Será otra cosa-«Somos un fractal de espejos»

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Especial para En Rjo

 

Mi abuelita, durante sus tiempos gloriosos, no era dulce. No es que fuera mala. No. Pero no era la típica abuelita sonriente de tímido moñito, siempre a la espera de los nietos para darles de comer. De todo el repertorio de palabras que pudiésemos buscar para describirla, a nadie se le ocurriría utilizar el término dulzura. Si alguien osara hacerlo, no seríamos pocos los que saltaríamos ante semejante desacralización de su figura. Digamos que, a mi abuela la definía con mayor precisión la palabra elegancia. De esos tiempos, conserva los anchos espejuelos que le enmarcan la firmeza en la mirada. Siguen también, iguales, las cejas finitas, marrones, instrumentos de represión ante conductas inaceptables. Ahora, sin embargo, se le asoma una sonrisa afable y resignada; la vida es lo que es, y punto. Atrás quedaron los tiempos de hidratar el rostro, utilizar las cremas de Estée Lauder, empolvarse la cara y pintarse los labios del color más rojo que encontrara. El polvo, el poco de labial, y el perfume quedaron solo para días especiales. El corte de pelo queda como tarea urgente cada vez que me agobia saber que se lo ha dejado un poco más largo de lo acostumbrado.

Su vida nunca fue fácil. Quedó huérfana a los cinco años. Su abuela, una señora que ya rondaba los 60 años, se hizo cargo de ella. Si bien se dedicó a cuidarla y nunca la abandonó, su infancia no fue común y corriente. Desde muy joven, no le quedó más remedio que crecer para, a pesar de ser una adolescente, convertirse en jefa de familia y encargarse del sustento de ambas. A veces, cuando hablo con ella, no puedo parar de contemplar su rostro y preguntarme, ¿a ella quién la acariciaba? ¿quién le ofrecía su hombro y le decía: llora aquí? ¿quién le hacía sentir que todo estaría bien? La respuesta la sé, los tiempos eran otros, las prioridades también. La falta de recursos le impidió lograr todo lo que pudo haber alcanzado. Desde que comprendí que todo lo que he tenido y he alcanzado es gracias a los caminos que abrieron las que estuvieron antes que yo, decidí ofrendarles los triunfos de las rutas que ellas me han permitido recorrer a mí. No en vano, incluso ahora que no es lo que llegó a ser, disfruta que le cuente cada uno de los eventos que celebramos como logros pues, para ella, es una suerte de justicia divina, un saber que lo que soñó para ella, se hizo realidad.

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El rostro de mi abuela siempre tuvo el ceño fruncido. Cuando le recordamos cómo en las fiestas familiares la rodeaba un aura de respeto casi reverencial, se sonríe con orgullo. Ver a mi abuela era sinónimo de “portarse bien”, no había otra conducta aceptable a su alrededor, y todo el mundo lo sabía; de hecho, todavía lo saben. Hoy en día, si algo queda muy claro es que la gente la respetaba y eso no es poca cosa. Era ella quien llevaba las cuentas de los gastos del hogar. También era la que organizaba los documentos importantes y quien, durante las fiestas de su clase graduada, se sentaba en la entrada del salón de actividades, en una mesita que preparaban especialmente para ella, con centro de mesa incluido, a cobrarle la entrada a todos los invitados; nunca se descuadró, aquellos que intentaron sentarse sin pagar, no lograron su cometido, fui testigo.

Las lágrimas no eran lo suyo, llorar no resolvía los problemas. Aun ahora que caerse se hace más frecuente, no la he visto llorar ni una sola vez. Permanece majestuosa, incluso en el piso, con huesos rotos o sangre, manteniendo la calma y dirigiendo a quien vaya a su auxilio como si no fuera ella la herida. La primera caída, a sus 81 años, fue devastadora para todos. La cantidad de sangre que salía de su cabeza y el visible hueso roto de su mano nos hizo perder la calma a todos, menos a ella. De camino al hospital me miró con firmeza y me pidió que le ajustara la mano, y yo le devolví la firmeza en la mirada con un rotundo “no”.  Ni siquiera en el hospital perdió la compostura. Solo le salió una lágrima, ya acostada en la camilla, mientras le tomaban puntos de sutura. Se limitó a apretar mi mano para decirme, casi en un susurro, “duele”.

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Siempre me han dicho que me parezco a ella. No hay día en que me digan que soy su vivo reflejo y no me emocione. Últimamente soy yo quien ve a mi mamá en ella y me enternece saber que las tres, aunque muy fieles a nuestras propias personalidades, somos un espejo de fractales. A veces, cuando me miro al espejo y contemplo mi rostro, es a ellas a quienes veo. A veces, cuando mi superstición le gana a la razón, me alegra saber que ella vive en mí, y que parte de mí es ella. Entonces la recuerdo acariciando mi pelo mientras descansaba mi cabeza en su falda y sobo a sobo me hacía sentir que todo estaría bien. Hoy soy yo la que desea haber estado durante su infancia acariciando su cabeza, haber tenido la oportunidad de decirle “tranquila, en el futuro llegaré y sé que estarás bien”.

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En estos días en que su mente no está donde solía estar y me cuenta que me vio sentada en su sofá, en horas en las que me consta que no estuve allí, o cuando la veo cantarle nanas al bisnieto que no está en su casa porque está con sus papás, la miro a los ojos, con el mayor de los amores, mientras ella comprende que algo no está bien y me sonríe como quien sabe que la vida pasa. Y yo, solo la abrazo, porque el amor vence todo temor, porque el futuro llegó, y sé que fundidas en ese abrazo todo estará bien.

 

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