Conejo y cazador (2,3,4)

Ana Marina Rúa

Va subiendo en columna líquida, cortando la corriente.  La superficie rompe.  Ahí, en el quiebre, dos bocanadas mudas antes de caer en horizontal.  Yace en quietud.

La tela que cubre ojo y piel se va disolviendo.  Ella ya ha anticipado el orden en que cada hilo escapa del capricho de este enhebrar, como anticipa los arribos, como anticipa la falta.  El hambre se apacigua por ese instante, y poco a poco logra ver de nuevo: ve caer las hilachas de lo que fue esa tela de deseo.

Sabe que este moverse es ilusorio, que no existen las secuencias, que el arribar será siempre acto trunco, un zarpar sin llegada que se atisbe.

Pero también va entendiendo que algo quizás ya no le sea posible: pasar de cuerpo en cuerpo, consumiendo, creyendo que esos ojos no reparan en el suyo.

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La puerta está entreabierta y ella se asoma a mirar.  Ahí se suspende la luz húmeda que sólo existe en esa latitud, la luz que puede sentir pulsando desde lejos y que se acerca lenta como la pluma errante, la luz que al llegar, por fin, se posa en la piel.

Late.

En esa luz puede distinguir los contornos de Cazador.  Quiere verlo, mirarlo desde su guarida detrás de esta puerta entreabierta.  Se le ocurre que podría persistir largo así, mirando, recorriendo cada parte de ese cuerpo con la vista que desde nacer le ha permitido alcanzar el objeto de su hambre, con la mirada que lanza hacia la cosa, que retumba en las yemas de los dedos en ese placer roto.

Lo mira y siente el golpe tras el párpado.

Una mano abre la puerta del todo.  Y brota la luz sorda.

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Hoy vio que el agua se detuvo ante la roca antes de romper. Le pareció notable este cambio, luego de tanto tiempo de olas bien portadas, predecibles en su arribo, corteses en la retirada.

Las olas siempre habían sido constantes, aun en su espuma de rabia, aun en el golpe más feroz.  Aun en la sorpresa, las olas se dejaban conocer.

Pero esta fue distinta, hoy.  No era cuestión de pasar juicio, sino de prestar atención.  Notó que había un abrir. Y ahí una pausa imposible.

El agua se detuvo, y al instante ella recordó aquella tarde en que el caballo que montaba, constante como las olas, se detenía abrupto frente al salto.  El brinco en el pecho, la cabeza lanzada hasta casi dar con la crin, el cuello en resorte, las manos aferradas a una rienda que dejaría su marca entre palma y dedo, el miedo, recordado y anticipado, de otra caída.

Esa tarde no cayó.  Volvió a su silla, aturdida, y volteó la mirada.  El flanco de este caballo brillaba de sudor.

Los caballos respiran el miedo del jinete, sienten la duda en la más mínima contracción de un músculo.  Algunos responden en corcovos, algunos lanzan lejos al que monta, algunos rompen en galope cruel, sordos a toda petición.

Pero este caballo de esa tarde sólo se detuvo.  El salto no era alto; lo habían franqueado mil veces antes.  Esa tarde este caballo paró frente al salto por un instante largo, suave, y después de pasar el susto y de ver el flanco y de sentirse sentarse de golpe en la silla y de extender una mano para tocar la quijada ahora tranquila, ahora quieta y justa, ella hizo lo que debía.  El apriete de muslo y rodilla, un chasquido ensayado mil veces, el vuelo que rompe por la valla, el salto, por fin.

Igual que vio hacer el agua hoy, cuando la ola, por fin, rompió.

 

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