Será otra cosa: San Juan Mall

Los nuevos vientos son fuertes

y las hojas secas en el aire no nos dejan ver bien

los tiempos irán cambiando

fíjate.

(José L. Gil De Lamadrid, Antillano)

Mi madre, Teté, llegó a la jipería en los sesenta como llegaba a cualquier otra cosa: siguiendo a su hermano José.  José, por su parte, también llegó a la jipería como llegaba a cualquier otra cosa: siguiendo a la música.

Cuando Teté era adolescente, odiaba su vida y su casa, y se sentía cómoda y hasta (casi) feliz solamente en la compañía y bajo la protección de su hermano. José era el más joven de los dos, pero era el líder en todo. Ambos cantaban y tocaban la guitarra, pero para Teté la música era un pasatiempo, mientras que para José fue, desde muy temprano, una vocación. Además de tocar la guitarra muy bien, componía canciones y tocaba otros instrumentos. Teté era tímida, mientras que José era simpático, risueño, gregario, algo egoísta, firme creyente en su derecho a la libertad y en la música.  En todo caso, Teté seguía a José y en su compañía desaparecía su timidez: Cuando andaba con él y sus amigos, dice,  me sentía libre y segura, podía esnuarme, podía cantar, podía tirarme peos, podía coquetear, no me importaba nada porque estaba con José y nada iba a pasarme.

Mi tío agarró la guitarra muy pequeño y aprendió a tocarla sin ayuda. A los diez años comenzó a componer sus propias canciones.

Teté me describe esta escena en una llamada telefónica:

—Fue la primera vez que cantó para toda la familia…Nos sentamos en la sala a escucharlo. La canción decía así:

Hey young sailor

Pick up your bags and go

Hey young sailor

Time to say goodbye to love

Cuando termina de cantar la estrofa, Teté está llorando.

—–

Yo estaba ya viviendo lejos de mi madre, en otra parte, con otra gente, cuando José murió.  Poco después, Teté estaba viviendo en la calle, ahora no simplemente pobre, sino homeless, “deambulante”. La muerte de José la afectó mucho, me contaron sus primos. Fue a partir de ahí que empezó a vivir, dicen, “debajo de los puentes.”

Me contaron también que José sufrió, que tuvo una agonía horrible antes de morir. Estaba visitando a alguien en un edificio casi completamente abandonado, de esos edificios semi-desahuciados tan comunes en nuestra isla, y cayó en el agujero vacío donde alguna vez hubo un elevador. No había aviso, cordel, o letrero: sí había un botón flechado que se encendió, anaranjado, al apretarlo, y una puerta que se abrió, así convocada. José entró, distraído, desprevenido, sin mirar. Pasó mucho rato esperando ayuda, tratando de agarrarse del cable, antes de caer al vacío.

Ya en el hospital, pasó otro buen rato desangrándose en la sala de emergencia: los empleados esperando evidencia de seguro o capacidad de pago (no los había); José esperando atención médica (no la recibió).

Hoy el edificio del elevador hueco ha sido derruido, y en su lugar se erige el nuevo Mall of San Juan, un centro comercial de lujo con tiendas como Sacks Fifth Avenue y Jimmy Choo.  Un centro comercial pensado no para los puertorriqueños (la mitad de la isla vive bajo el nivel de pobreza), sino para los turistas ricos que nos visitan (a las tiendas, no a nosotros) desde los cruceros.

Mall of San Juan. Hace poco me compré allí un par de zapatos, en un Nordstrom con más empleados que clientes, y pensé en José.

Los pocos visitantes paseaban por los pasillos lentamente, admirando los escaparates como quien admira a Flaming June o El Velorio en un museo. Había ascensores –enormes, blancos, vacíos, como el mall mismo– pero tomé, tomamos, las escaleras. No vi turistas ricos comprando. Una sola mujer, cincuentona, vestida de hilo color melocotón, malhumorada, compraba zapatos cerca de mí. Trataba groseramente, en un español afectado pero puertorriqueño, a los tres empleados, muy jóvenes, que se afanaban por complacerla.

Hay algo ahí, en esto del Mall of San Juan borrando, encubriendo, el paisaje donde mi tío agonizó. Hay algo ahí de horrenda poesía, pero no sé lo que es.

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