De vez en cuando me asalta un recuerdo hecho presente inmediato: la imagen del interior del muslo suave y rechoncho, donde se me acaba de caer un glóbulo rosado de helado a medio derretir.
Tengo cuatro años, o a lo sumo una semana de haber cumplido los cinco. Si cruzo las piernas y me siento como indio puedo ver en la parte del muslo-casi-rodilla un lunar oscuro y breve. Me imagino ese lunar como planeta diminuto posado en mi piel, o como la señal que marca el centro del gozne que supongo se acolchona en la guata de mi pierna. He visto en los muñequitos que los planetas son redondos como mi lunar. Uno de ellos es verde, o amarillo, y usa sortija.
En mi recuerdo retumba una canción oída en “Plaza Sésamo”, canción sobre este planeta, planeta que rebota en curvas de color, con esa cascada de voces bailarinas y una percusión que hace eco como las sandalias de taco alto de mi mamá, onetwothreefourfive, sixseveneightnineten, eleventwelve. Aunque algo me dice que quizás lo que rebota no sea Saturno, sino las bolitas del pinball machine que se infla y tiembla ahí, o los amigos de Tommy en canto de queja frente a una máquina mágica, canto que sale del disco rayado de mi papá, disco que pongo y pongo y pongo hasta que me sé la letra de memoria, o el eco de una canica franca y dura, la bolita saltarina en todos esos follow the bouncing ball sing-alongs, que irrumpe dulce y azul años más tarde en un trino de Suzanne Vega, o la piel de mis muslos contra el piso de losa áspera y fresca en la terraza de mi abuela, mientras me siento como indio para mirar el comienzo de un episodio de “La gran canica azul”, donde también cantan de un planeta.
Así asalta ese recuerdo presente e inmediato: en el interior de la pierna, ahora flaca y un tanto venosa, donde ya no cae helado.
–De «La queresa, o juegos de lo cordial», texto en proceso