“Clara” – Vanessa Droz
“Mario” – Edwin Reyes
I
¡Allá afuera es el negro camino de miasmas
y mi sombra acechando tu sombra entre fantasmas!
Clara Lair, “Lullaby mayor”
Mi casa es el cangrejo del tedio
donde se yergue inerte la luz
en espera de los insectos de Goethe,
cuyas alas, marinas, se estremecen
para dejar de ser, en la corriente,
el subterráneo intento de violar
ese momento tuyo cuando sueñas
las manos del amante estremecidas
sobre tus muslos cardinales.
Sueño que subes, que sigues subiendo,
que en la esbeltez de una esfinge se esconde
la presteza de esas manos y su sabiduría
de bestia tuya, de animal eterno,
de niño que naufraga en tus abrazos
para adorarte como se debe,
como se debe hacer entre tus labios,
donde la muerte no se posa y solo la piedra esgrime
su soledad desierta, su soledad de sal,
de luz, de aletazos que das si te derramas
y, de no hacerlo, se derrama el mar también,
como un náufrago amarrado.
Ése soy yo, pero libre, turba, sencillo,
para darte músculo y orden, leche estremecida,
sensación de poseerte hasta esa orilla
donde nos encontramos niños.
Desde esa orilla te regreso
hasta el desorden que procuro sin hartarlo
—vicio, sueño, pesadilla, hedor,
gemido, humedad y sensaciones—
porque a él me debo, a la simple
excusa de provocar tu cuerpo,
ése que es tu medida, tu estuche,
humano para el placer y la caricia,
clara de plenitud, Clara.
II
AQUEL HERMOSO POLICÍA
ADSCRITO AL PALACIO DE SANTA CATALINA
Pequeño homenaje a Clara – Vanessa Droz
Sabía que lo había pasado en limpio. También intuía que, por alguna razón, debía encontrarlo antes de que marzo acabara…
La tarde del jueves 14 de abril de 1994, Edwin Reyes y yo coincidimos, como tantas otras veces, en el Patio de Sam en el Viejo San Juan, ese emblemático lugar que por tantas décadas fuera lugar de tertulia y encuentro para artistas, escritores, músicos y, en fin, amantes de la vieja ciudad. Poco tiempo después dejaría de serlo gracias al desenfoque de un nuevo administrador (español él, “más americano que la bandera americana” él, según sus propias palabras) que prefería de clientela más a los turistas norteamericanos que a los habitués criollos cuyo patrocinio constante le daba estabilidad económica al establecimiento.
No recuerdo cómo surgió el nombre de Clara Lair ni quién había hecho el “cuento” de cómo los últimos años de Clara en la Caleta de las Monjas (cuando “la única aventura que le quedaba era el desorden”, según recordaría Manuel Ramos Otero en su relato “Clara Gardenia Otero”) se avivaban por el “enamorado” que Clara tenía: aquel guapo policía adscrito a Fortaleza, de nombre Mario, con el que ella soñaba. Cuando Mario se apostaba a hacer guardia en las cercanías de los portones del Palacio de Santa Catalina que dan a la Plazoleta de la Rogativa, a Clara le daba el ánimo de levantarse de su eterna cama para, en la distancia, otearlo ansiosa. La ansiedad es una de las dimensiones del amor “a lo adivino”.
Casi treinta años después —y hace apenas unas semanas—, mientras rescataba y organizaba viejos papeles garabateados, di con este texto que no recordaba. Los papeles, oxidados por el tiempo, con ese tono de cedro añejado, me devolvían, primero, los trazos manuscritos de Reyes y los míos al hacer esta suerte de cadáver exquisito y, también, el texto final pasado en limpio con mi maquinilla eléctrica de entonces. Que el hallazgo coincidiera con la Semana de la Mujer— teniendo en cuenta que Clara nació un 8 de marzo (1895)—, me pareció providencial.
A casi 30 años de la escritura de este texto, a 22 de la muerte de Edwin, a 50 años del fallecimiento de Clara Lair (26 de agosto de 1973) y a 23 de que una breve calle del poniente del Viejo San Juan (antes Recinto Oeste) haya sido bautizada “Calle Clara Lair” (calle por la que, por cierto, ya no caminan guapos policías adscritos a Fortaleza), aquí va, como un homenaje a esa caminante que nunca conocí, un ejercicio que hicieron dos poetas para honrarla a ella, su poesía y un amor imposible.