Especial para En Rojo
Cada 16 de noviembre se conmemora un acontecimiento fundamental para las Iglesias cristianas y para el mundo. En esa fecha, en 1965, en Roma, durante el último período de sesiones del Concilio Vaticano II, 42 obispos católicos de diferentes países y continentes se reunieron para firmar un compromiso público fundamental para la inserción amorosa de la jerarquía de la Iglesia junto a las poblaciones más empobrecidas. A través de ese documento, los obispos decidieron renunciar a títulos honoríficos como «príncipes de la Iglesia» y a símbolos de nobleza, como el palacio episcopal, cruz y anillo de oro, o metal precioso. Asumieron entonces el compromiso de simplicidad y sobriedad en su forma de habitar, vestir y vivir. Como servidores del Evangelio, daban testimonio de que, por vocación evangélica, la Iglesia debe ser, prioritariamente, Iglesia de los pobres y para los pobres.
Para asumir y firmar este documento, 42 obispos se reunieron en las Catacumbas de Domitila, en Roma. Era un lugar simbólico, porque allí, en los primeros siglos, junto a las tumbas de hermanos y hermanas, mártires de la fe, las primeras comunidades cristianas de Roma celebraban la alabanza a Dios y vivían la comunión. Por eso, este documento se conoció como el «Pacto de las Catacumbas». En los días siguientes, más de 500 obispos de todo el mundo firmaron el documento y asumieron el mismo compromiso.
Aunque sin la misma visibilidad, hubo un movimiento similar entre algunos pastores evangélicos latinoamericanos y caribeños.
En octubre de 2019, durante el Sínodo para la Amazonía, en el Vaticano, un grupo de obispos, sacerdotes, misioneros y misioneras laicos, ministros y ministras de otras Iglesias cristianas y representantes de pueblos originarios se reunieron de nuevo en las Catacumbas de Domitila. Allí renovaron el Pacto de las Catacumbas y lo actualizaron en el Pacto de las Catacumbas por la Casa Común. En 15 puntos que actualizan el llamado a la pobreza evangélica y a la defensa de la vida y de la casa común, esta nueva versión del Pacto se centró en la defensa de la Amazonía, el cuidado de la Madre Tierra y la solidaridad con los pueblos originarios.
A partir de esa iniciativa, en algunas Iglesias locales, se constituyeron, ecuménicamente, grupos de renovación del Pacto.
En la época del primer pacto, el compromiso con los pobres se entendía como camino ascético de renuncia a las comodidades y búsqueda de la comunión con los empobrecidos y empobrecidas del mundo. En tiempos anteriores al Vaticano II, en algunos países, surgió el movimiento de sacerdotes obreros. Después del Concilio, muchos hermanos y hermanas religiosos optaron por vivir en periferias y convivir con las personas más empobrecidas. También algunos grupos de jóvenes siguieron ese camino.
En nuestros días, las personas pobres no son solo individuos. Son colectivos, que el mártir salvadoreño Ignacio Ellacuría llamaba «pueblos crucificados». Por eso, hoy en día, el Pacto de las Catacumbas ya no puede ser solo de comunión y cercanía. Es urgente bajar de la cruz a los pueblos crucificados. La Teología de la Liberación nos enseñó: “Con los pobres, pero contra la pobreza injusta”.
Para eso, la solidaridad con los pueblos empobrecidos (opción no solo preferencial, sino prioritaria) sigue necesaria, pero se necesita más: atacar las raíces del problema: las causas estructurales de la pobreza en el mundo. Si no luchamos contra las estructuras sociales y políticas que crean y alimentan las diversas caras que adopta la pobreza, actuamos como alguien que quisiera secar una habitación mojada sin cerrar primero el grifo.
Desde el comienzo de su ministerio, en 2013, el papa Francisco propuso que la Iglesia se pusiera «en salida, al encuentro de las periferias del mundo». Concretamente, Francisco promovió encuentros mundiales de representantes de movimientos populares de todo el mundo y propuso como objetivo de la lucha contra la pobreza, el derecho universal a las tres T: tierra, trabajo y techo.
En 2025, el 16 de noviembre coincide con el 33º domingo ordinario del año, en el que, por novena vez, la Iglesia católica celebra el Día Mundial de los Pobres. Ese año, el tema propuesto es “Tú eres mi esperanza”(Sal 71,5).
De hecho, el enorme aumento de la pobreza en el mundo, la discriminación social y la violenta persecución que sufren migrantes y extranjeros en los más diversos países, así como la proliferación de guerras y conflictos, hacen urgente este llamamiento. La mirada a la realidad, por muy necesaria que sea, puede ser desmovilizadora y los diagnósticos, pesimistas. La esperanza solo puede venir de la confianza de la fe. Podemos decir «Tú eres nuestra esperanza». Concretamente, el Espíritu de Amor, en el que esperamos, suscita la resistencia de las comunidades originarias, los grupos afrodescendientes y los movimientos populares.
Cuanto más se agravan las dificultades y los obstáculos, más expresan alegría y resistencia amorosa. Así, el amor vence a la indiferencia y la vida vence a la muerte. En Brasil, se dice: “Cuanto más oscura es la noche, más bella y resplandeciente será la aurora”.



