Será Otra Cosa-Por temperamento y por gusto poético

 

 

Especial para En Rojo

Se me disculpará que parezca que a estas alturas de nuestra modernidad venga aquí a hablar de toros. Lo que sucede es que acabo de volver de Sevilla y allí, entre el cante, el baile y los toques de guitarra, entre el pescaíto frito, el vino tinto y la cerveza fría, entre tanta campanada y vírgenes y nazarenos, entre tanto arte y tradición, descubrí al «Pasmo de Triana», el torero Juan Belmonte (1892-1962). No llegué a él por cuenta propia; me ha guiado la mirada de su biógrafo y paisano (mi otro gran descubrimiento del verano), el periodista y escritor republicano Manuel Chaves Nogales (1897-1944). Me atrevo a decir que los «descubrí» a ambos, así como algunos Millennials se la pasan descubriendo cosas que hace cien años ya existían. Con esto, lo que quiero decir es que Belmonte es de sobra conocido; seguramente mucho más de lo que lo es hoy Chaves Nogales por haber perdido la guerra y con ello su lugar en la memoria literaria. Pero como no soy aficionada a la tauromaquia ni cuento con toda la cultura del mundo, era poquísimo lo que había oído hablar del «Pasmo», casi nada, aun cuando le han dedicado, igual que a tantos otros toreros, canciones y versos a tutiplén.

Se sabe que la tauromaquia tiene un lugar importante en las letras españolas, sobre todo en las de la Generación del 27 que se encargó de resaltar la dimensión espiritual o artística de la torería. Sin embargo, saber esto o saber que a Belmonte se le considera fundador del toreo moderno es contar, si acaso, con un mero dato de cultura general en el que pasan inadvertidas todas las circunstancias que se conjugaron para que fuera él y no otro el que revolucionara la lidia de toros a principios del siglo XX. Lo que le gana el título, la particular combinación de vida y circunstancias, el entorno, la época, el carácter, los anhelos y las frustraciones que lo dotan de una nueva sensibilidad de cara a la lidia, aflora como lo esencial y verdaderamente importante cuando alguien como Chaves Nogales se da a la tarea de desentrañarlo y hacerlo constar. Cuando el periodista al que nunca le interesaron los toros olvida los prejuicios heredados y se interesa por aquello que no conocía y de lo que abominaba, consigue ver y mostrar que aquel torero era algo más que un matador.

A mí, por ejemplo, que de toreros y toros me negué a saber poco más de lo que le pude escuchar a Isabel Pantoja en las canciones que le dedicaba a su marido «el Paquirri» después de que se lo matara un toro, pudo haberme bastado con sólo conocer el dato más representativo de la identidad de Belmonte. Mas otro fue el cantar cuando aquella mañana crucé la judería de Sevilla camino a una librería creyendo que, por interesarme más la música flamenca que los toros, me iniciaría en la obra de Chaves Nogales con su historia sobre el bailador Juan Martínez, o quizá con sus crónicas sobre la Guerra Civil. No contaba con que el libro Juan Belmonte, matador de toros, publicado por el periodista hispalense en 1935, fuese a ser lo que es: un retrato que por medio de una gran narración refleja la dramática trama, muy bien urdida, de una vida artísticamente vivida para la muerte.

Una vez en la librería, en el momento decisivo de la elección, fueron tres las cosas que al hojear el libro me convencieron. La primera, mi interés por los gestos revolucionarios llevados a cabo por figuras menores que consiguen transformar el ser de las cosas, a veces con tan sólo decidir hacerlas a su manera. La segunda fue la forma biográfica, modulada por Chaves al estilo de lo que posteriormente se llamará Nuevo Periodismo. En tercer lugar, su desinterés por los toros y, en cambio, la gran afición del torero a la literatura.

Por «despreciar los valores aceptados, desdeñar las categorías establecidas y romper altivamente con el artificio tauromáquico», Belmonte, el hijo del quincallero, cruzaba el río a nado para ir al campo a torearle los toros al ganadero sin su permiso. Desnudo y a la luz de la luna o en las noches cerradas, contra la Guardia Civil y contra el mismísimo Estado, el «Pasmo de Triana» desarrollaría un nuevo sistema para practicar el toreo, caracterizado por su «técnica del parón». En la lidia, de hombres o de bestias, decía, el que sabe parar domina. A eso le debe su epíteto del «Pasmo», y también el que la gente le creyera loco por torear tan cerca del toro. Lidiar en el campo, y de noche, lo exigía así, con el toro bien ceñido; su proximidad era menos riesgosa que perderlo de vista en la oscuridad.

Belmonte le debió su estilo a estas condiciones en las que se vio forzado a torear por no congeniar con la torería castiza ni con sus «presuntuosos aficionados»; también, a su comprensión de la lidia como un ejercicio del espíritu más que del cuerpo. No había que quitarse cuando viniera el toro, sólo había que saber torearlo; el torero le marca el territorio a la bestia, no al revés. De no haber sido así, Belmonte, enfermo y contrahecho como era, habría muerto en la plaza según le auguraban todos. Pero el trianero, que a duras penas se paraba, en la plaza clavaba los pies en la arena y más que dirigir al toro con los brazos lo hacía con el espíritu, sin moverse, demostrando tener la fuerza del duende que decía García Lorca. Una fuerza que sólo llega cuando hay posibilidad de muerte y que «no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, viejísima cultura de creación en acto […]».

Con el primer dinero ganado en la faena, Belmonte recuperó a sus hermanitos de las casas de beneficencia. Aunque padeció la fama, el pueblo lo buscaba y él le daba todo lo que tenía. Fue un hombre solitario y atormentado existencialmente. Durante una temporada se refugió en la literatura a tal punto que creyó enloquecer. Cuando ya lo único que le faltaba era morir en la plaza como años antes le decía en broma su amigo el escritor Ramón del Valle-Inclán, en 1962, a una semana de cumplir los setenta, Juan Belmonte se pegó un tiro en la sien. Su biógrafo murió mucho antes, exiliado en Londres, donde sus restos descansan en una tumba sin nombre.  Y yo, apegada a la muerte, tanto como a la gente rara de la vida, puedo decir, gracias a su libro y con las palabras de García Lorca, «que por temperamento y por gusto poético, [ahora] soy un[a] profundo[a] admirador[a] de Belmonte».

 

 

 

 

 

 

 

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