¡Mihai, noroc!

Especial para En Rojo

Noroc:
«Suerte», «saludos», «¡salud!» en rumano.

 

Falleció mi primer «padrino literario», un rumano tosco de ojos centelleantes y nariz prominente, hace un invierno; pero no fue hasta que visité su lugar de nacimiento, Bucarest, Rumanía, esta primavera que comprendí su huida terrenal.

*

Tenía veintiún años y había tomado la llamada de entrevista de trabajo en Estrasburgo, donde convivía con mi novio de la época, un francés menudo y deportivo que me llevaba en motora por las montañas fronterizas con Alemania. Pero de nada de ello disfrutaba yo, realmente, entonces, porque burbujeaba en mí la ansiedad de volver a Nueva York para mi último año universitario. [La veintena existe para ser un poco tonta.] Necesitaba un trabajo. ¿Qué demonios hacía un agente literario? Una pareja neoyorquina buscaba una becaria en 2013 y solicité, sin más. Tenía en la mano mi teléfono prepago que parecía un minúsculo huevo negro de dragón. Esperaba que la señal no me fallara desde tan lejos. Mi [ex]pareja esperó atento en el carro y yo agarraba con fuerzas el lateral del asiento, como si me fuera a ir flotando de soltarlo.

Contesté la llamada: al otro lado, un matrimonio; ella con voz de aleteo de pájaro, él con voz de goma de camión. Me preguntaron si sabía lo que hacía un agente literario; si tenía experiencia previa con ello y respondí un contundente y vulnerable «No». A la pregunta si conocía a alguno de sus clientes, escritores, confesé que tampoco. Contesté preguntas sobre mis intereses, mis estudios en francés, mi amor por la cultura y mi Puerto Rico natal. Pensé que quizá no me reclutarían. No había contestado a la perfección. ¿La honestidad radical europea me habría dañado por siempre en el mundo de I’m fine, thanks? Podría haber mirado la web, o haber mentido como tantos otros en entrevista laboral. Para mi sorpresa, me contrataron con una paga decente y una hermosa oficina a pasos de la Universidad. Empecé a mi regreso a Bronxville. Marcó mis inicios en el sector editorial. De este gremio no me he ido, pues una cosa es conocer la magia del libro de niña y otro enteramente distinto volverse maga: formar parte del entresijo de manos que trabajan los libros.

Mihai me enseñó el lado organizacional de ser agente literario. También el lado dandi con gin-tonics, y una merienda, siempre ofrecidos a las cinco de la tarde puntual (ley de agente); Marly, el lado dulce y de acompañamiento a autores, además de mostrarme los atisbos de la edición, marketing y meneo con las editoriales (claves para forjar mi propio camino). Mi padrino literario me hacía reír, y sobre todo llorar, con sus críticas, y con nuestras discusiones respecto a la política: no podía ser tan inteligente y liberal, advertía. Yo le respondía arpía que siempre lo sería. Claro: me hablaba de su niñez bajo el régimen del vil Ceaușescu. ¿Cómo no iba a saberle a estiércol la izquierda? A pesar de nuestras diferencias en opinión —y de las lágrimas de tensión derramadas, como si mis apuestas literarias de la época fueran realmente decisivas en algo— nos admiramos y quisimos, los tres. Depositaron en mí su confianza: ya quedan pocos mentores de la edición a la antigua que enseñen el oficio de aquel modo, y me siento la última de una estirpe que aprendió codo a codo, como debería ser en un mundo cada vez más impersonal, rápido y despiadado en el mundo laboral.

Allá, en su Bucarest natal por cuestiones de la vida y el amor, envuelta en su arquitectura, lenguaje, y abrazada por su bulliciosa gente, casi lo sentí asomarse y decir: «¡Oye, tú, becaria!». Sorbiendo la pálinka, bailando, discutiendo, fumando, como para casi todo en la vida, me arrepentí de no haberle escrito en tiempos recientes. Me arrepentí de no haberle contado lo sucedido desde la pandemia. No haberle afirmado que me quedé viviendo de la Literatura en Puerto Rico. Los padrinos literarios son tan necesarios como para los que creen en el bautismo. En alguna otra dimensión, hubiera agarrado el teléfono, contado las barbaridades vividas en București, en la búsqueda de los vestigios de Vlad, y exclamado: ¡Mihai, noroc!

Artículo anteriorInteligencia artificial o la imposibilidad de la ética (4)
Artículo siguienteRetrato del artista como un joven mulato. Notas sobre Piel sospechosa de Luis Rafael Sánchez.