La bandera puertorriqueña más grande del mundo

 

Suplemento Especial

Andar a pie en este barrio es hermoso y peligroso. Estas calles alquiladas donde nos reconocemos ya huelen a Puerto Rico tras medio siglo de asuntos migrantes. Aquí se cruzan las mismas miradas mulatas que transitan por Santurce y por la plaza de cualquier municipio puertorriqueño que usted quiera nombrar; el mismo meneo de andar boricua, aunque vestido con otras ropas y animado por palabras que se dicen en inglés. Lo que pasa es que estas calles también huelen a disparos.

Dicen que estar vivo es un peligro, así en general. Estar vivo en Chicago y ser boricua migrante es una doble peligrosidad, un gran riesgo cotidiano. Aquí, en este tramo de mundo llamado Division Street, se encuentran el baile y el golpe, el saludo y el arresto.

Eche conmigo un vistazo por mi áspera vecindad. Aquí hay que luchar por todo, hasta por andar a pie. Mírese la ropa que lleva puesta. Si su atuendo es una combinación de negro con otro color entero y es ropa común y actual, lo más probable es que usted representa, inadvertidamente, los colores de una ganga. Peligro. Si esos colores no son negro y azul, se trata del uniforme de una ganga enemiga cuya presencia en este vecindario es una abierta provocación a los temibles Disciples, los que se identifican con un tridente y dominan esta zona. Yo sentí este peligro en la cara una noche que andaba solo por calle oscura vestido de verde y negro y representando, sin querer, la hostil presencia de un Cobra. Los colores son asuntos de luz, así que cuando alguien me llamó y miré, me estaba alumbrando con un revólver.

A pesar de lo anterior, esta es la parte de la ciudad donde camino tranquilo: aquí vive la gente que me saluda en la calle. En esta esquina de la Division y Western está la escuela Roberto Clemente, lugar fronterizo. Aquí estudian puertorriqueños, afroamericanos y vietnamitas, por mencionar el contraste de colores de la piel. Al otro lado de la escuela dominan los Latin Kings, ganga de negro-amarillo. A buen entendedor, pocos colores bastan.

Claro, usted no escucha mis advertencias porque su mirada de chiringa al viento se alza maravillada hacia la imponente altura del monumento a la bandera puertorriqueña más grande del mundo, cuyo triángulo de quince toneladas es todo azul celeste y nada azul marino. El color es territorio: en una ciudad de edificios de ladrillos de muchos tonos marrón, nuestro azul anuncia la historia de migración de una isla.

El color es desconfianza. Apenas llevamos un rato andando a pie en esta calle y ya nos han observado -varias veces y seguido- desde los ágiles carros de la policía, blancos con su línea azul, más peligrosos que reconfortantes. Yo me entretengo observando carros de gente común que exhiben banderas monoestrelladas colgadas en el espejo. Para los puertorriqueños de Chicago, esto es costumbre de verse bien y de adornar el orgullo, aunque conlleva el peligro de provocar represalias de policías racistas que quieren ser más estrictos con these fucking Puertorricans. En esta ciudad racista, la afirmación puertorriqueña es un riesgo de tres colores.

Estamos en mayo y reverdecen los árboles a cada lado de la Division. Estos árboles, por ser delgados y jóvenes, son inmunes al enredo de graffiti que se apodera sin tregua de todas las superficies que colindan con la acera: paredes, puertas, vitrinas, rótulos, postes, buzones, y cabinas telefónicas. Estos escritos vueltos sobre sí mismos, trazados unos encima de otros, son las palabras, firmas y números del ghetto: hilos petrificados de rebeldía delictiva, anudados y entretejidos a fuerza de chorros multicolores con sonido de aerosol.

Los rótulos comerciales, de llamativos colores que son de metal o plástico, reúnen los logos corporativos -Pepsi, Budweiser, McDonald’s- con la insistente especificidad del nombramiento de los lugares puertorriqueños: Jayuya Hair Stylist, Mi Coquí Flower Shop, Borikén Bakery, Lares Second Hand, La Buruquena Restaurant, El Último Vacilón Bar. En la botánica La Mano Poderosa las imágenes, collares y estampas organizan la fe en otros colores estrictos y ritualizados: colores de santos que son orishas, de bendiciones y maleficios, de aceites y esencias, de rosarios y escapularios. Mientras tanto, en el KFC todo es muy rojo y blanco. Mientras tanto, en las iglesias pentecostales los colores se apagan en el recato y la devoción. Mientras tanto, en el Latin American Motorcycle Club los colores ennegrecen. 

Ya nos va a coger la noche. En los postes de alumbrado los bombillos son faroles amarillos. A esta hora, el cielo declara la contradicción del día y la noche, desvistiéndose en anaranjado y vistiéndose en azul. Quizás usted se siente muy inspirado pero la noche puede traer detonaciones armadas, sirenas en emergencias y resplandores intermitentes de camiones de bomberos, patrullas de policías y ambulancias de paramédicos. Las secuencias de los semáforos dirigen ritmos reglamentados. 

Los puertorriqueños escuchan salsa y telenovela. O venden drogas en las esquinas. O entonan himnos dentro del templo. O deciden viajes aéreos. O planifican ritos de lucha anticolonial.

Yo me despido de usted pero me quedo en la calle. Camino pendiente al peligro. El cielo quiere ser gris pero se torna violeta. Los edificios me miran en parpadeo de ventanas. Enumero postes verdes y examino hidrantes rojos para tejerlos después. Alguien grita. Quiero mirar quiero ver. La di-visión of the light.

Los cimarrones migrantes

Se puede hablar de visitantes y residentes puertorriqueños en la ciudad de Chicago desde fines del siglo 19 pero el nacimiento de una comunidad puertorriqueña que entró a ser parte activa de la historia de la ciudad cuajó a mediados de la década del 40.

Esta vez no se trató de los hijos de las familias isleñas de bien que llegaban a realizar estudios universitarios. En realidad, se contrató una muestra de los hijos sobrantes de la Operación Manos a la Obra y se les trajo a Chicago en condiciones  de migración incierta. Los primeros fundadores de la colonia boricua en la ciudad de los vientos no trajeron a sus familias consigo.

Puerto Rico vivía los eficaces tiempos de su industrialización. Una mano de obra abundante y barata estaba disponible para que los inversionistas norteamericanos de la posguerra la empleara en sus empresas. El país construía edificios nuevos que se llamaban fábricas. Los americanos, dueños de las fábricas y del gobierno, estaban dispuestos a traer a la isla el progreso de la industria, la urbanización del paisaje, el salario estricto por hora y el placer del consumerismo. Garantizaban el éxito del experimento siempre y cuando los puertorriqueños evitaran procrear en cantidades grandes y a la vez consiguieron emigrar en grandes cantidades. En otras palabras, la industrialización dependiente del capital extranjero exigía el control de la natalidad y el fomento de la despoblación.

Eran los últimos tiempos del viaje tan lento en barco y eran los primeros tiempos del veloz viaje en avión. Los puertorriqueños utilizaban el término “embarcarse” para referirse al viaje, fuera por mar o por aire. A la misma vez, “embarcar” tenía otro sentido: engañar gracias a la ignorancia del perjudicado. “Fulano me embarcó” significaba “Fulano me cogió de tonto”. El Departamento del Trabajo de Puerto Rico embarcaba obreros por contrato hacia el territorio de Estados Unidos. Fuera por barco o por avión, los “embarcaba”.

En 1946, unas gentes desposeídas comenzaron a ocupar los lugares más míseros y despreciables de Chicago. Eran puertorriqueños que, después de conocer en carne propia la realidad de la emigración gracias a contratos de trabajo promovidos por el gobierno, escapaban de sus empleos. Habían sido “embarcados” con promesas de progreso pero en vez de gozar bienestar sufrían una semi-esclavitud. Escaparon de los cartuchos donde los encerraban los patronos y se tiraron a la calle. Gracias a sus pioneras luchas de supervivencia existe hoy una importante comunidad puertorriqueña en Chicago.

Unos eran campesinos enviados a trabajar en la recolección de frutas y vegetales. Escapaban del frío de la finca, de los barracones verjados, de la deuda del pasaje de ida y vuelta, del aplastante discrimen racista y de las enfermedades del hambre.

Otras eran muchachas domésticas que llegaban de pueblos pequeños a través de una agencia de empleos que tenía tratos con el gobierno insular. Escapaban de ser las domésticas peor pagadas de la ciudad, de las jornadas de trabajo de hasta 15 horas diarias, de los traslados sin aviso de un empleo a otro y también de la deuda del pasaje.

Otros eran obreros industriales en una fundición de acero. Vivían en unos viejos vagones de tren, propiedad de la empresa siderúrgica. Escapaban de la falta de calefacción, la escasez de ropa y la comida aborrecible. También escapaban de esta espantosa contabilidad: A standard paycheck would be as follows: Gross Pay for 40 hours, $35.40. Deductions: Federal Old Age Benefits Tax $.35; payments toward transportation from Puerto Rico and agencies fees, $5.00; payment toward return trip $2.00; board $9.45; lodging $3.50; payments to the worker’s family in Puerto Rico $8.85 (25% of wages); Balance, $6.25. From this $6.25 is deducted the withholding tax, which varies with the size of the worker’s family, and payments for the clothes bought from the company. Many workers have received less than $1.00 in cash for a week’s work.

La comunidad puertorriqueña en Chicago se fundó sobre los contratos rotos de aquellos que se cansaron de trabajar en estas condiciones esclavizantes. Nuestros fundadores fueron cimarrones que decidieron violar la ley, escapar del patrono y quedarse en la ciudad. Los demás puertorriqueños fueron llegando después, atraídos por una ciudad poderosa, productiva y en pleno crecimiento. Muchos lograron mejorar su condición, otros regresaron decepcionados a Puerto Rico, muchos más siguieron llegando. Eventualmente, se organizaron en grupos de ayuda mutua, festejaron sus tradiciones, se mudaron de residencia y se congregaron en áreas accesibles como la calle Division. 

Esa historia es muy grande para incluirla aquí. Contiene devociones católicas y protestantes, arrestos por asar un lechón en el parque, clandestinas jugadas de gallos, entusiastas coronaciones de reinas, inviernos sin calefacción, bodegas llenas de alimentos y conversaciones, humillaciones racistas, visitas de Doña Fela, campeonatos de béisbol, jugadas a la bolita, misas de segunda clase en los sótanos de las iglesias, navidades nostálgicas, veranos amotinados, luchas por educación bilingüe, ataques de gangas y policías, desfiles puertorriqueños en downtown, puntos calientes, Younglords, periódicos de corta vida, bombas de las FALN, candidatos a puestos públicos, canciones de vellonera y banderas monoestrelladas: cientos de miles de banderas que han ondeado sus colores durante medio siglo de vida boricua en Chicago.

Una de esas banderas la colgó un adolescente en lo alto de un poste de alumbrado el 4 de junio de 1997, en medio de un motín contra la policía en la calle Division. Un policía bajó la bandera y la escupió. Eso no se olvida. De hecho, se conmemora en 1995 con esta bandera de 40 toneladas que sembramos hondo en la misma calle, porque esta calle es parte de Puerto Rico.

Y lo mejor viene ahora, al final. NO SE TRATA DE UNA BANDERA PUERTORRIQUEÑA DE 80, 000 LIBRAS SINO DE DOS, LEALO BIEN, DE DOS BANDERAS IDÉNTICAS, UNA EN CADA EXTREMO DEL PASEO BORICUA DE LA CALLE DIVISION EN CHICAGO. El territorio que delimitan ambas banderas es nuestro punto de encuentro, el lugar que marca nuestra presencia vital.

Un paseo entre dos banderas

Dentro de unos meses, cuando los frescos calores de junio reúnan a decenas de miles de puertorriqueños en desfiles y caravanas, la calle Division se verá distinta. Tan pronto se sienta en el aire el agite de la Semana Puertorriqueña y las calles cercanas a Humboldt Park se congestionen de gente boricua con ganas de festejar su cultura, habrá una multiplicación de banderas enormes y diminutas… y la calle Division se verá distinta. Cuando las camisetas digan Puerto Rico y los puertorros anuncien el nombre de sus municipios de origen en los cristales de los automóviles, la calle Division será el orgullo principal porque será un punto de encuentro con nombre y apellido: Paseo Boricua.

Paseo Boricua es una transformación de la calle. Se trata de un esfuerzo comunitario para reafirmar esta calle como eje y territorio de la comunidad puertorriqueña, lugar de convocatoria y celebración. 

El proyecto surgió de una preocupación alarmante. En la calle Division se notan ciertos indicios de dispersión de la comunidad: edificios vacíos, falta de negocios abundantes, deterioro de la convivencia y las propiedades. Estos síntomas de incipiente decadencia urbana resultan muy atractivos para los negociantes blancos que tienen mucho dinero. Compran edificios baratos, ahuyentan a los residentes de los vecindarios y se quedan con el territorio, convirtiéndolo en traqueteo de especuladores y esparcimiento de «yuppies». Este proceso lo conocemos bien, lo llamamos «gentrification» y es la fuerza que ha despojado a los latinos y afroamericanos de sus comunidades a través de Estados Unidos.

La novedad es que ciertos grupos puertorriqueños se han propuesto evitar que la calle Division siga esa ruta de disolución socio-cultural. El Paseo Boricua es una apropiación del territorio y una resistencia frente al poder arrollador de los blancos ricos.

El Paseo Boricua consiste en juntar esfuerzos de grupos e instituciones como la Cámara de Comercio Puertorriqueña, La Asociación de Desarrollo de la Calle Division, el Comité del Desfile Puertorriqueño y el Centro Cultural Juan Antonio Corretjer, entre otros. Esta gente quiere envolver a la comunidad y al gobierno de la ciudad para hacer de la calle Division un lugar próspero y acogedor.

Afortunadamente, ya la comunidad cuenta con líderes comprometidos sinceramente con el mejoramiento comunitario, como el congresista Luis Gutiérrez y el concejal Billy Ocasio. Este último fue el principal responsable de que el Paseo Boricua traspasara la etapa de las discusiones y los planes para hacerse realidad. Billy Ocasio consiguió el compromiso del gobierno de la ciudad de Chicago con la realización del proyecto y sigue trabajando afanosamente por mejorar las condiciones de vida de un vecindario que está fuera de su distrito electoral, es decir, que no le provee votos en las elecciones.

Foto suministrada.

El Paseo Boricua en la calle Division incluye la remodelación de edificios, instalación de mesas y asientos al aire libre, colocación de emblemas puertorriqueños en los postes de alumbrado ( vejigantes, Reyes Magos, petroglifos taínos, instrumentos musicales), disponibilidad de zafacones, siembra de árboles y, sobre todo, ofrecimiento de facilidades de financiamiento para los pequeños negocios del área.

Lo que sucede, claro, es que hay un ingrediente espectacular del Paseo Boricua que llama la atención por encima de los demás: ese monumento a la bandera que cruza la calle a una altura de 56 pies y que afinca sus 40 toneladas de peso penetrando el suelo hasta los 37 pies de profundidad. Aquí presentamos un resumen de la creación e instalación del mayor monumento a la bandera boricua que se conoce hasta ahora.

El concepto inicial de la bandera surgió de la colaboración de dos firmas de arquitectos: Rodríguez & Associates y DeStefano & Partners. Estos últimos fueron responsables de tomar la imagen deseada -una bandera bailarina en pleno movimiento- y transformarla en un proyecto artístico y arquitectónico realizable en un lugar público y transitado como la calle Division. Es difícil describir la meticulosidad y complejidad de estos trabajos de diseño, computarizados hasta el mínimo detalle, que aseguran la estabilidad, durabilidad, resistencia al viento y, sobre todo, la seductora gracia monumental de una escultura que logra lo que se busca en todo buen arte: una pasmosa capacidad de síntesis que combina el enorme esfuerzo con la sorprendente agilidad del producto.

La empresa Chicago Ornamental Iron se encargó de la construcción de la bandera. Ellos nunca han tenido en sus manos un proyecto tan exigente y complicado, a pesar de que han realizado numerosos trabajos monumentales. Nuestra bandera acaparó todo el espacio de sus talleres con un apremiante ajoro de mediciones, soldaduras, doblajes y ensamblajes que les provocó una insistente mezcla de preocupación y maravilla.

El transporte de las piezas de la fábrica hasta la calle Division fue todo un espectáculo. Se hizo de madrugada para poder ocupar los carriles de las avenidas sin riesgos de accidentes. Para instalar la bandera hubo que cerrar la calle y trabajar día y noche en tiempo de frío, viento y nieve. Las bajas temperaturas retrasaron las soldaduras y la bandera se inauguró mientras los obreros todavía trabajaban en sus andamios.

Mientras estas labores se realizaban, la comunidad se preparaba para recibir la bandera como regalo de los Reyes Magos. Las emisoras de radio transmitieron los anuncios, la gente los pasó palante, se corrió la voz y llegó el Día de Reyes de 1995.

Llegaron cientos de niños de las escuelas vecinas. Llegaron los curiosos y los organizadores, los arquitectos y los políticos, los incrédulos y los convencidos, y todos miraban al cielo porque la bandera es muy alta. Llegaron también los Reyes Magos, a caballo y en persona, y llegó la nevada de enero pero nadie le hizo mucho caso. Tras los actos de inauguración, los Reyes encabezaron una procesión por la calle, seguidos por los niños y los vecinos, hasta llegar a la Casa del Desfile Puertorriqueño donde repartieron regalos y animaron la fiesta.

Esta crónica no puede terminar aquí porque hay algo muy importante por decir y para pensar.

La belleza de la bandera es mucho más que su logro arquitectónico. Su valor más imperecedero es que recoge en su objeto monumental una vital experiencia puertorriqueña. Los primeros fundadores de la comunidad puertorriqueña en Chicago trabajaron en una fundición de acero. El padre de Billy Ocasio, el concejal promotor del Paseo Boricua, crió a su familia mientras trabajaba en una fábrica de tubos de acero. La bandera boricua de la calle Division se construyó precisamente de láminas y tubos de acero. Esta bandera recoge, de la manera más simbólica y a la vez más literal, el transcurso de una historia de obreros migrantes que lograron un monumento para ellos mismos, porque ellos viven en nosotros.

https://youtu.be/4tkKvoOE4Ww?si=Sdd0b3L9vE2TNsle

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