Por Fernando Cros
«Nota: Hasta donde sabemos, en octubre de este año se celebrará el Baquinoquio, dedicado a Fernando Cros. Reproducimos una versión editada, sin la “cuarta deriva”, de su escrito para la Retrospectiva de Boquio (1993), de la que fue curador».
Primera deriva; Roberto Alberty, persona:
Muchos de los que lo trataron y algunos de los que sólo han oído hablar de Alberty, deben haberse preguntado más de una vez, qué era lo que llevaba a los amigos y aún a los conocidos, a gravitar alrededor de este personaje, ahora legendario y mítico.
¿Qué los inducía a comentar sus aventuras, admirar la pertinencia de muchos de sus juicios, respetar la simplicidad de su modo o modos de vida, honrar sus ideas sobre la vocación artística y las obligaciones que debía asumir como artista frente a sus amigos más próximos y ante esta socidad que le dio origen?
Roberto Alberty es y seguirá siendo un enigma, pero esa dificultad de acceso y comprensión de su verdadera realidad vital, no se da por una falta de materiales documentales y artísticos, o por la ausencia de un anecdotario, sino por la gran variedad de imágenes testimoniales que existen de Alberty y de su legado artístico.
En su caso no tenemos el problema de una falta absoluta de referencias biográficas que nos impida establecer un perfil más o menos estable, más o menos constante, que responda de una manera “ordenada” a una variedad de interrogantes; al contrario, su dificultad interpretativa no radica ni en la falta ni tampoco en el exceso, sino en la diversidad. Una diversidad o plasticidad psicológica que Alberty utiliza, como más adelante se verá para defender su interioridad a través de la máscara y el disfraz.
Porque en él –paradójicamente- siempre hubo algo de lo que nosotros somos –en un doble sentido: individual y social- y algo que nunca hemos sido ni hubiéramos podido ser. Por esa “afinidad diferenciada” se le entendía y se le admiraba; pero también, debido a que se podía percibir fácilmente esa otra zona opaca y privada, donde acostumbraba a replegarse para rumiar su presente, reflexionar sobre su pasado y adivinar su porvenir, todo el que lo trataba era capaz de identificarlo como algo diferente, como una entidad dialógica con una visión privilegiada de la realidad, una realidad llena de futuro que era necesario proteger.
Segunda deriva; la máscara y el disfraz:
Todos acostumbramos a proyectar una imagen de nosotros mismos que tiene propósitos y efectos contradictorios: por un lado, la imagen propone una visión incompleta y recortada de nuestro modo de ser y por otro, debido a esa inexactitud implícita en el perfil que ofrecemos, nos oculta y nos protege, defendiendo con esa reducción, nuestras formas de ser más débiles y vulnerables.
Esta variabilidad psicológica, en el caso de Alberty, era alimentada por su gran creatividad, que siempre fue capaz de proyectar algo de lo que él auténticamente era, sin que por eso reflejara todo lo que podía ser y hacer. Era una especie de Alberty o “el Boquio” “a la carta”, dependiendo del amigo o conocido con quien tratara.
Su capacidad para la táctica divergente parece que estaba en manos del “Boquio” –un “alter ego” que le acompaña – que sepamos nosotros – a partir de la guerra de Corea, donde fue enfermero de campaña en el Regimiento 65 de Infantería.
Aunque de acuerdo a su abultado anecdotario, hay amigos que aseguran nunca haber tratado con “el Boquio”; sólo con Alberty, que recuerdan como un hombre inteligente y sensible; para otros, sin embargo, “el Boquio” era una presencia cotidiana y tutelar.
Sea con uno o con el otro, todos veían en él valores que ya la década de los ’60 se encontraban en crisis. El Boquio y/o Alberty respetaban y representaban la amistad, la sensibilidad y la autenticidad, actitudes morales que el cambio social acelerado habían empobrecido y opacado.
Tercera deriva; su tiempo:
Roberto Alberty nace en 1930 y muere en 1985. Su vida se inicia nueve años antes de que el país fuera sometido a una severa transformación política y económica que tenía como objetivo la modernización, y termina en un período donde se sufren los efectos negativos de ese cambio precipitado. Su experiencia vital cubre las propias de un país agrícola y tradicional, y se extienden a las de un supuesto y deseado país industrializado y moderno, pasando por las fuertes realidades de la guerra y por lo que significa para todo puertorriqueño, la vida en Nueva York.
En sus primeros nueve años y posiblemente hasta su adolescencia Alberty tuvo ocasión de formarse dentro del marco de relaciones de un Puerto Rico tradicional, porque por más aceleradas que este tipo de transformaciones puedan llegar a ser, el “tiempo social” siempre choca con zonas de resistencia que aminoran su ritmo y permiten incluso la existencia de bolsillos donde la interacción y el estilo de vida se mantiene sin ninguna o con pocas modificaciones, durante un período más o menos prolongado.
Por lo que podemos suponer, Alberty pudo crecer “a contra corriente” de una forma contraria a la que posteriormente se iba a tratar de imponer como el modo de vida propio de la modernidad.
En una de sus últimas entrevistas nos dice: “Luego, [después de la muerte de su madre] fui a vivir a una casa preciosa, tipo colonial español parecida a las de San Juan, con vigas y paredes de ancho espesor, con un jardín extenso, con bancos y redondeles de ladrillos y paseos, además de un aljibe y detrás, un patio con árboles frutales. Vivía muy solo, mi amigo era ese jardín con los sapos y las flores”. (Manuela García, Roberto Alberty: buscando nuevas rutas en la creación artística; El mundo, 1 de julio de 1984.)
Probablemente fue en esa tranquila calma que producen los jardines desiertos, donde aprendió a ver como pintor; allí comenzó a comprender el mundo de la naturaleza en sus expresiones mínimas y perfectas, como pueden ser la hoja de un árbol, la hormiga, un sapo o una flor.
Coda
Hay un último aspecto que es necesario abordar en la compleja y creativa vida de Roberto Alberty, su dimensión humana. Esta es tan importante como la significación artística y literaria que su obra posee.
Alberty o el “Boquio” fue para muchos un ejemplo y una guía; incluso para gente que no comprendía su obra, pero era capaz de entender y admirar su manera de ser. Alberty y/o “Boquio” fueron ejemplo de valentía y solidaridad, en esas dos figuras muchos encontraron valores éticos que suponían perdidos.
Por eso convengo con el profesor Héctor Estades y con otros que piensan como él, cuando afirmamos que Alberty no ha muerto realmente, que la vida (la verdadera vida) o la muerte (la muerte definitiva) de Roberto Alberty van de mano con el país que lo vio nacer y hacerse hombre (artista). Si el país se salva, se salva Alberty. Si por el contrario el país se pierde, la vida de Alberty junto a la de todos nosotros también se perderá torpemente arrinconada y malgastada en esta lejana y absurda isla del Caribe.