Especial para en Rojo
En primavera puedo pasarme horas sentada, fumando, solo siendo. Ser a veces sangra. Pero no hay manera de no sangrar porque siento en la sangre la primavera. Duele. La primavera me da cosas. Me da de qué vivir. Y siento que moriré un día de primavera. De amor hiriente y corazón debilitado.
(Clarice Lispector, Aprendiendo a vivir)
Es un día de primavera. ¿Está muerta esta mujer yaciente?
Antes de entrar a la sala de teatro, “la acompañante de la orquestación” –quien más adelante se nos revelará también como vecina y tal vez antigua amante de Prometea– nos cantó algunos fragmentos modificados del “Pequeño manifiesto” de 1978 de Tadeusz Kantor, genial artista polaco. “El artista”, entonó la acompañante encaramada en un taburete y con unas gafas que parecían lágrimas, “no es un héroe, una heroína”, sino “solo una persona que ha escogido su lugar frente a frente con el temor”. Después, nos exhortó a rodear a Prometea en su cama. A regodearnos. A demorarnos. “No hay prisa”.
Una vez adentro, trato de no apresurarme, aunque siento cierta presión del público a mi alrededor para que continúe la marcha. Es incómodo requedarnos aquí. ¿Cómo se observa con atención pausada, sin morbo ni pena, un cuerpo vivo que habla de la muerte?
Está acostada boca arriba, inmóvil, con los ojos abiertos. Ocupa casi la totalidad de la cama-ataúd. ¿Quizá la artista está muerta y parpadea? ¿Mira la vida más allá de la muerte? ¿La muerte más allá de la vida? ¿Estamos en su funeral? ¿En el fin que da comienzo a… qué?
Duele entrar a su lugar. Somos testigos implicadas.
De uno de sus brazos se desprende una manga que sigue y sigue y sigue… Da varias vueltas a su cama-ataúd —cuya base es un panel de madera— y forma un espiral. La clásica forma de la vida. Las galaxias. Las flores. Las huellas dactilares. Y de la muerte. La vorágine. El remolino. El huracán. El tornado. El ciclón.
Ella está viva muerta, muerta viva.
Detenernos ante la evidencia del cuerpo de la artista que muere sin morir y descansa sin descansar es también empantanarnos en “la lava económica que nos deja hecha cenizas”. Tampoco hay descanso para nosotras en la compañía que le hacemos a este reposo alterado. Somos testigos implicadas. Nos acomodamos en alguna silla, inquietas, ardiendo quizá.
Es “innombrable” la artista y también este presente de “ahogo” que “apesta a gasolina” y a “lavanda emprendida”. En su laboriosa coreografía inicial sobre, debajo, ante, con la cama-ataúd –que vamos descubriendo también como su casa– y atada a una manga de decenas de pies de largo, conocemos a Prometea. Su lucidez demoledora –desata la manga– se manifiesta –desenrolla la manga– con un lenguaje discontinuo –desenmaraña la manga–, de sílabas entrecortadas –desanuda la manga–, entre lo sublime y lo prosaico –despliega la manga. Está extenuada en su apartamento con muchas esquinas rotas. Lo sabemos porque ella misma profiere una lista-inventario de escrines rasgados, losetas flojas, nevera que no enfría, puertas apolilladas y caseteras dañadas.
Prometea, por supuesto, es el nombre en femenino del titán come-fuego Prometeo, pero aquí la referencia es a un ángel caído. En la escena posterior, la queridísima y graciosísima vecina, amiga y cuidadora, Lázara, migrante cubana amante de la bohemia y la cultura, nos cuenta que, en uno de sus relatos, Franz Kafka –a quien Lázara llama “Kafkita”– representó a Prometeo, a los dioses, al águila del castigo y a la mismísima herida, cansados. “Figúrense que somos mitológicas en el cansancio”, exclama Lázara entre risas incómodas. La “artista estrafalaria”, Prome, como le dice Lázara, padece un cansancio infinito, está permanentemente insomne, encerrada, trastocada, alterada, giratoria, “sobre extendida”. Prometea, según descubriremos pronto, ha visto y vivido demasiado el infierno de la autoexplotación.
Por los cuentos de Lázara, nos enteramos de que Prometea fue una artista reconocida y admirada, “de camino propio”, como “el artista del hambre” de otro relato de Kafkita y como la recurrentemente presente escritora inclasificable Clarice Lispector. Pero para continuar haciendo su arte, aquello que la mantiene viva, en medio de “la lava económica”, Prome se vio obligada a ser la Emprendetrix de sí misma.
En el tercer momento de la pieza, tras una sinuosa transformación entre el cuento de Lázara sobre la performance y la performance misma, se recrea metateatralmente la pieza de la Emprendetrix que Prometea performeó en su balcón. La Emprendetrix se masturba en la baranda –que antes fue el cabezal de la cama– mientras seduce al público —los transeúntes en Río Piedras— para que la hale usando unos larguísimos elásticos amarillos, atados a un corsé que ella misma confeccionó, como los intrincados y simbólicos sombreros que le regala a Lázara. La manga larguísima de Prometea se refracta en el elástico larguísimo que ahora tenemos en las manos, de cuya sujeción depende que la Emprendetrix se mantenga en pie.
Pese a su nombre, ella no se somete ni nos somete por voluntad sádica. Más bien, busca su propia anuencia y la nuestra. “El sádico tiene necesidad de instituciones; el masoquista, de relaciones contractuales”, escribe Gilles Deleuze. Nos perturba ser cómplices de la dominadora de sí misma para explotarse a sí misma y, a la vez, nos perturba más abandonarla, abandonarnos, pues nos sentimos reconocidas y tan desnudas: “menos le temo a ser tocado que a ser visto”, continúa Deleuze. Testigos implicadas. Firmamos el contrato.
Luego de varios años de labor costera, erosionada, Teresa Hernández ha regresado a la sala cerrada del teatro sin abandonar la bravata, la marejada. Se me hace difícil no ver en el extraordinario personaje de Prometea –vida y muerte a un mismo tiempo– el mar picao, convulso, que se ha metido en tierra y ha llegado al corazón de Río Piedras. La bravata. De hecho, no me parece aleatorio que la última performance pública de Prometea fuera precisamente en el malecón bravío de Aguadilla, según Lázara nos cuenta, frente a una barra llamada “La buena suerte”. Allí, en un bosquecito costero sobreviviente a la deforestación rampante, Lázara consoló a su amiga tras la performance que parece haberla dejado totalmente exprimida. Las amigas –y es que esta pieza es tanto sobre la amistad como lo es sobre el arte– contemplaron en silencio la belleza efímera de la “instalación natural” del komorebi, la luz que atraviesa la enramada. Lo efímero, como las artes del cuerpo, como la última celebración jubilosa de Prometea en las calles de Río Piedras –acontecimiento que, un poco después, nos cuenta Teresa, quien se inserta momentáneamente en la pieza– es lo que nos salva. La única alternativa, ya Lázara nos lo había advertido, es “detenerse” y “compartir el silencio”.
Volvamos a Río Piedras, escenario del arrasamiento y la borradura neoliberal. Durante el segundo momento de la pieza, por medio de la cháchara de Lázara con vecinas invisibles pero muy reales, Prometea Cansada nos confronta con el régimen económico-político actual. A la gente la sacan de sus viviendas para construir hoteles y AirBnB’s, a las comunidades migrantes antillanas se les abusa sistemáticamente, el arte puesto en manos de las “industrias creativas” se convierte en poco más que “coffee shops y juice bars”, antítesis de las cafeterías como el artista del hambre lo es del emprendimiento. “Todo carísimo. Todo igual”. Y resulta que, encima, no nos “reinventamos” suficiente, no “rendimos” suficiente, no “producimos” suficiente… Nos aplastan, nos expulsan, nos asfixian, y tenemos la culpa de que así sea.
Esta pieza indiscutible, pero sofisticadamente feminista, reitera que las mujeres trabajadoras, obreras, empobrecidas, migrantes, nos llevamos la peor parte. Somos “el lomo de carga” cuya imagen la artista construye en escena con un montón de ropa sobre su cuerpo encorvado. Cuando decimos que estamos cansadas –que es casi todo el tiempo– nadie parece creernos. Creernos de veras. Solo quien lo vive sabe de la textura y la densidad del tiempo del hacer continuo, de la (re)producción de todo –la vida, la política, la sociedad, la comida, la alegría, la fiesta, el funeral. Es la gestión que no cesa, la que no aprendemos con teorías ni en webinars, sino en la carne de todos los días.
Hasta defender el arte contra la avalancha empresarial en este contexto intolerable es un trabajo que no acaba y muy pocos reconocen. ¿Qué duda cabe en Puerto Rico de que solo el pueblo salva al pueblo? Pero un sector de ese pueblo –sus artistas “independientes”, raras, trémulas y seguras– nos salvan especialmente el sueño, la imaginación y el pensamiento. Eso también es salvarnos la vida. Ojalá algún día nos creamos esa evidencia en este triste país y actuemos en consecuencia.
Prometea Cansada conjuga los múltiples lenguajes y medios de la siempre liminal práctica artística de Teresa Hernández: el cuerpo, el movimiento, la palabra, el gesto, el objeto, la imagen, la ficción-no ficción, el personaje-la persona-la personificación. El cuerpo de la artista, que nunca sale de escena, consigue, con una singular maestría del artificio teatral, la caracterización y el arte del movimiento en conversación con el espacio, el vestuario y el objeto, transformarse de Prometea a Lázara, a las vecinas invisibles Maricarmen, Nana y Luli, a la Emprendetrix, a lomo de carga, a Lázara de nuevo, a Teresa y, finalmente, a Prometea-Clarice Lispector en su última entrevista, que es también el último momento de la pieza antes de que la luz komorebi permanezca en la cama vacía. Por si fuera poco, el cuerpo de la artista también logra movernos, sin subidas ni bajadas de telón, del interior de un apartamento riopedrense, al pasillo exterior, al balcón, a Aguadilla, a las calles de Río Piedras, a un estudio de televisión.
Con una trayectoria desafiante, a pulmón, sin pactos con el enemigo y aquí, en las islas nuestras, durante más de treinta años, Teresa Hernández otra vez da cátedra, pero ahora tanto más madura, curtida y vital, de lo que significa un arte incapaz de contención ni captación en categoría alguna. Teresa “ha escogido su lugar frente a frente con el temor”. Por eso, es nuestra valiente heroína vencida e indócil.
*La compañía continua del piano y la voz de Alexandra Rivera acentúa y amplía el rango emotivo de la pieza, mientras que el impecable trabajo técnico y de diseño de iluminación de Juan Fernando Morales eleva la transmutación milagrosa del arte vivo. Otro de nuestros artistas estrafalarios, el gran performero y artista visual Freddie Mercado, llevó a la realidad física una parte importante de los vestuarios y sombreros, cuyos concepto y diseño son de Hernández. Mientras, Leilani Rodríguez ha realizado un trabajo imprescindible como asistente de producción. Además del teatro Victoria Espinosa en Santurce y el teatro Luis Rafael Sánchez en la UPR-Humacao, Prometea Cansada, que fue concebida y montada en el marco de la primera edición del Programa de Residencias Artísticas de la Oficina de Artes Escénicas del Instituto de Cultura Puertorriqueña, se presentó en Taller Libertá en Mayagüez, espacio estrafalario de arte y cultura gracias a la gestión de Vueltabajo Teatro, artistas igualmente excéntricos.
Aún queda una función de Prometea Cansada el 17 de mayo de 2025 a las 7pm en otro espacio que no es coffee shop ni juice bar: Foro Amalgama en la Playa de Ponce, movido por Matotumba, artistas también “de camino propio”. ¡No se la pierdan! Ustedes también son testigos implicadas.
*Nota: Las fotos incluidas aquí son de Zuleira Soto Román y esta servidora durante la función en Taller Libertá, Mayagüez, el sábado, 3 de mayo de 2025.