Especial para En Rojo
Comemos para no morir y, qué ironía, en el mismo gesto la biología nos apremia mientras la cultura arma un banquete: sobrevivir convertido en placer, y el hambre en historia que se saborea. Comemos y pocas veces captamos que tenemos el mundo en el plato. No la ONU ni un mapa: un taco al pastor, una cucharada de arroz guisado, un bocado de fritura que crujía como el Mar Caribe. Un día, mordí y pensé —con esa melancolía que a veces se sienta a la mesa sin invitación— que lo que comemos es un archivo vivo: guerras ganadas y perdidas, barcos con bandera prestada, rezos que cruzaron mares, abrazos que no caben en los tratados.
El taco me miró primero, altanero y humilde a la vez. Me guiñó el ojo con la piña y me dijo en voz de trompo: “No te hagas, yo nací en árabe y crecí en México.” Sí, el taco es árabe en su esqueleto, mestizo en la piel, el taco al pastor dio una vuelta más sobre sí mismo como si practicara la memoria. Ironía bendita: lo más mexicano aprendió a girar mirando a Oriente. Y ya que estamos en esas, la paella pidió espacio en la mesa: “No olviden que mi arroz y mi azafrán llegaron con moros que sabían de agua, riego y paciencia.” España suena a guitarra, pero su cocina tiene tambor y media luna. Amo la paella, al raspar el socarrat, en ese pegao cruje un siglo entero: canales de riego moros, azafrán y paciencia. En la cuchara se reconcilian los rencores y el negacionismo histórico se imposibilita: España aprende a llamarle hogar a lo que un día llamó enemigo.
Estambul —que a ratos se llama Estambul y a ratos Constantinopla, según la nostalgia— se metió por la ventana con olor a cardamomo, clavo y azafrán. Es ciudad bisagra: cuando un continente cierra, otro abre. Allí los siglos vendieron especias al por mayor mientras los imperios pasaban a factura. Recibía especias e ingredientes de los dos mundos conocidos… Si uno mastica con cuidado, el clavo todavía cruje como un espada de Cruzadas, y el azafrán pinta el arroz con el amarillo de las rutas que no caben en un libro de historia. La pimienta, en cambio, es brújula hecha semilla.
Del otro lado del océano, el ceviche invención de los japoneses que preservaron su sushi con limón… “Me vistieron de lima —dijo—, pero mi corte es japonés.” El tiradito asintió, minimalista y feroz. En ese borde fino entre la vida y el fuego, el cuchillo es diplomático: corta sin ofender y deja que el ají cuente lo que pasó cuando Japón y Perú se dieron la mano en un muelle. Y si de puentes hablamos, el curry japonés alzó la voz desde una cantina de marinos: entró por Inglaterra, que lo traía de India, y en Japón se volvió guiso escolar, medicina marinera, sopa de consuelo. Una cucharada y se escuchan las hélices, la bitácora, la lluvia sobre la cubierta. Este curry lleva tantas especias que parece exceso y en balance sabe a monzones y bitácoras: santos y aduanas, banderas que se cambiaron de barco. Lo llevo a la boca y se me ablanda el mundo: la pólvora se hizo caldo, y la historia, consuelo tibio.
Pero la ternura —como el hambre— siempre vuelve a casa. Y en casa el aceite salpica como fuegos artificiales pobres. Las frituras boricuas hacen su desfile: alcapurrias morenas, bacalaítos que crujen como playa en mediodía, piononos redondos de risa fácil. El plátano —obstinado, generoso, africano en su memoria— se deja majar en mofongo para recordar que hubo cadenas, pero también manos que aprendieron a desatarlas a golpe de pilón. Quimbombó espeso como abrazo de abuela. Funche humilde, pan de maíz para tiempos estrechos. Si escuchas bien, cada burbuja del aceite dice “resistimos”.
El sofrito —oh, el sofrito— es el acta de nacimiento de la casa: cebolla y ajo de caminos viejos; pimiento y ají dulce que llegaron por sus propios mares; recao con acento del trópico; achiote Taíno que pinta como niño travieso. Ahí adentro suenan campanas de iglesias viejas y tambores de plaza; el Mediterráneo se toma un café con el Caribe y quedan en seguir viéndose.
Comer, entonces, es aprender otra vez que solos no se puede. Ninguna mesa aguanta la pureza: se te cae de un lado. Lo auténtico nace de la vecindad forzada, de la miseria que se organiza, de la curiosidad que no pide permiso. Somos lo que mezclamos. Los mejores platos son democracias que sí funcionan: cada ingrediente habla, nadie manda del todo. Y cuando un sabor quiere imponerse, ahí están la sal y el limón, humildes sindicalistas, para negociar la paz del paladar.
Claro que hay ironía: nos pasamos la vida discutiendo fronteras y nacionalismos, pero llega la comida y nos desarma. El taco más mexicano con corazón árabe; la paella española cocinada con secretos moriscos; el ceviche peruano cortado a la japonesa; el curry que dio la vuelta al mundo con pasaporte británico antes de sacar residencia en Japón, siendo original de la India. Mientras los gobiernos se empeñan en levantar muros, la cocina hace túneles por debajo y pone a conversar lo que arriba disputa. Una abuela te lo explica mejor que cualquier ministro: “Come, mi amor. Y agradece. Este plato no lo hicimos solos.”
Por eso cada bocado merece un minuto de silencio y otro de aplausos. Silencio por los que no llegaron, por los que cocinaron con miedo, por las manos cansadas que pelaron, frieron, molieron y sirvieron sin que su nombre saliera del fogón. Aplausos por las alianzas inesperadas: por el trompo que se volvió mexicano, por el arroz que aprendió a hablar valenciano, por el ají que encontró el cuchillo japonés y no se sintió extranjero, por el pilón que sigue cantando en patios donde la pobreza se disfraza de fiesta para espantar la tristeza.
Tengo la certeza de que la mesa es la única frontera que vale la pena cruzar todos los días. Porque sin el tomate del Nuevo Mundo no tenemos la magia italiana. Aquí nos entendemos aunque no tengamos idioma común; basta el cuchillo, la cuchara, el pan (o el casabe, o la tortilla, o la hoja de plátano). Aquí la historia no es un peso: es sazón. No duele: alimenta. Y si alguna vez te dicen que tal plato es “de los otros”, sonríe y sirve otra ración. Los otros somos nosotros en otra época.
Termino y me queda un rayito, una lucecita de cocina encendida. Será el azafrán, será la piña, será el recao. Será que en el fondo comer es prometer que mañana seguimos: que repetimos la receta y la mejoramos, que invitamos a quien falte, que ponemos otro puesto en la mesa. Comer —ya lo dije, pero lo repito, como quien llena el plato una segunda vez— es recordar, la historia de un mundo, la de tu abuela. Y recordar, si se hace con amor, también alimenta.



