Hace casi diez años, en el barrio boricua de Chicago, apareció una nueva forma de producir y exhibir la bandera puertorriqueña. Fue a fines de mayo, cuando los vendedores callejeros de artículos de adorno corporal con tema puertorriqueño –camisetas, sombreros, collares, llaveros, etc.– añadieron a sus inventarios unos collares hechos de cuentas plásticas con pendientes rectangulares de las mismas cuentas, tejidas según el diseño de la bandera monoestrellada. La nueva mercancía tuvo gran aceptación pues no sólo servía para colgar del cuello como anuncio público de la puertorriqueñidad durante las Fiestas y el Desfile de junio, sino que, transcurridas las celebraciones, se colgaba del espejo interior de los automóviles y así ocupaba un espacio de exhibición permanente.
La bandera de cuentas tejidas con hilo de pescar se convirtió en una moda arrolladora. No se sabe quién hizo la primera y, hasta el día de hoy, sigue siendo una artesanía de procedencia anónima, producida en los espacios domésticos de la comunidad y vendida en tiendas y puestos callejeros por los mismos productores o por intermediarios que las compran por docenas y las revenden con una margen de ganancia. Los precios fluctúan entre $5 y $10.
Hombres, mujeres y niños tejieron banderas como manera de conseguir ingresos temporeros para sus familias. Algunos montaron pequeños e intermitentes negocios comprando las cuentas por libras y proveyéndoselas a los tejedores que producían a cambio de un por ciento del precio de venta. A veces, una familia montaba su puesto de ventas –que siempre incluía otros artículos de procedencia industrial junto a manualidades domésticas– y mientras unos vendían, otros tejían en el automóvil o la camioneta de la familia. Junto a la silla, el tendedero de camisetas y adornos, la mesa de mostrador y las cajas de mercancías, siempre estaba la bolsa de comida hecha en casa para sostener a los trabajadores de la calle.
La técnica artesanal es sencilla. Se trata de unos pasos de enhebrado de cuentas que nos llegan desde la milenaria antigüedad egipcia y que se han difundido por el mundo entero. En Chicago, la familiaridad con esos procedimientos tiene varias procedencias: los tradicionales rosarios católicos, los collares de santería, las artesanías nativo-americanas y las manualidades de revistas. Sin duda, un pueblo boricua acostumbrado a sus rosarios, collares santeros y la infinidad de collares industriales y artesanales que forman parte del adorno corporal cotidiano, no tuvo problemas en encontrarle el gusto a su bandera nacional convertida en collar de cuentas.
Desde el principio, la gente aceptó la bandera de cuentas como suya, a pesar de que la técnica artesanal no permite la creación de la estrella y hay que conformarse con diamantes y otras formas simplificadas que toman su lugar. Las franjas rojas se tejieron con cuentas rojas pero las blancas se tejieron más con cuentas transparentes que con blancas. Con el triángulo pasó lo de siempre: aparecieron en todos los azules que el mercado provee.
La semilla artesanal que se sembró el primer año rindió frutos abundantes e insospechados en los años subsiguientes. Aquí no tenemos espacio para dar cuenta de todas las sutilezas del proceso pero podemos apuntar sus tendencias prominentes. La bandera rectangular adquirió una variedad de formas que atrajeron los distintos gustos de la gente. Unas banderas de cuentas grandes y pesadas se hicieron favoritas de motociclistas y gangueros que encontraron en el tamaño exagerado del collar una manera de exhibir su machismo. Otras banderas en miniatura, tejidas con cuentas pequeñitas, sirvieron para la gente discreta y para confeccionar pantallas que le gustaron a las mujeres. Los rectángulos multiplicaron sus proporciones. Algunos collares tenían muchas banderitas en vez de un sólo pendiente. Pronto, alguien produjo una bandera en forma de corazón y los demás le siguieron hasta conseguir corazones de muchos tamaños. Alguien produjo entonces un collar con abanderados corazones gemelos, muy apropiada para enamorados.
La bandera de cuentas se convirtió en la moda del momento. Su palpitante representatividad cultural se hizo cada vez más visible y si uno se paraba en una esquina del barrio a ver los carros pasar, la proporción de carros con banderas de cuentas en los espejos era asombrosa, aunque su público despliegue hacía a sus ocupantes más vulnerables a las reacciones racistas de los blancos, especialmente los policías de tránsito.
La cosa no paró ahí. En años subsiguientes, el proceso artesanal se diversificó más. Aparecieron collares cortos que no se podían usar en el cuello porque estaban diseñados especialmente para los espejos de los automóviles. La bandera de Lares hizo su aparición espontánea, iluminando el sentido de historia, identidad y patriotismo de la gente común. Entonces, los tejedores se dedicaron a tejer todo un modo de vida en formas de la bandera. Así, hubo bandera con forma de cuatro, banderas gemelas y cúbicas en forma de topos colgantes, banderas con flecos, banderas ondeantes en vez de rígidas, banderas formando cristianas cruces, banderas en forma de mapa de Puerto Rico, banderas hechas butaca-mesa-sofá y, en un alarde de empecinada conquista, apareció una bandera tejida según el difícil diseño de las monumentales banderas del Paseo Boricua. También apareció un pendiente tricolor con el acrónimo P. R., el pi-ar del spanglish compartido.
La cosa siguió. Los colores de la bandera invadieron el diseño de unos rosarios entretejidos y novedosos y así el proceso volvió a una de sus fuentes de origen. A la misma vez, el proceso traspasó las fronteras puertorriqueñas e impuso sus colores al logo del entonces invencible equipo de baloncesto de los Bulls de Chicago. Así el proceso entró en contacto con la sociedad más amplia de la ciudad. Luego sucedió algo fascinante. Aparecieron diseños distintos de lo que era una bandera méxico-boricua. Así la gente reconocía su convivencia con el grupo latino más numeroso de Chicago y creaba banderas para los hijos mestizos de los emparejamientos interétnicos. Además, aparecieron banderas cubano-boricuas y dominico-boricuas, expresando la evidente cercanía cultural-caribeña de las Antillas.
Aquí hay que abordar un nuevo ángulo. Aguijoneados por la cautivadora moda puertorriqueña, las demás comunidades latinas de Chicago empezaron a tejer sus propias banderas de cuentas: primero los mexicanos y luego los demás pueblos centroamericanos, caribeños y suramericanos. Pronto los puestos y tiendas ofrecieron banderas de varios países y, en las comunidades no-puertorriqueñas, se esparció la camaleónica tradición recién inventada. Ahora se consiguen en Chicago banderas de cuentas tejidas de amplio espectro latinoamericano. En este año 2001, aparecieron banderas mestizas en todas las combinaciones que permite la demografía latina de la ciudad. Sin embargo, se venden mucho menos porque representan unos grupos incipientes que todavía no han crecido. Por otro lado, todas estas banderas de cuentas tejidas se han trasladado a las principales ciudades latinas de Estados Unidos y allí compiten con la hemorrágica ventas de adornos étnicos de producción masiva e industrial.
Es muy significativo que, en una ciudad tan multiétnica como Chicago, estas banderas de cuentas tejidas se han mantenido como asunto de puertorriqueños y latinos. Los afroamericanos, nativoamericanos, y asia-americanos no tienen sus propias banderas de cuentas tejidas, ni tampoco los grupos de origen europeo, mediteráneo o árabe. No es una adaptación a una moda impuesta por la cultura comercial corporativa sino una iniciativa popular que se enfrenta al mainstream asimilista con una respuesta afirmativa de la diversidad latina. Tampoco es una tradición folclórica de la tierra natal, sino una innovación que surge de la migración misma y que identifica a la comunidad migrante como productora cultural con su propia idiosincrasia.
Mención aparte merece el aislado intento de una mujer boricua dueña de tienda que fue más allá y produjo una colección de banderas de cuentas tejidas con los diseños de las banderas municipales de Puerto Rico. El proyecto no prosperó porque no hay suficientes clientes para 78 banderas distintas. Además, gran parte de la gente boricua desconoce su bandera municipal.
Lo anterior es muy importante. El éxito cultural de las banderas de cuentas tejidas estriba en el reconocimiento compartido de un ícono que provoca tanto orgullo que se exhibe con una energía y abundancia tales que los sectores intelectuales y dirigistas de la cultura se preocupan y rechazan esa contagiosa afición como falta de respeto a los “símbolos patrios” o como “charrería” del populacho. Lo que nos enseña esta ocurrencia de nuestra gente común de Chicago es que solo una imagen reconocida por todos puede servir de vehículo para esparcir orgullo comunitario. Además, el pueblo se apropia de los símbolos nacionales a su manera y, a diferencia de las élites dirigentes, no los coloca en la lejanía de las astas y los monumentos y espacios especiales e inaccesibles que el pueblo no controla, sino en el centro de la cotidianidad misma, especialmente en el cuerpo personal que es el territorio más libre para la expresión simbólica.
Lo que sorprende del proceso de las banderas de cuentas tejidas es su grande y rica expresividad: aquí tenemos una prueba de la enorme capacidad de la gente común para hablar consigo misma y frente al público espectador elaborando un lenguaje simbólico que recoge, transforma y anuncia los aspectos fundamentales de la cultura. No exagero. Vuelva usted a revisar la multiplicación de formas de la bandera y encontrará la presencia del patriotismo, la historia, la espiritualidad, el amor, la música, la suerte, el idioma, la etnicidad, lo doméstico, lo femenino-masculino, la migración, lo latinoamericano-caribeño, el deporte, la comercialización, el racismo y, sobretodo, el pueblo mismo como protagonista de la gestión cultural propia.
Las muchas formas de la bandera –en combinación con otros recursos de información visual– son un medio excelente de ilustrar la exuberante complejidad de la cultura popular puertorriqueña en Estados Unidos. La constante metamorfosis de su presencia es un mapa especial de las relaciones sociales que se entretejen para dar sentido a una manera de entender y hacer la vida social de una población en diáspora que se niega a perder su identidad y, por el contrario, la reproduce y transforma con el orgullo de la fortaleza cultural compartida.