueño, me gusta más Denis Mario Rivera que Rodón.»

«Sin embargo,» continúa, «lo que más me nutre visualmente es caminar solo por los barrios y las calles».

«Tejo con tantas ganas que maltrató mi cuerpo bastante. Vivo con un permanente dolor de espalda y un gozo total de colores y palabras».

En esta breve «confesión» está encapsulada la estética y la ética de un creador que se ha decidido por el tapiz como forma artística.

CH

Su obra es callejera, la que muchas veces teje también en la calle, ante el público.  Ha sido utilizada como pancarta en marchas y desfiles además de expuesta en museos y galerías de arte.

En su aspecto popular, se puede entender un tapiz de López como si fuese una «plena visual». Es decir, su narrativa puede apreciarse como un discurso paralelo al género musical puertorriqueño de la plena cuya temática responde a los acontecimientos trágicos y cómicos del momento, que afectan, de alguna manera, la vida pública o la psiquis colectiva. Ver, por ejemplo, El tiburón de la policía (1993) cuyo título también nos recuerda a la plena Tintorera del mar. La plena, de ritmo afro-caribeño y cantada en la forma métrica de la copla española, funciona como un periódico musical del pueblo. Y los tapices, en su función «periodística», incluyen en sus páginas hiladas relatos trágicos (como los retablos mexicanos) o de tono crítico/satírico además de cierto humor congenial al de las tirillas cómicas (como El gato volando en la calle–1995).

Una vez se reconocen estos aspectos de la cultura popular y se entiende su papel social en la agenda nacional, como en las comunidades boricuas de la diáspora, nos preguntamos si son sólo eso: ilustraciones «pop» o textos narrativos usando un lenguaje visual construido con hilos. O si, simultáneamente, son obras de arte «independientes»: con autonomía relativa sobre cualquier actividad instrumental, de proselitismo, pedagógica, suplementaria. Ya que la labor de Ramón López es multi e interdisciplinaria (periodista, antropólogo, historiador, educador, curador y tejedor, entre otras cosas), esa riqueza «contaminante» puede ser saludable como puede ser dañina en el peligro constante de abarcar demasiado y apretar poco.

D

Como la obra de Rousseau, la de Ramón López parece ser «ingenua». Ciertas características—en su modo de ser—la hacen «anacrónica» cuando se la compara con las técnicas contemporáneas de la comunicación (e.g. la efectividad de una plena vs. la televisión) y la seducción hiperrealista de la imagen electrónica (e.g. un «muñeco de guata» vs. un rostro destellante a todo color de una revista de modas o de MTV). Estamos frente a una obra que es todo lo contrario a una máquina reproductora de imágenes electrónicas (y sin embargo—paradójica, o tal vez, lógicamente–es a través de la imagen xerográfica que ésta nos llega a la prisión) cuya sublimidad extasiada busca la inmaculada «perfección» de las superficies y la higienización de toda contaminación «manual» («manual cleansing»), «artesanal», «anti-maquinal», etc. Todavía más si las únicas herramientas utilizadas son precisamente las manos y una solitaria tijera para cortar las hebras del pompón de acrílico, de lana, o de algodón.

E

Nuestro tejedor es, sobre todo, un colorista, no en el sentido de los fauvistas sino en el sentido combinado del puntillismo/divisionismo del post-impresionismo de Seurat (el título, La di-visión of the light, puede ser concebido como un juego de palabras con el nombre de la calle principal de la comunidad boricua en Chicago y la técnica del divisionismo de Seurat y otras alusiones que nos podíamos imaginar) y el expresionismo de Van Gogh. Como Seurat con los pigmentos, López construye sus imágenes a través de hilos de colores sólidos cuya mezcla toma lugar en la retina del ojo. Este proceso de construir colores es lo que más le apasiona. Como Van Gogh, a través de la vibración cromática busca un efecto emocional lo cual no excluye el efecto sensual como un verdadero banquete del color que podemos apreciar en tapices como La amiga de Papo Bangó (1992) y Tocar fondo (1993).  Pero, como en todo arte, el efecto será siempre indeterminado, relativo al sujeto que mira, a la fuerza creativa/plástica/sensual/conceptual de cada obra, a la distancia envuelta, o a la calidad de la reproducción con que se cuenta de la obra.

El mundo que se nos proyecta a través del color es un mundo más o menos plano y que sólo al mirar desde lejos podría crear una ilusión de perspectiva. Sólo que este mundo no descansa en la perspectiva aérea o lineal sino en la relación que existe entre la solidez formal de las imágenes, y la combinación narrativa de lo cotidiano-callejero (su aspecto urbano, social, de la «vida externa», el ruido mundano) con su modalidad «mágica», donde la presentación de los sucesos de la difícil y dura vida en el barrio se hace «liviana», como si su interlocutor fuera un niño que asiste a entender la realidad a través de un cuento de hadas. Para mí, es éste el aspecto que más invita a la mirada, al pensamiento, a la emoción; el más profundo, más mental, más simbólico y más extraño que surge de estas composiciones. No es, entonces, la reducción del color a una mera sensación retinal o su carácter de narración cotidiana lo que yo más valoro en estos tapices sino cómo lo cotidiano se nos ha devuelto como extrañeza y poesía. Esta extrañeza poética, este espectro de lo mítico, traspasa, para bien o para mal, el mensaje, la prédica, el apelar a la consciencia o simpatía del espectador.

Este aspecto—logrado totalmente en algunos tapices, en otros, parcial o «dañado» al forzar la temática o debido a fallas formales, que brevemente tocaremos en la sección F—adscribe a la obra su valor artístico, porque en la relación formal y temática se logra una fuerza que trasciende la mera habilidad artesanal, los límites del material usado y su significancia inmediata. Es este el valor simbólico que traspasa el carácter arbitrario y racionalizado del tapiz como objeto fetichizado o artísticamente subestimado; o como instrumentalidad sociológica, antropológica, de lo político-directo, etc. De no ser así, los tapices de Ramón López serían tautológicos, ecos de otros ecos, verdaderamente pobres competidores en el juego obsceno de los medios de la comunicación masiva. Porque comparados a la insaciable promiscuidad de éstos, a la velocidad que las imágenes pueden alcanzar en el video, a la omnipresencia de los mensajes y los comerciales catatónicos que a través del imperialismo terrorista de la imagen electrónica nos invaden, penetran, e infectan diariamente, un tapiz de superficie suave, que funciona con una teoría del color siglo diecinueve, sin ser hostil al ojo, artesanal, inocente como una caperucita roja en el mundo de los lobos de la informática y la cibernética, puede resultar completamente obsoleto y anticuado.

Pero es ahí, precisamente, donde reside su valor: en su ser «anacrónico» y en su capacidad utópica de simbolizar y realizar el deseo aquí, ahora, a través de la narrativa mágica de sus imágenes, lo que no quiere decir que se renuncie al carácter trágico de la vida. De esta manera, podemos traspasar—no devaluar o rechazar—tanto el concepto aristotélico de catarsis (purificación de las pasiones a través del arte, de la emoción estética) como el del «arte político» que tiende a prescribir una línea de acción sin entrar en diálogo con los participantes, o en el mejor de los casos, que aspira a la concientización que mueve a una futura acción en algún imaginario de lo político-directo.

Mas lo extraño es que estos «barrios calientes» que habitan los tapices de nuestro Ramón Rousseau sean transformados—aunque su «autor» lo quiera o no—en un teatro existencialista color de rosa, distanciados «existencialmente» de la calle «real». Lo «increíble» o lo absurdo del barrio «real» nos llega a través de la «mirada» alegórica o fabulada del tapiz. Una mirada que teje, imbrica, la fantástica existencia de la vida del barrio, del ghetto:  el peligro o los banales misterios de la vida nocturna, la presencia constante de la policía, los emblemas de la identidad nacional. Y en los más mágicos y surreales, el tema del naufragio de los migrantes «ilegales» o un gato a veces espectral testigo del exterminio y la violencia cotidiana del barrio (e.g. En el cielo y en la calle–1995); a veces hermanado a todos esos gatos bufones de los paquines:  la gata de Tobita, Félix, Garfield, etc.

F

Todo material, toda forma artística, tiene su potencial y su límite. El tapiz, tal y como lo trabaja Ramón López, funciona mejor cuando las imágenes se simplifican y en vez de aspirar al modelaje (buscar el relieve a través del claroscuro) asentarse en el modulaje (construir ajustando un área de color al color de sus áreas vecinas). Las figuras demasiado delineadas o que tienden al volumen creado por el modelaje son plásticamente inferiores a las que surgen por la modulación. La forma de lograr los ojos de algunas figuras como en Papo Bangó frente a sí mismo debilita la presentación de éstas y la composición del tapiz. Por el contrario, los ojos simples pero impactantes del gato en Gato sediento, o los sutiles y modulados ojos de la mujer en Tocar fondo, trabajan perfectamente en su relación con los colores vecinos y las formas más geométricas de las composiciones. Lo mismo sucede en la relación que se establece entre figuras y fondo. En La di-visión of the light, la figura a la derecha del espectador parece como si hubiera brincado de repente ante la cámara de un fotógrafo preocupado verdaderamente con el trasfondo. Aunque parezca «interesante» el efecto temático, en términos formales se hace incongruente (en el sentido negativo del término) con el resto de la composición. «Borrar» la figura salvaría el tapiz. En otros tapices, el dinamismo entre figuras y fondo se logra causando una armonía en todo el plano del «cuadro» en composiciones como La amiga de Papo Bangó, Tocar fondo, Gato volando en la calle, y, especialmente, en un tapiz sin título donde aparece un largo gato azul con una niña negra en traje verde (al parecer volando en el aire tras haber chocado el uno con el otro) sobre el fondo más oscuro de los tapices que tengo ante mí.

G

En la obra titulada Gato sediento (la composición, a mi parecer, más lograda y compacta de las obras que he visto, y que pienso se ajusta más al medio del tapiz), de la serie El barrio que no amanece (1992-93), este gato-chihuahua, oscuro, largo y extendido como la-noche-que-no-termina, es un «representante» de su «referente temático» en un contexto reconocible de la vida en el barrio; gato anónimo, callejero, «sato», tal vez «homeless», sobreviviendo la escasez del barrio. Es también, una fábula/alegoría visual que invita a la identificación, la empatía con el hombre que se «animaliza» en la jungla urbana. Pero en el plano mítico del arte, en su realidad otra, su dialéctica de lo permanente, es el gato terrible, de mal agüero, que nos recuerda el carácter trágico o impredecible de la vida, el «absurdo» de que la vida termine en cualquier lugar o momento sin avisarnos y sin poder saciar la sed del cuerpo, de la experiencia, cognoscitiva, la curiosidad del gato. Gato místico del «sinsentido» que nos saca de la historia y la costumbre (aunque esa boca de incendios amarilla nos recuerde su contexto histórico), nos ambivaliza o nos abre los significados tirándonos al misterio como el no-problema. Esto, claro está, resultará ridículo, como si el tema fuese el espiritismo y la levitación. O la filosofía:  irrelevante y lejana para sernos útil en la dialéctica de la calle. Sin embargo, este aspecto del misterio (que es lo banal de las cosas y no lo «escatológico») es tan político como una marcha o una huelga; tan «banal» como el enamorarse un buen día sin remedio; o como la explicación del porqué existe la pobreza:  tanto económica como espiritual.

Por último, esta obra, desde el punto de vista estético, de la ideología de la forma, de la «historia» del arte, reúne elementos «pre-colombinos» con la llamada tradición «occidental»: Rousseau, Van Gogh, Seurat y Chagall han reencarnado en las manos de un tejedor boricua, de inspiración andina, huichol, «cósmica». El cielo estrellado de Vincent habita ahora los caseríos públicos de San Juan, la Division de Chicago, o el trasfondo de este infantil y diabólico gato que nos mira.

3 junio 1995, necrópolis, oklahoma

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