A veces, cuando me entra el mal humor, estado casi permanente en mi aún joven existencia —fuego interior, me gusta decirle— intento racionalizar lo irracional y reconfortarme en la idea de que soy hija de la modernidad. Eso aunque algunos insistan en que debo ser posmoderna. Ese fuego interior que se apodera de mi es producto de las frustraciones, varias, y me produce ansiedad, mucha. Las cosas que pasan en mi entorno me afectan por más que yo quiera darle el “fuck it treatment”. Que digamos estupideces por Facebook me enerva; que critiquemos a la Vampi de Lajas de forma desalmada y humillante, desde una superioridad moral impostada y asquerosa, para luego enviar imágenes de la virgencita y cadenas de oración, o imágenes de niños moribundos para que le pongamos “Amén” si deseamos que se salven, me da ganas de morirme con el niño y de hacer un video con la Vampi, respectivamente. Que además, seamos incapaces de reaccionar ante las injusticias sociales porque el fanatismo político nos come, me enferma. Que digamos que el paciente de cáncer que murió, perdió la batalla, me da ganas de metérmeles por dentro a ver si entienden que el enfermo no es un gladiadior ni un guerrero ni nada de eso que está de moda decir. Usemos mejores metáforas con las que responzabilicemos menos al enfermo por su enfermedad y muerte. Por experiencia sabemos que las derrotas no son bien vistas y que jamás se perdonan. A nadie le gusta perder. Entonces, que quede claro que el evento éste, al que llamamos vida, no es una competencia, y en definitiva, tiene como único destino la muerte, que le llega a todo el que está vivo.
Que estemos día y noche pisando en el jodido lugar común, que seamos incapaces de salirnos del rebaño y pensar más allá de la norma y lo establecido, hace que cada día me sienta más sola. Claro, estos son unos ejemplos insignificantes al lado de tantísimas otras cosas que afectan para mal la existencia de cualquiera. Hago esta salvedad porque existe otro tipo de gente que también me saca la hiel partiendo pelos, poniendo puntos sobre las ies y reclamando matices con excesiva corrección política, pero incapaces de reconocer que esta actitud perpetúa el “establishment” y recorta nuestra libertad de expresión al pretender acallar las opiniones disidentes o disonantes. Y es que de un momento a otro somos todos un montón de neo mojigatos. Entonces, para estos narcisistas morales digo que sí, existen otro montón de cosas importantes, pero sobre las que no pienso hablar ahora. El púlpito se los dejo para que sean otros los que se regocijen en su heroísmo de buena conciencia.
Dicho esto, retomo el hilo. Decía que el fuego interior se me enciende ante cosas que pueden parecer mínimas, por eso supongo que un taller de esos de manejo del coraje no me vendría mal, o tal vez leer un poco más a Séneca y dejar de justificarme bajo la idea de que soy moderna y que el moderno siempre tiene una incomodidad/inconformidad existencial. Sin embargo, estando las cosas como están, no hay otra manera; se hace evidente y me gana la sensación de derrota.
El fracaso es parte de nuestra constitución existencial y por lo tanto, se manifestará en las múltiples representaciones que creamos de la realidad. Por ejemplo, para el húngaro György Lukács (1885-1971), filósofo marxista, esteta y crítico literario, la novela surge como forma de expresión de la modernidad. Es una forma que se distingue de la tragedia y la epopeya griegas (fromas de la antigüedad clásica). Una estructura que mediante variados elementos de composición —estrategias, artificios literarios, personajes, argumentos— expresa una época, un tiempo específico: la modernidad; el tiempo de la pérdida/ausencia o del “desamparo trascendental”, término utilizado por Lukács en su ensayo histórico-filosófico Teoría de la novela (1916), para referirse a la vacuidad que reconocen —él y filósofos anteriores—, experimenta el hombre en la realidad de su tiempo. Ese vacío al que aluden nace de una escición, una ruptura que se da entre lo finito y lo infinito; es la muerte de Dios, en palabras de Nietzsche. Este concepto —la muerte de Dios— se utiliza como metáfora para representar los cambios producto de la modernidad en la historia social y política, y en relación al conocimiento que el hombre tiene del mundo. Dios ha dejado de ser la opción “universal” y se ha convertido en opción personal-individual que resulta insuficiente para responder las interrogantes del hombre moderno.
Con la modernidad surge un desgarre entre los ideales y el mundo, resultando de esto que el hombre quede desprovisto de valores o ideales sobre los cuales descansar su existencia. Desde entonces vive en una eterna búsqueda de sentido. La novela es uno de esos intentos de búsqueda infructuosa, pero no por eso desdeñable. En esta ocasión, el recordatorio de esto nos lo hace el escritor Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948), quien en su ensayo titulado “Por una biografía del fracaso”, contenido en su más reciente libro Impón tu suerte (2018), reconoce la falta que hace un “mapa de confesiones de honrosos fracasos que, ampliando el panorama crítico desde dentro de la creación misma de la literatura, ayudaría a los autores a contrastar problemas y a trabajar con mayor conocimiento del terreno… Desde El Quijote en adelante, la moral del fracaso es la verdad ética, e incluso la verdad metafísica de los héroes de la novela moderna. A fin de cuentas, hay que aceptar el fracaso, sin rencor ni vergüenza, como prefiguración natural del destino” (39).