Especial para en Rojo
–Ah, pero es que Berlín no es de los alemanes– declara el muchacho.
Acabamos de aterrizar y es ahora que intercambio palabra con la pareja joven sentada a mi lado. Ella recién empieza su labor como diseñadora de moda y luego de su estadía en Europa también visitará Marruecos a ver textiles. Parece que él, más hablador, conoce bien Berlín; le muestro dónde me voy a quedar, que he leído es un barrio post-punk/LGBTQ-friendly pulsando con artist lofts a lo East Village y comida árabe.
–Estaré cerca del apartamento de David Bowie –le sonrío, emocionada. Él no parece saber bien a lo que me refiero, pero me asegura que la ciudad entera me va a encantar.
Desde un principio nuestros acentos nos delataron unos a la otra. –En este vuelo sólo hay tres puertorriqueños –asegura, antes de rematar–: y claro, nos sentaron juntos.
El chiste me recuerda que cuando iba a entrar a la universidad y leí los nombres de las dos compañeras de cuarto con quienes estaría en el primer año pensé en uno de esos gags tipo “walk into a bar”. Éramos un judía, una puertorriqueña y una alemana. Temí que mi papel se limitara a ser el jamón de un sándwich sociocultural incómodo, lo que por fortuna no ocurrió. Volvimos a compartir espacio al próximo año y la amistad se asentó. En ese laboratorio de convivir ocurre el crecer y aprender rico, duro y humano que sólo ocurre en el contexto universitario, en el que lugar e intersección de experiencias van conformando nuestra adultez joven y nos empujan por rendijas y calles de mundo, en tropiezo con piedra y muro, con letra, música, color y deseo.
Una de esas compañeras de cuarto vive en Bruselas, labora en un puesto central del ala de prensa de la Unión Europea y se ha postulado como candidata del partido centrista Volt. Otra de mis amigas de la universidad, aunque no en ese trío de primer año, es también de Puerto Rico y actualmente funge como profesora de teatro en el sistema CUNY. Con ellas dos es que voy a pasar estos cuatro días en Berlín, para tener una mini reunión de amigas de la universidad y celebrar el que todas cumplimos cincuenta este año. Todas en distintas situaciones de vida, todas unidas por historia, amistad y lugar.
Si bien el muchacho declaró que Berlín no es de los alemanes, al cabo de estos días pude entender que cien años de cicatrices lo han vuelto hogar sin genitivo, ciudad que vibra con el eco de su historia.
Es una ciudad de contraste constante, de agobio y liviandad. El peso de la memoria roza con la libertad, con la consigna repetida de no juzgar. Sí, se ha escrito y se ha hablado muchísimo de la culpa colectiva (que justamente se manifiesta en carne propia en mi amiga desde joven, acarreada por tres generaciones) y del esfuerzo también colectivo por sanar, en más de una ocasión, y de los tropiezos de muros y triunfos de voluntades. Pero no es hasta caminar las calles de esa culpa y tropezar con las placas en las aceras de familias asesinadas, para entonces escuchar risas y toparse con un playground de niños alegres -desde sirios hasta sinti, todos distintos y todos berlineses, en escena que parece anuncio de Benetton- que me doy cuenta de que el largo y arduo abrir y rellenar continuo de cicatrices de la historia ha sido labor pública y privada en esta ciudad, y que el sanar sólo se logra en un todo a la vez, en el vivir a toda luz para no olvidar el abismo que se abre a sólo unos pasos de sí.
En el portal de Brandenburgo vimos un mar de fanáticos del fútbol con sus camisetas rojas, listos para la final, cerca de los cánticos y el boombox de los Jews for Jesus que bailaban tan felices ahí como lo hacen en Manhattan (y es que los Jews for Jesus son los nuevos Moonies, sin duda). Miro el Reichstag y pienso en lo extraño que se ve sin la sábana de Christo. La Potsdamer Platz es anfitriona de un festival de la democracia europea lleno de folletos que incentivan el voto, marionetas para los niños y quioscos de curry wurst y cerveza. Los contrastes de ese día siguen al acercarnos hasta el monumento de los judíos asesinados de Europa, laberinto de paredes que se yerguen y hunden, y el museo de los horrores del SS, cruzando por Checkpoint Charlie y los remanentes del Muro de Berlín. Almorzamos falafel y charlamos del sexo a los cincuenta. Esa noche nuestra amiga teatrera nos lleva a una obra de teatro experimental sobre masculinidades aplastadas, secas por el peso tremendo de esa cosa tremenda llamada padre, y más tarde ella y yo comemos en un chinchorro turco cuyo dueño, encantado al saber que somos de Puerto Rico, nos pone música de Pedro Capó, nos sirve dos copas más de vino, y postea foto de nuestro festín en su Instagram.
En el vecindario de Kreuzberg pasamos dos días de más contraste, de caminar constante, de grafiti y café turco, del sonido sibilante de bicicletas y ese gutural teutónico que jamás lograré imitar. Hojeé títulos protofeministas en la librería Buchhandlung y luego en CoreTex Records consideré comprarme las famosas sandalias FCK NZIS (opté por una camiseta del también famoso donen kebab que imita el diseño de la carátula de Unknown Pleasures, de Joy Division). Esa noche, tras otra obra teatral, fuimos a bailar al Beate Uwe, uno de esos nightclubs que mezclan un artsiness descalzo y jipitón de do your own thing con música de vibe electrónico pero relax, donde veinteañeros en minifalda se codeaban con mujeres de sesenta con una capacidad coreográfica impresionante.
Las elecciones de la UE son en pocos días, y la ciudad está llena de pancartas y afiches para el sinfín de candidatos de partidos locales y transnacionales. Aquí Berlín anuncia y se aferra a su pasado de la topografía de terrores, con la urgencia de aniquilar todo fascismo, hasta en chistes que los mismos partidos de centro izquierda ponen en esos afiches. “No más nazis”, se cuelga de los postes de luz. Y las ordenanzas que se hicieron en 1936 contra los judíos periodistas, o médicos, o reposteros, prohibiendo usar espejuelos, o abrelatas, también cuelgan de esos postes como recordatorio para que el viajero atento que mira hacia arriba los pueda leer justo antes de cruzar la calle. Y la urgencia contra el genocidio en Gaza está ahí a la vez, en plazas y museos, y en afiches también, en supermercados y buzones. Cerca de esos postes están las señales de cruce de peatones- el único remanente de ese moverse urbano que los berlineses de occidente quisieron preservar de sus hermanos del oriente, porque esas figuras de camaradas que enérgicamente van al trabajo y cruzan la calle con propósito se han convertido en símbolo de los residentes de la ciudad entera.
El barrio turco y el barrio sirio me hacen sentir que vuelvo a la Ponce de León de los 80, o a la Calle 14 entre 7ma y 8va en NYC. Pero aquí, mucho más que en cualquier otro sitio que haya visto, lo masculino se asienta en los frentes de cada negocio. Perfumerías de aires pesados, cafés humeantes con hookas colgantes, tiendas de aparatos electrónicos, almohadas envueltas en plástico a la venta: todo rodeado de hombres de todas las edades que acaparan cada espacio de cada silla y mesa y fuman ahí, mirando el mundo pasar. Más perfume. Mucho oud. Pistacho, esencia de rosa.
Y Rosa. Rosa Luxemburgo es lanzada al canal Landwehrkanal en 1919, tras ser ejecutada con dos balazos en la sien. Es el canal por donde caminamos, acompañados de un amigo de una de mis amigas, que nos narra la ciudad y su historia mientras empuja el coche donde su bebé de año y medio duerme. Duerme en tanto que la ciudad vibra.
Es verdad: Berlín no es de los alemanes. Berlín es rendijas y calles de mundo, en tropiezo con piedra y muro, con letra, música, color y deseo. Con cicatriz y sin genitivo, Berlín.
(mayo de 2024)